Leer Lolita en Teherán
En el imaginario erótico masculino europeo, «una lolita» es sinónimo de adolescente fresca y atractiva, con mini-short ajustado y labios muy rojos, gracias al personaje Lolita, creado por Nabokov y recreado en el cine por Stanley Kubrick, Adrian Lyne y otros. Es la estampa de la actriz Dominique Swain, aniñada, tumbada sobre la hierba, con las piernas al aire, a punto de seducir al maduro Jeremy Irons. Un icono asociado a la libertad sexual, pero sobre todo a la transgresión sexual. Lo prohibido.
Lolita es uno de los miles de libros prohibidos en Irán: antes de la Revolución Islámica podía encontrarse en la Feria Internacional del Libro de Teherán, pero en cuanto los censores metieron mano en el short de Lolita, la tertulia de alumnas que se reunía en casa de la profesora Azar Nafisi se apañaba como podía: «Estamos sentadas alrededor de la mesa de hierro y cristal un nublado día de noviembre; las hojas amarillas y rojas que se reflejan en el espejo del comedor están envueltas en bruma. Yo y quizá dos más tenemos un ejemplar de Lolita en el regazo. Las demás tienen un pesado fajo de fotocopias». La profesora y las alumnas eran conscientes de estar disfrutando algo prohibido:
La novela, prohibida en Irán desde 1979, se había publicado en Francia en 1955, poco antes de la visita del Sha de Persia a Franco, y fue inmediatamente clasificada como «pornográfica», pero a estas alturas del siglo xxi no será preciso aclarar que la pornografía está siempre en el ojo que ve, ya esté el oscuro objeto del deseo en short o con burkini. Cincuenta años después, nadie se escandaliza en España ni en el resto de Europa ante la imagen habitual de nuestras hijas adolescentes paseando o acudiendo al instituto con pantalones mucho más cortos que los de Lolita. Pero la historia ha sido penosa y errática.
El pantaloncito con transparencias de Lolita recuerda la prenda de origen francés culotte, calzones cortos y ajustados, usados por los ricos, aristócratas y militares para tapar sus nalgas en el siglo XVI, a diferencia de los pobres y descamisados, que usaban pantalones largos para trabajar o labrar la tierra. La Revolución Francesa entronizó a los sans-culotte (sin calzones) como parte de las milicias más revolucionarias y empoderó, provisionalmente, a las mujeres: «Ninguna persona de uno u otro sexo podrá obligar a ningún ciudadano o ciudadana a vestirse de una manera especial. Cada uno es libre de llevar la ropa o los ornamentos de su sexo que le convengan», decía un decreto de 1793, citado por Christine Bard en el sugerente ensayo Historia política del pantalón. Hemos dicho provisionalmente porque aquel empoderamiento apenas duró siete años: «El 7 de noviembre de 1800, una ordenanza de la policía de París prohíbe a las mujeres el uso de prendas del sexo opuesto». La ordenanza, reproducida por Bard, es contundente: «Toda mujer que desee vestirse de hombre deberá presentarse en la jefatura de policía para obtener la autorización. Toda mujer travestida será detenida y conducida a la jefatura de policía». La ordenanza no recoge ninguna prohibición masculina; reparemos en que el mecanismo de prohibición es exactamente el mismo que se proyecta a través del velo: se trata siempre de tutelar, perseguir, encarcelar si llega el caso, cuando no demonizar, a la mujer.
No descubrimos nada al afirmar que la vestimenta ha tenido significado político a lo largo de la historia; nunca la forma de vestir —ricos/pobres, hombres/mujeres, seglares/laicos, militares/civiles— ha sido insustancial, sino una de las formas marcadas de la clase social, las creencias, la profesión o el género. Basta con evocar el significado de una prenda tan anodina como la corbata y todos los significantes añadidos de estatus, credibilidad o posición social. Los políticos actuales visten corbata en los actos «serios» y se la quitan en los mítines y campañas para simular no sé qué cercanía con el pueblo. Sin embargo, la interdicción femenina del pantalón no es tan inocente como el lazo de la corbata; mientras el varonil pantalón es una prenda cerrada, cómoda para la guerra o para montar a caballo, la falda es una prenda abierta: «La abertura de la prenda femenina —concluye Bard— evoca la facilidad de acceso al sexo femenino, su disponibilidad, su penetrabilidad». Cuando en la Revolución Francesa, la rebelde Théroigne de Méricourt es azotada en público, fue suficiente con levantarle la falda. Esa pesadilla, que se levante la falda y se les vean las bragas, persigue a niñas y adolescentes en algunos colegios católicos fundamentalistas que, en 2016, imponen la falda como parte del uniforme femenino obligatorio. ¡Qué obsexión!
