Este texto es un fragmento de

No vas a aprender en tu puta vida

Miguel Ángel Medina

1- Hey (Pixies)

De entre las batallas libradas, perdidas y sin ninguna esperanza de superar en un futuro próximo se encuentra, entre mis favoritas y más cruentas, la que me enfrenta a mis complejos, inseguridades y limitaciones en las relaciones sociales.

Nunca he sido muy hablador pero ahora voy a soltar todo lo que he callado. Jamás estuve ni cerca de ser bueno mintiendo, así que ha llegado el momento de desquitarse con un par de buenos embustes… o quizás no.

No será un ejercicio para superar una timidez enfermiza, no será un diario, ni una confesión, no será todo ficción y, desde luego, no será un exorcismo porque con mis demonios sí me entiendo.

Siempre me ha hecho gracia eso de que a las mujeres lo que les gusta es un hombre que las haga reír… ja,ja, ja… vaya un lugar común más hijo de puta… pues no he sido yo gracioso ni nada, anda que no se han reído conmigo chicas, maldita sea… y total ¿para qué? Para que me queden más fracasos sentimentales que chistes. Suerte tener sentido del humor, suerte ser tan divertido, así cada vez que me he quedado solo al menos ha dado para unas buenas risas. Para unas cuantas historias… y encima empecé bien pronto. 

No tendría ni siete años cuando me interesé por una chica por primera vez. Ni siquiera estaba despierto. Un grupo de trolls había secuestrado a una niña que iba a mi curso y la tenían atada aunque vestida de princesa en un húmedo y oscuro sótano. Poco más tarde, Espinete irrumpía en mi casa y me obligaba a montar en un ciclomotor con él para ir a rescatar a la chavala. Ahí es donde descubrí que estaba soñando porque ir de paquete con Espinete en vespino y no morir atravesado por docenas de púas rosas no creo que sea físicamente posible. Al final salvábamos a la chica y yo me llevaba un beso como recompensa. Quede claro que el beso me lo daba la muchacha de mi clase y no el televisivo y popular erizo. Eso hubiera sido raro hasta para mí, aunque es cierto que poco después le cogí mucho cariño al Sonic... 

Recuerdo aquel maldito sueño a la perfección pero nunca le dije nada a esta chica. Supon­go que a la mañana siguiente los cromos de Panini o comentar con los colegas las últimas aventuras de PotiPoti y los aurones acapararon todo mi interés y energía y acabé desoyendo el claro y conciso mensaje que mi subconsciente me escupía mientras dormía. 

Desde mi más tierna infancia he tenido las más feas costumbres. Me creía lo del ratoncito ese de los dientes, me tocaba lo que no debía tocarme aún a riesgo de quedarme ciego o algo peor, hasta me creía lo de los anuncios de Frosties y que la fuerza estaba en mí. Puto Tony. En cuanto a las creencias religiosas, no era tan cándido o al menos no desde el día que hice la primera comunión. Ese día, justamente, con tan solo ocho añitos, descubrí algo sobre lo que rodeaba a la religión que me hizo comprender que aquello no era para mí. 

Ahí estaba yo, pura inocencia, haciendo la comunión en la iglesia de mi pueblo y al cura le da por sacarnos ante el micrófono para hacernos preguntas sobre la fe, nuestros pensamientos sobre Dios, Jesús y demás héroes cristianos. Por supuesto, no tuvo mejor idea el buen párroco que sacarme a mí el primero. Mi memoria es casi prodigiosa pero aquí tengo muy fácil recrear el momento porque lo tengo grabado en VHS.


Cura: Miguelito, acércate hijo mío.

Miguelito: Sí padre (imperceptible, aún no estaba junto al micrófono).

Cura: Miguelito, te haré unas preguntas: ¿Crees en Dios? Miguelito.

Miguelito: Miguel, padre, llámeme Miguel. Sí, padre, sí.

