Este texto es un fragmento de

Más allá de la línea roja

Daniel Ceán-Bermúdez Pérez

GILLES VILLENEUVE, EL PEQUEÑO GRAN CANADIENSE 

La diminuta foto, en blanco y negro, mostraba el retrato de un joven con el pelo alborotado y ojos vivarachos. Al pie se leía: "¡Atención al pequeño canadiense! Gilles Villeneuve posee una clase excepcional y un sólo gran premio le ha bastado para demostrarla". El autor de esas palabras, que todavía hoy, más de treinta años después, me vienen a la mente cada vez que me acuerdo de Gilles, era Don Javier del Arco (el 'maestro' en esto de escribir de F1 en España) y se podían leer en el reportaje sobre el gran premio de Gran Bretaña de 1977 que publicaba la revista ‘Automóvil’, mi 'biblia de las carreras' por aquel entonces. Era la época 'preinternet' así que la única información sobre cada gran premio que podía conseguir con su paga semanal un crío gijonés de 13 años era, una vez al mes, una revista, que devoraba una y otra vez hasta que llegaba el siguiente número, 30 largos e interminables días después.

No se por qué, pero aun sin haber visto la carrera (de aquella eso era un lujo casi inalcanzable para la España ‘Racing’ del 'año 25 antes de Alonso') me convertí, de inmediato, en seguidor de ese pequeño canadiense que en su mirada reflejaba una determinación y una fe en sus posibilidades como pocas veces se han visto en una pista de carreras. En aquel gran premio británico, disputado en el histórico trazado de Silverstone, Villeneuve debutaba en fórmula 1 pilotando un ya obsoleto McLarenM23, el modelo campeón el año anterior con James Hunt al volante (¡y tres antes con Fittipaldi!), pero que ya se quedaba atrás ante el advenimiento de los milagrosos 'wingcar' salidos de la fértil imaginación de Colin Chapman. Con uno de esos M23, decorado con los colores de Iberia, nuestro Emilio de Villota se las veía y deseaba para intentar clasificarse en una fórmula 1 muy diferente a la actual, en la que todavía era posible, aunque no fuese ni mucho menos fácil, intentar abrirse camino de forma privada y con pocos medios. Con otro similar también buscaba su hueco en el gran circo, el ‘ex­marine’ Brett Lunger, que competía gracias al apoyo del propietario de Chesterfield, a cuyo hijo el piloto americano había salvado la vida en la guerra de Vietnam.

Pero lo de Gilles era diferente, y no sólo porque pudiese contar con un McLaren ‘oficial’ decorado con los ya entonces clásicos colores de Marlboro. Evidentemente, el material a disposición del joven canadiense era superior al que podían utilizar los ‘privados’ que habían optado también por el M23 como su ‘arma de guerra’. En todo caso, aun con un coche mejor, lo que hizo Villeneuve, en aquel Silverstone aun vertiginoso y sin apenas chicanes que rompiesen su frenético ritmo, no estaba al alcance de cualquiera… Es más, probablemente no estaba al alcance de nadie que no tuviese su descomunal talento. El ‘pequeño canadiense’ se mezcló de inmediato con los mejores de una fórmula 1 tremendamente competitiva como era la de mediados de los setenta, y de no ser por la falsa alarma que se encendió en el tablero de a bordo de su M23 y le obligó a entrar en boxes ante el temor a romper el motor, perdiendo un buen número de vueltas, Gilles hubiese acabado entre los primeros en su debut en el gran circo.

Aunque el resultado no se consumó, la demostración estaba hecha y llamó la atención, ni más ni menos, que de Enzo Ferrari, que andaba en busca de nuevos pilotos para la era ‘postLauda’ que se acercaba a pasos agigantados. Ante la sorpresa de muchos, Ferrari contrato al diminuto e inexperto Villeneuve, y lo sostuvo contra viento y marea incluso cuando Gilles se vio envuelto, a final de temporada, en un terrible accidente en el gran premio de Japón, que acabó con suFerrari 312 ‘despegando’ sobre el Tyrrel P34 de Ronnie Peterson, con el fatal desenlace de aterrizar en una zona en la que trabajaban unos desafortunados comisarios de pista, que fallecieron víctimas del horrible vuelo cuya imagen fue portada en toda la prensa mundial.



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