A partir de aquella prohibición parisina de 1800 y de tantas otras antes o después, la conquista del pantalón por las mujeres fue una batalla política en toda regla librada durante los dos últimos siglos, en la que ahora no podemos detenernos: cientos de mujeres han ido a la cárcel por vestir un pantalón, o fueron tachadas de prostitutas. Algo similar podría decirse de fumar, beber alcohol en público y tantas otras prohibiciones ad mulierem. Cuando la protagonista de Memorias de África entra en el club misógino de Nairobi, donde los colonos ingleses beben, fuman y leen el periódico, la cámara se detiene en las caras de enfado de los machitos circunspectos, pero Meryl Streep les dobla el pulso como una desafiante Juana de Arco en pantalones (la acción real de Karen von Blixen ocurre en 1913).
La batalla por controlar el vestido de la mujer fue muy dura en la culta y refinada Europa y la Iglesia Católica tampoco permaneció ociosa. El papa Benedicto XV declara en 1919: «¡Qué grave y urgente es el deber de condenar las exageraciones de la moda!»; y en 1923 Pío XI prohíbe la entrada en el Vaticano «a las mujeres cuyo vestido no sea absolutamente cerrado y las mangas lo bastante largas». Siguiendo la consigna, en los años veinte la policía de Chicago hace redadas entre las mujeres bañistas que enseñan las piernas, prioridad de orden público que podríamos situar entre la perversión y el morbo. El placer varonil de encarcelar a una Lolita. ¡Qué obsexión! Ni una palabra sobre el vestuario masculino.
Cuando llegan a la gran pantalla las primeras películas de Hollywood con mujeres vestidas de hombres, el escándalo social es enorme. Marlene Dietrich es la pionera en la película Marruecos (1930), dirigida por Von Sternberg. «Crea una imagen de mujer fatal, ultrafemenina con vestidos de noche lujosos o déshabillés vaporosos y, a la vez, perfectamente masculina», escribe Bard. A partir de entonces, la Dietrich explotará su imagen andrógina vistiendo esmoquin o uniforme de aviador, pero lo que causará más escándalo es que lo hará fuera de la pantalla:
Si esto ocurre en París, capital de todas las vanguardias, en 1932, ¿qué estaba pasando entonces en el resto de Europa? ¿Alguna mujer se atrevía en España a usar pantalón? Nuestras madres, desde luego, no lo hacían, y cuando llegan las primeras turistas suecas, o regresan de vacaciones algunas emigrantes a sus pueblos, son consideradas ligeras de cascos, unas «frescas», ¡por llevar pantalones! Por el mismo motivo, en fecha tan reciente como 2009, la periodista Lubna Hussein y otras doce mujeres fueron arrestadas en Sudán y castigadas a cuarenta latigazos. «En ningún pasaje del Corán se establece que las mujeres deban ser flageladas por su vestimenta. Que me muestren los pasajes en los que se estipula. Yo no los encuentro», protestó en público Lubna antes de entrar en la cárcel.
En el imaginario erótico masculino europeo, «una lolita» es sinónimo de adolescente fresca y atractiva, con mini-short ajustado y labios muy rojos, gracias al personaje Lolita, creado por Nabokov y recreado en el cine por Stanley Kubrick, Adrian Lyne y otros. Es la estampa de la actriz Dominique Swain, aniñada, tumbada sobre la hierba, con las piernas al aire, a punto de seducir al maduro Jeremy Irons. Un icono asociado a la libertad sexual, pero sobre todo a la transgresión sexual. Lo prohibido.
