Una explicación pertinente
Veo a un Pier Paolo de piel tersa y brillante avanzar por la terraza y caminar sobre el cristal oscuro y calmo de la piscina, en el que se mece el reflejo lunar. Y le veo al poco atravesar limpiamente la cristalera del salón y colocarse junto a mí, frente al mar nocturno, posando su mano derecha en mi hombro izquierdo.
—Como ustedes dirían: <<Ya va siendo hora de que me presente>> —me dice con una voz suave, algo velada, que tiene una ligera resonancia a oquedad celeste.
—Intuyo que su reino no es de este mundo —le digo.
—Ni de este universo —me responde.
—¿De un universo paralelo?
—Entre infinitos universos.
—Bienvenido —digo, sonriente, mirando su reflejo en el cristal.
En el mar, multitud de destellos sobre las aguas. Pier Paolo, coronado por la Luna en el cristal, me devuelve la sonrisa.
—Encontrará poco natural nuestro lenguaje: hemos extraído un modelo que ustedes llamarían estándar y que es por completo ajeno a nuestro procedimiento de comunicación. ‘Empero’, o ‘no obstante’, o ‘sin embargo’, —vuelve a sonreír— tras un proceso de aprendizaje que ya nunca hemos interrumpido podemos decir que estamos en condiciones de comunicarnos a cualquier nivel. Esto es así tanto en el lenguaje como en muchos otros de sus conocimientos. Un aprendizaje el nuestro que ustedes han de considerar ¿extraordinariamente fructífero?, pues, estando interconectados, el aprendizaje de uno es el aprendizaje de todos. Pretendemos, pues, comunicarnos y que se nos pueda entender fácilmente. ¿Si bien?, también podemos modular el lenguaje en función del interlocutor.
—Ah.
—Nuestra misión es comunicarnos y esa es una… ¿empresa, dirían?... muy compleja.
Pier Paolo interroga algunas expresiones sin esperar respuesta, como si dudara sobre su correcta utilización. Tiempo después comprendería que no era más que uno de sus ‘trucos’ para resultar más próximo.
—Voy a presentarme: en primer lugar le diré que lo más práctico es que me siga llamando Pier Paolo.
—¿Cómo sabe…?
—Porque le recordé a Pier Paolo Pasolini cuando me vio aparecer por la terraza en el Hotel Attraction, ¿recuerda?
—No le llamé así. No le llamé de ningún modo. No sé cómo se llama —le digo a su reflejo en el cristal.
—No tengo nombre propio, si es a eso a lo que se refiere. O en todo caso podría decir que tengo uno que es el resultado de un cúmulo de variables y que cambia en ciclos heterogéneos. Impredecible y fugaz. Lo más práctico es que siga llamándome Pier Paolo.
—Recuerdo el sueño en todos sus detalles. Incluso lo he transcrito. No le nombré en voz alta.
—No era necesario que lo hiciera.
Como luciérnagas de colores los reflejos en la mar rizada.
Una reacción primaria me impulsa a defender mi sueño, seguramente porque me siento mucho más vulnerable junto a alguien capaz de husmear en mis sueños que junto a alguien que haya estado metiendo las narices en mis cosas. Doblemente vulnerable y violado, diría yo.
—Solo con que el azar hubiera cambiado uno de los detalles —le digo—, uno cualquiera de ellos, el sueño hubiera tomado otros derroteros; y lo más probable es que no hubiera sonado el móvil y que yo no hubiera acabado haciendo el idiota ante mi hija a las siete y media de la mañana de un domingo, el de ayer.
—Ayer no fue domingo.
—¡Cómo! ¡Sí lo fue!
—Es irrelevante. Si usted quiere, ayer fue domingo, pero hoy su calendario indica que es martes. Tampoco sería relevante que estuviéramos en perihelio en su pleno agosto y que esta noche luciera un sol radiante.
—Reconforta saber que son ustedes gente educada y que tienen sentido del humor. Siempre se les imaginó como una amenaza —digo, en un alarde de hospitalidad.
—Propio de los mundos efímeros; de los mundos frágiles.
—Ya veo que no tiene muy buena opinión de nosotros.
—Al contrario —me responde sonriente desde el cristal—. Pocas veces se encuentran mundos que estén a la altura de nuestras ¿herramientas? Por ejemplo, lo que ustedes llaman buena educación o sentido del humor, son cualidades totalmente ajenas a nosotros, las tomamos prestadas de ustedes mientras nos sean útiles para comunicarnos.
—Por mí, pueden utilizarlas cuanto quieran.
—Gracias. No hacemos previsiones temporales. El tiempo para nosotros es una simple referencia; una referencia espacio-temporal relativa.
—Nosotros, sin embargo, vivimos el tiempo absoluto —le digo.
—Y en lucha con él —responde.
—Hasta que se detiene.
—El reloj se detiene, el tiempo fluye —me dice.
—Tempus fugit —digo, pedante.
—Ya, sí…, latín —pequeña presión en el hombro—. Pero muchos prefieren decir <<El tiempo es oro>>, mientras se dedican a malgastarlo en empresas absurdas.
—<<Cinco minutos bastan para soñar toda una vida, así de relativo es el tiempo>>, dijo el poeta.
—En todo caso, real o soñada ¿podemos decir que será una vida enajenada por las limitaciones? —dice él, con voz neutra.
—Por supuesto.
—¿Y que de la memoria de esa vida quedará apenas… una sombra?
—No hace falta entrar en detalles.
—Nuestros sueños, sin embargo, permanecerán incólumes —añade sin el menor tono de superioridad.
—¿Incólumes?
—Así es.
—¿Cómo incólumes?
—Permanecerán iguales a sí mismos; intactos, incorruptos, íntegros.
—Ya sé lo que significa incólumes. Nada lo es para siempre.
—Insisto: permanecerán incólumes y eternos.
—Eso sin exagerar.
—Así es.
—Mis sueños morirán conmigo —le digo—. Yo lo soy todo en mis sueños.
—No siempre.
—¿Cuándo no? ¿Ahora?
—Ahora y en el Hotel Attraction.
—¿Sueños robados? —pregunto inquieto.
—Inducidos —me responde.
Me levanto en un impulso por demostrar mi libre albedrío, y de repente me encuentro fuera, junto a la piscina. ¿Qué hago aquí?, me pregunto desconcertado. ¿Dónde está mi libre albedrío si estoy en manos de un albedrío incontrolado? Eso es lo que tienen los sueños.
La Luna reflejada en el cristal me impide ver el interior. Una oleada de bochorno salobre en el ambiente y como un nuevo revoloteo de luciérnagas de colores en la mar nocturna. Me acerco a la cristalera con ambas manos pegadas a la frente a modo de visera, avanzo hasta que los meñiques se apoyan en el cristal. Veo a Pier Paolo hablándome con gesto amable y a mí sonriendo sentado en la mecedora. No puedo oírnos. La cristalera está cerrada. Golpeo con los nudillos.
Pier Paolo me mira finalmente y me hace gestos para que entre. Gesticulo para indicarle que la cristalera está cerrada, pero Pier Paolo insiste apremiándome, e invitándome, según me parece, a atravesarla. Lo hice antes, me digo, por qué no voy a hacerlo ahora. Y atravieso de nuevo el cristal limpiamente, y Pier Paolo me recibe con su eterna sonrisa y me pide que vuelva a sentarme a pesar de que la mecedora está ocupada por mí; pero él insiste, y acabo sentándome en mi y acomodando mi espalda en el respaldo y mis nalgas en el asiento.
Empieza a ser más que evidente que no tengo ningún control sobre mi persona.