Este texto es un fragmento de

Los tres veranos de Úrsula

Octavia Blume

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Pues sí, debo confesar que conocí a Carlos a través de Tinder. Apareció en nuestra primera cita con un Lexus negro y yo, que había llegado con un poco de antelación para poder espiarle tranquilamente y, debo confesar, aprovechar para desaparecer si no me gustaba, me quedé impresionada. Es cierto que a esas alturas del invierno era fácil impresionarme, no solo porque el otoño había sido desastroso sino porque el perfil de los últimos ligues que me habían ido apareciendo en la dichosa aplicación habían ido decayendo con el tiempo. No sé, supongo que a esa tendencia contribuía el hecho de que yo rechazaba a casi todos los que aparecían en mi radio de acción y, claro, a la aplicación cada vez le iban quedando menos recursos. En fin, que acabaron apareciéndome hasta los cabreros de la sierra, fotografiados junto a sus animales.

El otoño, como digo, se había presentado sombrío. El frío y la lluvia, que llegaron en cuanto acabó el verano, se unieron a la definitiva nostalgia que yo sentía por la ausencia de mi hijo. He de decir que a él no podían irle mejor las cosas en su faceta de «surfero-bloguero», y cada vez tenía más seguidores en las redes sociales. Hablábamos todas las semanas y, aunque me sentía feliz por él, le echaba de menos terriblemente al llegar a casa y verla vacía. En el trabajo, el ritmo frenético se fue instalando progresivamente conforme íbamos llegando todos de las vacaciones pero, en mi caso, después de no haber podido tener más que una semana al final de agosto, la incorporación al trabajo me resultó más difícil.

He de decirlo: me sentía triste.

Así que unos días después de haber estado escuchando las historias de Ana sobre sus «amigos» en Tinder me encontré sentada una tarde en el sofá de mi casa trasteando con la aplicación. Desde que Max me la había instalado en julio no le había hecho ni caso pero ahora, aburrida y triste como estaba, pensé que no había nada malo en echarle un vistazo: abrí mi perfil, subí un par de fotos mías de hacía tres años, mentí un poco en mi edad y escribí una descripción bastante cercana a la verdad:

No busco pareja en el sentido tradicional. Me apetece conocer a un hombre honesto, inteligente y optimista con quien hacer las cosas que me gusta compartir. Para el resto, espero que respetes mi independencia. Ah y, por favor, no traigas problemas de ningún tipo: ni económicos ni emocionales.

Después estuve mirando el catálogo de hombres, le dí «me gusta» a algunos sin muchas esperanzas y me fui a dormir.

A la mañana siguiente, mi móvil echaba humo (digitalmente, se entiende) con un montón de llamitas ardientes de color rojo que indicaban que había muchos hombres interesados en mí. ¡Y qué hombres! Aunque la cosa no empezó mal del todo, hubo un momento en que pensé que alguien debía estar haciendo conmigo un experimento sociológico porque no era normal la fauna masculina que me estaba encontrando. 

El primero de todos fue un alto ejecutivo de esos que se pasan más tiempo dentro de un avión que en tierra firme. No sé muy bien cómo fue pero el caso es que cuando me quise dar cuenta me tenía ya desnuda en su cama a las seis de la tarde. Todo fue rápido. 

Habíamos quedado después de comer, a las cuatro, en una cafetería del centro. Me dijo que era el único hueco que tenía entre dos reuniones. A mí me pareció raro quedar así, pero me hizo gracia y, sobre todo, me picó la curiosidad: ¿quién pone una primera cita en mitad de la jornada laboral? Así que allí me planté, dispuesta a ver qué oportunidades me daba la vida. Cuando entré en el local, él ya había llegado. Supe que era él porque no había nadie más, aparte del camarero. Fácil. No se molestó en levantarse para saludarme y esperó a que yo me acerara, mirándome de lejos, bueno, más bien analizándome como el que va a comprarse un coche nuevo. Noté que se paraba a mirar mis tetas un segundo más de lo que se considera dentro del decoro y cuando se dio cuenta de que le habia pillado, se encogió de hombros, ladeó la cabeza y abrió las manos como diciendo: así soy, ¿tengo que pedirte disculpas? 

«Madre mía, menudo elemento», pensé. Pero me quedé, ya estaba allí, había encontrado aparcamiento fácilmente en la misma puerta de la cafetería y no tenía ganas de volver a la oficina. Y, bueno, también me hizo gracia su desfachatez. Vino el camarero y pedimos: yo una infusión y él un café solo. La tarde prometía. Y empezó a hablar. Solo habló él, quiero decir, más bien me informó de todo. No me hizo ninguna pregunta sobre mí. Obviamente no estaba interesado en saber quién era yo. Conforme iba contándome los detalles de su espectacular patrimonio, de sus tres divorcios y de los varios hijos que tenía por el mundo, me di cuenta de que cada vez me resultaba más interesante porque nunca había conocido a una persona tan absolutamente egocéntrica. Ahora sí que, definitivamente, me relajé y le escuché con auténtica curiosidad. 