Cura: Miguelito, ¿cómo se llamó el hijo de Dios Nuestro Señor?

Miguelito: Jesús, padre, se llamaba Jesús. Llámeme a mi Miguel, padre.

Cura: Miguelito, ¿cómo y dónde murió Jesús?

Miguelito: Murió en Belén, padre. (Se oye a un exaltado reírse a carcajadas y gritar ¡sí, junto a la mula y el buey!).


En ese preciso momento el cabronazo que estaba filmando el futuro recordatorio se gusta marcándose un plano general de los presentes y se ve a unas doscientas personas reírse de mi ignorancia al respecto de la vida y muerte de Jesucristo. A mí nadie me avisó de que nos iban a hacer una especie de examen oral de teología. Habíamos ensayado putas canciones sobre celebrar la misa en domingo pero al cura no le pareció conveniente decirnos que nos iban a hacer preguntas sobre el Señor y el copón bendito. Mi contacto con la religión a esa edad se resumía a cuando en mi casa se montaba el Belén y yo jugaba con los camellos y el papel de plata. Sí, desde bien pequeñito. El realizador del maldito vídeo de la primera hostia que me dieron también decidió hacer un plano corto de mi cara y es perfectamente visible el segundo donde la vergüenza desemboca en la pérdida de mi fe en Dios y en todo Cristo viviente. Si una mirada fuera capaz de blasfemar un implacable: “me cago en vuestro Dios y en todos sus discípulos que sois vosotros”, ésa lo hacía.

Todos aquellos a los que les he puesto ese VHS coinciden en que esa escena pudo ser el ger­men que acabó provocando mi alergia social. Apuntan cargados de argumentos que quizás el convertirme en el hazmerreír del pueblo a tan temprana edad y durante mi primera y última comunión pudo causar algún tipo de trauma o influjo directo en el hecho de que me volviese tan callado, reservado y/o receloso de la Iglesia y mis paisanos. No lo creo. La verdad es que tengo que reconocer que hubo un hecho más sencillo y físico que fue más trascendental para que cerrase la boca de una maldita vez. 

Pocos meses después de mi documentada hostia consagrada, me encontraba jugando en el patio de la casa de mis abuelos. El recuerdo me dice que era un niño feliz, sin preocupaciones, totalmente libre, completamente inocente. Ni siquiera sabía lo que era un grito ahogado en desesperación cuando uno de ese corte perturbó mi paz. Un salvaje alarido que provenía de la cuadra me congeló de terror y me llenó de curiosidad. No pude evitar aso­marme a ver qué demonios estaba pasando allí y fui a descubrir que una de las vacas estaba de parto. Tan pronto vi que un ternerito surgía del interior de Rosalía, el miedo que sentía mutó en alegría. Salí corriendo en busca de mi abuelo, pregonando a los cuatro vientos que la vaca estaba pariendo cuando una condenada abeja se metió en mi boca y me picó en la mismísima punta de la lengua. Una abeja. No una maldita avispa. Una abeja. Un ser que muere al picar, un insecto indispensable para la vida humana que decidió poner fin a la suya propia para que dejase de gritar, que se sacrificó para no oírme berrear. 