Lolita es uno de los miles de libros prohibidos en Irán: antes de la Revolución Islámica podía encontrarse en la Feria Internacional del Libro de Teherán, pero en cuanto los censores metieron mano en el short de Lolita, la tertulia de alumnas que se reunía en casa de la profesora Azar Nafisi se apañaba como podía: «Estamos sentadas alrededor de la mesa de hierro y cristal un nublado día de noviembre; las hojas amarillas y rojas que se reflejan en el espejo del comedor están envueltas en bruma. Yo y quizá dos más tenemos un ejemplar de Lolita en el regazo. Las demás tienen un pesado fajo de fotocopias». La profesora y las alumnas eran conscientes de estar disfrutando algo prohibido:
Tenemos que dar las gracias a la República Islámica por habernos hecho redescubrir e incluso codiciar todas estas cosas que dábamos por sentadas: se podría escribir un ensayo sobre el placer de comer un bocadillo de jamón. Y aquel día memorable se convirtió en el principio de una larga lista de deudas para con la República Islámica: fiestas, comer helado, enamorarse, cogerse de la mano, llevar los labios pintados, reírse en público y leer Lolita en Teherán.
La novela, prohibida en Irán desde 1979, se había publicado en Francia en 1955, poco antes de la visita del Sha de Persia a Franco, y fue inmediatamente clasificada como «pornográfica», pero a estas alturas del siglo xxi no será preciso aclarar que la pornografía está siempre en el ojo que ve, ya esté el oscuro objeto del deseo en short o con burkini. Cincuenta años después, nadie se escandaliza en España ni en el resto de Europa ante la imagen habitual de nuestras hijas adolescentes paseando o acudiendo al instituto con pantalones mucho más cortos que los de Lolita. Pero la historia ha sido penosa y errática.
El pantaloncito con transparencias de Lolita recuerda la prenda de origen francés culotte, calzones cortos y ajustados, usados por los ricos, aristócratas y militares para tapar sus nalgas en el siglo XVI, a diferencia de los pobres y descamisados, que usaban pantalones largos para trabajar o labrar la tierra. La Revolución Francesa entronizó a los sans-culotte (sin calzones) como parte de las milicias más revolucionarias y empoderó, provisionalmente, a las mujeres: «Ninguna persona de uno u otro sexo podrá obligar a ningún ciudadano o ciudadana a vestirse de una manera especial. Cada uno es libre de llevar la ropa o los ornamentos de su sexo que le convengan», decía un decreto de 1793, citado por Christine Bard en el sugerente ensayo Historia política del pantalón. Hemos dicho provisionalmente porque aquel empoderamiento apenas duró siete años: «El 7 de noviembre de 1800, una ordenanza de la policía de París prohíbe a las mujeres el uso de prendas del sexo opuesto». La ordenanza, reproducida por Bard, es contundente: «Toda mujer que desee vestirse de hombre deberá presentarse en la jefatura de policía para obtener la autorización. Toda mujer travestida será detenida y conducida a la jefatura de policía». La ordenanza no recoge ninguna prohibición masculina; reparemos en que el mecanismo de prohibición es exactamente el mismo que se proyecta a través del velo: se trata siempre de tutelar, perseguir, encarcelar si llega el caso, cuando no demonizar, a la mujer.
No descubrimos nada al afirmar que la vestimenta ha tenido significado político a lo largo de la historia; nunca la forma de vestir —ricos/pobres, hombres/mujeres, seglares/laicos, militares/civiles— ha sido insustancial, sino una de las formas marcadas de la clase social, las creencias, la profesión o el género. Basta con evocar el significado de una prenda tan anodina como la corbata y todos los significantes añadidos de estatus, credibilidad o posición social. Los políticos actuales visten corbata en los actos «serios» y se la quitan en los mítines y campañas para simular no sé qué cercanía con el pueblo. Sin embargo, la interdicción femenina del pantalón no es tan inocente como el lazo de la corbata; mientras el varonil pantalón es una prenda cerrada, cómoda para la guerra o para montar a caballo, la falda es una prenda abierta: «La abertura de la prenda femenina —concluye Bard— evoca la facilidad de acceso al sexo femenino, su disponibilidad, su penetrabilidad». Cuando en la Revolución Francesa, la rebelde Théroigne de Méricourt es azotada en público, fue suficiente con levantarle la falda. Esa pesadilla, que se levante la falda y se les vean las bragas, persigue a niñas y adolescentes en algunos colegios católicos fundamentalistas que, en 2016, imponen la falda como parte del uniforme femenino obligatorio. ¡Qué obsexión!