Creo que se dio cuenta de mi cambio de actitud porque comenzó a pavonearse aún más: me dio detalles de los grandes presupuestos que manejaba como director general de su empresa, de las fiestas a las que asistía, de las personas que conocía… Llevaba hablando cuarenta y cinco minutos y aún no me había preguntado nada sobre mí. No podía creérmelo. De repente, paró de hablar. Sacó un poco la lengua y con la punta se mojó los labios. «Me gustas», dijo. Levanté un poco las cejas, le miré fijamente y sonreí. «Tú también a mí», contesté. Y era verdad. Era guapo, para qué negarlo, y debajo de su camisa blanca impecablemente planchada se intuía un buen cuerpo. Yo tenía claro que las relaciones que iba a encontrar en Tinder no iban a acabar precisamente en boda y, bueno, hacía tantos meses desde la última vez que había estado con un tío (aquella noche que salí con los amigo de mi hijo) que por qué no aprovechar si este que tenía delante me gustaba.

  • - Vivo aquí mismo. Si quieres, podemos subir un rato. No tengo mi siguiente reunión hasta las seis y media – lo dijo tranquilamente, como el que propone ir de paseo a ver escaparates.

  • - Vale -contesté, levantándome de la silla y cogiendo el bolso.

Nunca había hecho esto pero últimamente sentía mi vida tan aburrida que decidí dejarme llevar. Y fue sexo del que pasa sin pena ni gloria, casi como un ejercicio de rutina gimnástica. Los besos no sabían a nada y las pocas caricias que nos hicimos tenían un ritmo mecánico. Nuestras lenguas se juntaban, claro, pero no se fundían. Nuestra manos se tocaban, sí, pero no se acariciaban. Parecía como si estuviésemos siguiendo un manual de instrucciones en el que cada parte de nuestros cuerpos seguía fielmente el ritual: las bocas se abrían y se besaban, las manos resbalaban por las extremidades sin trazar surcos mágicos ni detenerse en ninguna de las fascinantes oquedades de las que los verdaderos amantes disfrutan. Solo estábamos y hacíamos. Y a los dos nos era suficiente. Su cuerpo era bonito y se notaba que lo cuidaba mucho. Olía bien, a gel fresco y ropa limpia. Y esto bastó para que me dejase llevar por el deseo más sensual. Sus manos eran expertas y sabía muy bien dónde pulsar para conseguir excitarme: recorría mi espalda con un dedo mientras besaba mi pecho, mordía el lóbulo de mi oreja y hundía su nariz en mi pelo, apretaba sus caderas contra mi vientre y jugaba con los dedos entre mis muslos. Llegué al clímax cuando se suponía que debía llegar. Y luego le tocó a él. 

Me gustó este sexo, era una especie de relación higiénica, pulcra y, sobre todo, con poco compromiso. Quedábamos a horas poco convencionales (él siempre tenía reuniones, me dijo) y rápidamente establecimos un ritual erótico que seguíamos con escrupulosidad: yo llegaba a su casa, nos saludábamos con amabilidad, pasábamos a su cuarto y cada uno se quitaba su ropa. Ya desnudos, nos metíamos en la cama. Entonces empezábamos las caricias en los sitios que ya conocíamos y los ibamos recorriendo uno a uno, sin prisa pero tampoco con mucha pasión. Yo sabía exactamente cuándo él iba a meterse entre mis piernas y él sabía también perfectamente cuándo yo le iba a pedir que lo hiciera. Habíamos conseguido sincronizarnos. Como dos relojes suizos.

Y entonces fue cuando empezaron sus viajes por el mundo: me dijo que se iba, no le pregunté a dónde para que no pensara que estaba más interesada de la cuenta en él y se marchó.

A los dos días sin tener ninguna noticia suya, le mandé un mensaje por el móvil preguntándole y haciéndome la interesante: «¿sabes por dónde anda el hombre que me gusta?»; a lo que él me contestó mandándome su ubicación copiada del navegador y luego un emoticono de un beso. Y este fue el tipo de ¿conversaciones? que mantuvimos a lo largo de dos semanas. Bueno, miento, una vez sí me envió un mensaje de texto. Este:

Si después de besarla no tienes que acomodarte el rabo, debes saber que no es la indicada.

Y lo acompañaba de una foto de Espronceda (el supuesto autor). Después de aquel mensaje no volví a saber nada más de él.



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