Este texto es un fragmento de

Los que dejaron su tierra

O. F. Civieta, M. Salguero, M. Barluenga, E. Alegre, O. Senar, A. S. Borroy y E. Bayona

Aragón vacío, Aragón vivo.

Despoblación. Un término tan sencillo y manejable como, la mayoría de las veces, tramposo: los problemas no provienen tanto de la endémica falta de población como de una deficiente vertebración del territorio. Sin acceso a los mismos servicios y oportunidades que en la gran ciudad, los habitantes de algunos pueblos se convierten –o quedan convertidos, mejor dicho- en una especie de última y heroica resistencia ante el desierto demográfico y geográfico.

El escritor aragonés Sergio del Molino, con su ensayo La España vacía (Turner), ha contribuido decisivamente a colocar esta realidad en el debate público. A su generosidad debemos el título de Aragón vacío para la serie dominical con la que eldiario.es Aragón radiografió, si no al completo, sí al menos algunas de las realidades del medio rural aragonés en sus tres provincias.

Se tiende al tremendismo, y lo cierto es que está justificado: en Aragón hay valles enteros que sucumbieron bajo pantanos; pueblos que han visto como los trenes pasaban, literalmente, de largo; localidades en las que ir al médico se convierte en una auténtica odisea; calles en las que solo se oye correr a los niños en verano, o donde acciones tan sencillas como comprar la prensa o el pan requieren de una logística impropia de la era de Internet y los drones.

Y sin embargo, hay resquicios para la esperanza. El Aragón vacío no permanece inane ante su suerte: se moviliza, pelea y busca alternativas para hacer de sus pueblos no solo un lugar en el que quedarse, sino capaz de atraer nuevos vecinos. Algunas acciones han dado resultados; otras, demasiadas, han dilapidado presupuestos e ilusiones en proyectos dudosos. Este es un trabajo de largo recorrido, los milagros son improbables.

"Ho havia sentit a dir però volia creure que allò no arribaria mai". El viejo Nelson de Camí de Sirga, la gran novela del mequinenzano Jesús Moncada, se resistía a pensar que su pueblo iba a desaparecer bajo las aguas de un pantano. La vieja villa sucumbió a la piqueta, pero su memoria jamás lo hizo. Se mantiene en la literatura del escritor, y en los mequinenzanos que hoy habitan un pueblo nuevo que, a pesar de construirse sobre los escombros del infortunio, sigue vivo y ha sabido reconvertirse en localidad 'costera'. El Aragón vacío es consciente de que habita bajo la amenaza de una demografía menguante, pero no solo quiere creer que "aquello" no llegará nunca, sino que sueña con un mañana mejor.




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