A partir de aquella prohibición parisina de 1800 y de tantas otras antes o después, la conquista del pantalón por las mujeres fue una batalla política en toda regla librada durante los dos últimos siglos, en la que ahora no podemos detenernos: cientos de mujeres han ido a la cárcel por vestir un pantalón, o fueron tachadas de prostitutas. Algo similar podría decirse de fumar, beber alcohol en público y tantas otras prohibiciones ad mulierem. Cuando la protagonista de Memorias de África entra en el club misógino de Nairobi, donde los colonos ingleses beben, fuman y leen el periódico, la cámara se detiene en las caras de enfado de los machitos circunspectos, pero Meryl Streep les dobla el pulso como una desafiante Juana de Arco en pantalones (la acción real de Karen von Blixen ocurre en 1913).
La batalla por controlar el vestido de la mujer fue muy dura en la culta y refinada Europa y la Iglesia Católica tampoco permaneció ociosa. El papa Benedicto XV declara en 1919: «¡Qué grave y urgente es el deber de condenar las exageraciones de la moda!»; y en 1923 Pío XI prohíbe la entrada en el Vaticano «a las mujeres cuyo vestido no sea absolutamente cerrado y las mangas lo bastante largas». Siguiendo la consigna, en los años veinte la policía de Chicago hace redadas entre las mujeres bañistas que enseñan las piernas, prioridad de orden público que podríamos situar entre la perversión y el morbo. El placer varonil de encarcelar a una Lolita. ¡Qué obsexión! Ni una palabra sobre el vestuario masculino.
Cuando llegan a la gran pantalla las primeras películas de Hollywood con mujeres vestidas de hombres, el escándalo social es enorme. Marlene Dietrich es la pionera en la película Marruecos (1930), dirigida por Von Sternberg. «Crea una imagen de mujer fatal, ultrafemenina con vestidos de noche lujosos o déshabillés vaporosos y, a la vez, perfectamente masculina», escribe Bard. A partir de entonces, la Dietrich explotará su imagen andrógina vistiendo esmoquin o uniforme de aviador, pero lo que causará más escándalo es que lo hará fuera de la pantalla:
Lo que fascina de esta estrella es también su masculinización en la calle. Ella se atreve. Ella se permite una noche de estrenollegar en esmoquin del brazo de Maurice Chevalier y GaryCooper. En la estación de Saint-Lazare, la fotografían rodeadade hombres —entre ellos su marido—, totalmente masculina,de la boina a los zapatos. La excitación es grande, porque unrumor difunde que ha recibido un requerimiento del prefectode policía en que se la insta a abandonar la ciudad de París encaso de que llegue en pantalón. Lo hace.
Si esto ocurre en París, capital de todas las vanguardias, en 1932, ¿qué estaba pasando entonces en el resto de Europa? ¿Alguna mujer se atrevía en España a usar pantalón? Nuestras madres, desde luego, no lo hacían, y cuando llegan las primeras turistas suecas, o regresan de vacaciones algunas emigrantes a sus pueblos, son consideradas ligeras de cascos, unas «frescas», ¡por llevar pantalones! Por el mismo motivo, en fecha tan reciente como 2009, la periodista Lubna Hussein y otras doce mujeres fueron arrestadas en Sudán y castigadas a cuarenta latigazos. «En ningún pasaje del Corán se establece que las mujeres deban ser flageladas por su vestimenta. Que me muestren los pasajes en los que se estipula. Yo no los encuentro», protestó en público Lubna antes de entrar en la cárcel.