Este texto es un fragmento de

Me fui a una ciudad que no venía en los mapas

Ana Isabel Muñoz

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A Mariana solían decirle que su cara y, sobre todo, sus grandes ojos azules se parecían a los de las muñecas recortables con las que jugaba. Quizás algún ilustrador de la época se inspiró en ella y vendió sus dibujos por docenas, en kioscos de prensa, a las niñas que, como Mariana, habían nacido en la España de la década de los 60 y se divertían vistiendo y desvistiendo muñequitas de papel. 

Aquellas nenas dibujadas pasaban del 2D al 3D por el arte y la magia de unas tijeras. Ellas, desenfadadas, estaban siempre en ropa interior, rodeadas de bonitos trajes y complementos de quita y pon, para que las niñas eligiesen qué ponerles. 

Aunque Mariana no podía saberlo aún, sus risueñas muñecas eran revolucionarias. Es más, eran feministas, lo más feminista que ella pudo conocer por aquel entonces. Representaban todo lo que Mariana no veía en su vida cotidiana. Y vivían en un mundo mucho más divertido e igualitario que el suyo. 

En el universo de las muñecas de papel cuché, además de mamás, amas de casa, monjas, enfermeras o peluqueras, también existían bomberas, doctoras, astronautas, arquitectas, aventureras o aviadoras. Estaban allí, en un mundo imaginario pero real para Mariana. Ellas apagaban fuegos, construían casas, se adentraban en la selva, escalaban montañas, podían volar más y más alto, tanto como para llegar a la luna. Todo lo que la imaginación de Mariana pudiese alcanzar y más allá. Sin límites. Su universo no tenía techo, ni de cemento ni de cristal. Era infinito. Por eso cada nuevo cuadernillo de recortables representaba para la pequeña Mariana una prometedora y extraordinaria aventura. Y sí, se sentía orgullosa de parecerse a sus recortables. 

Desde entonces, el gusto por estrenar aventuras acompañó siempre a Mariana. Y cada vez que debía enfrentarse a un nuevo reto sentía cómo se desplegaban sus alas, impacientes por lanzarse al vacío. Porque desde ese alto punto de partida, el fondo se veía excitante y hermoso. Sólo en el instante mismo de levantar el vuelo ha sufrido, alguna vez, una pizca de vértigo. Sin que eso haya sido, casi nunca, motivo de abandono. Lo que sí le ha ocurrido, más a menudo, es que el destino de su travesía resultara en desilusión. En ese caso, Mariana ha hecho algo tan simple como girar la cabeza para cambiar de rumbo y comenzar a trazar nuevas y prometedoras rutas de vuelo en algún otro punto. Ella no fue nunca de mirar atrás, aunque si alguna vez lo hizo fue para agradecer todo lo aprendido y, también, la nueva oportunidad de aventura que le regalaba la vida. Porque todo final es siempre una excelente disculpa para comenzar de nuevo. 

Con los años, Mariana fue sustituyendo los cuadernillos de muñecas recortables por libretas de variopintos tamaños, estilos y colores, en los que fue plasmando, casi sin darse cuenta, todos sus sueños, ideales e itinerarios. Por esa razón, resulta muy sencillo conocer su biografía. Sólo es cuestión de revisar sus cuadernos. Cada uno representa un capítulo diferente de su vida. 

Tener frente a sí un nuevo cuaderno, con decenas de hojas en blanco, era un reto y un secreto placer. Por eso Mariana elegía cada uno de ellos con sumo cuidado; se fijaba en su forma, color, textura, tamaño y si llevaba rayas, cuadrículas o todas sus páginas estaban en blanco. Se tomaba su tiempo para decidir porque estaba convencida de que buena parte de lo que ocurriría después tendría que ver con esa elección. Solía dedicar la primera hoja a escribir una lista en la que apuntaba todo lo que deseaba concluir o construir en ese momento, además de la aventura que estaba a punto de emprender. A menudo eran cosas muy dispares y mundanas, por ejemplo: 

Sembrar perejil. 
Terminar el guion de la película. 
Diseñar una página web. 
Llamar al carpintero. 
Hacer membrillo. 
Escribir un cuento. 
Llevar la gata al veterinario. 
Limpiar el garaje. 
Plantar un cerezo. 
(…) 

En las dos páginas finales Mariana dibujaba un calendario del mes en curso y de los dos siguientes. Lo hacía para tener perspectiva de futuro. Un futuro, eso sí, siempre a corto plazo. No solía, casi nunca, escribir sobre el pasado, eso ya estaba escrito en otros cuadernos y guardado en algún armario. 