Se rumorea que nunca aprendo pero esa lección se me quedó grabada a fuego. En boca cerrada no entran moscas, ni demás bichos. Estuve casi una semana sin poder decir esta boca es mía y varios días en los que mi lengua parecía directamente un retoño de alien. Precisamente en esos días una cadena de televisión que se vendía como “tu pantalla amiga” iba a estrenar una serie de éxito absoluto. Twin Peaks. Mi madre, al igual que media España, se enganchó sin remedio a aquello de ¿Quién mató a Laura Palmer? y no podía pasar sin su episodio semanal. Eso sí, cabe decir que a la buena mujer algo de ese programa le causaba muchísimo desasosiego y resquemor. No sé si sería la atmósfera, la música, la perturbadora psique lynchiana que ensombrecía aquella pequeña localidad ficticia al norte de Seattle, o quizás la combinación de todo ello, pero mi santa madre no podía ver su serie favorita a solas. Por fortuna, tenía un niño que apenas podía hablar, así que me sentaba a su lado y me ponía a ver aquel fabuloso programa. No acababa de comprender por qué los búhos no eran lo que parecían, ni siquiera por qué un elegante agente del FBI que devoraba tartas de cereza y bebía muchísimo café llamaba Diane a su grabadora. Aquel agente me caía genial porque me recordaba al protagonista de uno de mis cromos de Panini favoritos, el de José Luis Pé­rez Caminero como jugador del Real Valladolid. Bob y el Gigante desterraron a Espinete de mis sueños y se volvieron presencias aterradoras en las peores pesadillas de mi niñez. Fácilmente, la parálisis del sueño que me ha perseguido media vida empezó por aquella época. Sólo tengo palabras de agradecimiento hacia mi madre por descubrirme esos universos. A saber qué hubiera sido de mí sin Twin Peaks.

La infancia pasaba sin mayor complicación. 

Tendría yo los años que tenían los niños cuando estaban en 7° de EGB y no han repetido curso. En esos tiempos tomaba unas clases extraescolares de Informática. Treintaicinco ho­ras de MS-DOS y Windows 3.11 que me han sido de una utilidad exagerada. En dicha clase se decidió que el día de la clausura del curso íbamos a dar una fiesta. Se hizo un mocho para comprar ganchitos y refrescos en el que el profesor incluso colaboró con tres mil pesetas. Será que tengo cara de bueno, de tonto o de ambas que el profesor también me escogió a mí para guardar el dinero que íbamos a invertir en una diversión sin fin. Entre los once que seríamos tendríamos como siete mil pesetas de las que me quedé quinientas y con el resto traté de conseguir whisky, chocolate, maría y algo de farlopa, pero no hubo suerte. Tuvimos que conformarnos con gusanitos, pipas, refrescos de marca blanca y pepinillos en vinagre. Además faltaban mujeres, bueno, niñas. A ese curso sólo íbamos once mocitos y seríamos críos pero ya sabíamos que si allí no había chicas, no habría diversión. Conseguí que cuatro de las más populares del cole se interesasen por ir y ellas a su vez animaron a otras cuantas. De entre ellas había una que era lo más lindo que mis ojos habían visto a mis doce años de edad. A ella la invité de forma especial, remarcando que el sarao lo montaba yo, que tenía el bolsillo lleno y que íbamos a bailar. El caso es que a media tarde, a un par de horas vista para la fiesta y mientras inflaba globos, llegó a mis oídos que el que podríamos considerar mi mejor amigo también la había invitado y ella había aceptado. Me sentí fatal. Conocí el sabor de la traición y la desconfianza y no había comprado suficiente regaliz para superarlo. Cinco minutos después, ya repuesto, tracé mi sencilla pero eficaz venganza. Monté un escenario usando pupitres rotos y mantas rojas que había en el cuarto de material del recinto donde dábamos las clases. Fui colocando los pupitres de manera que aparentasen una consistencia que no tenían y aquello me quedó del carajo. Parecía un verdadero escenario levantado a metro y pico de altura. 

Comenzó la juerga y todo el mundo se sentía algo incómodo. Fácilmente, era la primera fiesta de todos los allí presentes y eso se notaba. Le dije a mi colega que se marcase un baile a lo Carlton Banks sobre el escenario y que subiese con él a la chica para romper el hielo y relajar el ambiente. Conforme subieron aquello reventó. Fue una auténtica sangría, él tuvo una fractura de tibia y peroné que hasta yo al ver el hueso era capaz de diagnosticar y ella acabó con una lesión de espalda. La fiesta acabó cuando llegó la primera ambulancia que recuerdo ver en mi vida.


El resto de la infancia pasó sin mayor complicación.






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