Aquel día era para Mariana uno de esos grandes días en los que estrenaba cuaderno nuevo. Lo escogió rojo, de tapa dura y con cuadrículas, para no salirse de la raya si no lo deseaba, y también para poder dibujar o trazar itinerarios. El cuaderno tenía una goma ancha que lo cerraba de manera vertical, algo muy útil porque permitía guardar fotos, notas o recortes. Sus hojas desprendían ese sutil olor a imprenta que tienen algunas papelerías antiguas. 

Ese nuevo cuaderno era algo diferente a los demás porque todo en él sería esta vez distinto. Mariana había decidido rescatar una historia pretérita que llevaba pidiendo a gritos un mejor final desde hacía tres décadas. Un año de amor que empezó y nunca concluyó. Se quedó en una especie de limbo, que la dejó con una extraña sensación de desasosiego que la persiguió durante mucho tiempo. 

Aquella historia estuvo enmarcada en tiempos de muros y alambradas, en uno de esos periodos que se han venido repitiendo en la historia de la humanidad, desde que se construyera la Gran Muralla China, o quizá desde antes. Y que contó, en su reparto, con los dos grandes protagonistas de esos tiempos: el miedo, como el mayor constructor de muros del mundo, y el amor. Pero el amor vivido con tanta pasión como para ser capaz de superar cualquier laberinto y arriesgarse a perder, pero también a ganar. Porque a veces quien gana es quien más pierde. 

Cuando Mariana nació, Europa estaba ya partida por esa enorme mole que era el telón de acero, pero en su realidad occidental poco se sabía de los países y las gentes que vivían «al otro lado del muro». Existía una idea bastante generalizada de que traspasarlo debía ser como caer al precipicio o, aún peor, simplemente no se imaginaba nada. Se ignoraba casi por completo lo que había detrás de aquella inmensa pared. Por esa razón, era difícil encontrar a alguien que se hubiera atrevido a cruzarlo y, menos aún, a permanecer en él. 

Mariana no supo gran cosa de aquel disparate llamado muro de Berlín hasta que tuvo dieciocho años. Sin embargo, casi sin quererlo y desde que jugaba a recortar mundos ideales en forma de muñecas de papel, había estado preparando el terreno para convertirse en una idealista e inquieta joven con ansias de descubrir otras realidades alejadas de la suya, aunque estas quedaran detrás de una gran pared de hormigón armado. 

A esa edad, Mariana creyó lo que le dijeron, que al otro lado del telón de acero se daban cita todos los máximos ideales revolucionarios: fraternidad, justicia, igualdad, sociedad sin clases, solidaridad, sanidad y educación gratuitas, y que la tierra era para quienes la trabajaban. 

Lo que desconocía Mariana por aquel entonces era que los tiempos de alambradas suelen ser tiempos de sospechas, conspiraciones, temores y verdades a medias. Y que, en un mundo bipolar como ese, no había cabida para las medias tintas. Se estaba de un lado o del otro. Sin excepción. Nadie podía quedarse en medio. Ni siquiera por amor. Eso no figuraba en las reglas del juego. 

Esos tiempos de muros y miedo, además, fueron y son de la palabra. Y la palabra puede convertirse en una poderosa arma de progreso, caricia para el corazón o bomba de destrucción masiva, sólo depende de quien la haga suya. Las posibilidades son infinitas. 

Hay algo más que ocurre en tiempos de muros y que Mariana pudo aprender después: el miedo suele acabar en odio y el odio abre las puertas de la represión. Pero la represión puede dar lugar a la revolución y, por tanto, a la esperanza. Porque cuando ya se ha perdido todo se pierde hasta el miedo. Ese es un tema que seguro Mariana trató en algún otro cuaderno. En la libreta roja sólo escribió sobre el amor. Y también sobre la palabra.



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