Este texto es un fragmento de

Ponte en mi lugar

Teresa Yusta

La primera bofetada en público






La primera bofetada en público, quién me lo iba a decir. ¿Qué había pasado por mi cabeza para que hasta ese instante yo diera por asegurado que nunca se atrevería a pegarme delante de otras personas? A quien lea este texto puedo asegurarle que hasta esa bofetada, con testigos, yo siempre tuve la sensación de «estar a salvo».


Guardaba las apariencias, él también. Como si hubiéramos pactado un silencio que ayuda a aparentar una relación como pareja y como padres que había dejado de ser normal mucho tiempo atrás.


Recuerdo el día de esa bofetada. El revés de su mano derecha, pues con la izquierda sostenía el volante de nuestro coche; una bofetada que me paralizó la cara y me movió los dientes, una bofetada que aún hoy hace que se me salten las lágrimas.


El día había sido complicado: un familiar de Manuel estaba en una residencia de ancianos, había enfermado y teníamos que visitarlo. Era fin de semana, de los últimos del verano pero con una temperatura muy agradable. Nuestros dos hijos, Marina y Daniel, se habían levantado tarde; aún no habían entrado en la adolescencia y los fines de semana eran tranquilos, salvo por las prisas y los cambios de humor constantes de su padre. En ocasiones tenía la sensación de que Manuel —que ya pasaba de los cuarenta— actuaba como un  crío mimado. Y ese día fue precisamente así.


Los niños y yo nos levantamos con la intención de ir a la playa, de aprovechar el domingo, pero Manuel nos ordenó que lo acompañásemos a la residencia para visitar a su tía Isabel. Los tres pusimos mala cara, nos miramos entre nosotros y  le pedimos que fuera solo, al fin y al cabo —aunque era su tía— precisamente él no le prestaba atención cuando la visitábamos en grupo. Todo los contrario: debido a la ubicación del centro de mayores —muy cerca del mar y rodeada de jardines— Manuel solía incluso bañarse o pasear mientras sus hijos y yo ayudábamos a Isabel a escoger su ropa, buscar un libro o simplemente estábamos sentados con ella en uno de los bancos del jardín. Ese era el plan, aburrido para dos niños inquietos de siete y ocho años.


Además Marina era —y lo sigue siendo— una persona muy directa y tremendamente sincera con sus comentarios: «Papá, —le dijo— tú vas, pero no haces caso a la tía. Daniel y yo nos aburrimos. Es un sitio que no nos gusta, huele mal», recuerdo muy bien sus palabras. Siempre valientes


Yo escuchaba a Marina mientras recogía las tazas del desayuno e imaginaba con temor la reacción de Manuel ante la espontaneidad de su hija mayor.  Ahora que lo pienso, su conducta con Marina era muy distinta a la que tenía con Daniel. Daniel callaba, y esperaba que su hermana hablara por los dos e incluso, como en este caso, por los tres. Manuel —en un principio— se echó a reír con fuertes carcajadas hasta tocar la cara de Marina con la suya. Ella cerró los ojos y su padre aprovechó el momento para recordarle una vez más que era muy desagradecida con su tía abuela Isabel.


La verdad es que nuestra relación con la anciana no era muy intensa, pero los padres de Manuel habían fallecido antes de nuestro matrimonio y ella les sustituía de alguna manera. Por esta razón nos exigió a los tres que nos comportásemos como una feliz familia en presencia de Isabel. Me insistió en que si algo iba mal la culpa sería mía, como siempre.


Yo era la encargada de escenificar que éramos una familia ejemplar. Teníamos dos hijos sanos, algo de dinero ahorrado, una casa en propiedad y dos sueldos decentes. A su juicio, no tenía ninguna razón para quejarme.


El caso es que Manuel consiguió lo que se proponía, pues después de sus carcajadas y sus gritos amenazantes logró que la Marina se sintiera culpable y triste. Por su parte, Daniel quería salir de casa, viajar en coche lo hacía feliz. Siempre he tenido la sensación de que mi hijo soñaba despierto en cuanto se acomodaba en su asiento. Se evadía, miraba por la ventanilla y parecía escapar de los malos ratos que vivía en casa, de las discusiones entre su padre y yo, de mis lloros, de mi profunda tristeza, de mis ojeras.


Manuel impuso su palabra y «decidimos» visitar a Isabel. Por mi parte, lo de siempre: supervisar a los niños, dejar la casa recogida y pedir para que el viaje que íbamos a hacer fuera tranquilo. Teníamos más de una hora de camino por delante y tuve que convencerme de que habría tiempo para pasarlo bien. Siempre tenía que imaginar —al menos— que existía esa posibilidad.


Los cuatro ocupamos nuestros asientos sin mediar palabra. Manuel conducía. Yo estaba a su derecha, en silencio con mis pensamientos. Esta situación se había convertido en rutina cuando utilizábamos su coche. Yo temía el ritual de estos viajes porque me sentía atrapada. Tenía el tiempo suficiente para percibir la incomodidad de mi marido, que parecía obligado a cumplir socialmente las obligaciones de padre y ejecutivo aunque no ejerciera ninguna de ellas con alegría.


En esos ratos de reflexión, mirando en silencio la carretera, estaba convencida de que él sólo era feliz cuando provocaba en mí inseguridad y dolor, porque en una ocasión lo miré a los ojos buscando clemencia y descubrí  cierto placer que me dejó helada. En esos momentos me daba la sensación de que yo me marchitaba y él rejuvenecía.


En esas ideas estaba enfrascada durante el trayecto. Lo miraba de soslayo y sentía pena, repulsa, miedo e incluso curiosidad por saber qué pasaba por su cabeza. Esa situación me agotaba, me provocaba nauseas… tal y como lo hace ahora que la recuerdo.


Estaba nervioso, por eso no me sorprendió cuando le oí decir: «Olivia, ¿por qué te has puesto ese pantalón? Estás horrible... ¿No tienes espejos en casa? ¿Es nuevo?, ¿cuánto te ha costado? ¡No sé quién te ha dicho que te queda bien!


Yo no contesté. Vi una leve sonrisa en su cara. Manuel solía torcer el labio hacia la derecha cuando tenía la certeza de que había dado en la diana. Pero nuestra hija Marina fue rápida: «Mamá está guapa siempre, porque es guapa. Y tú eres feo y lo serás». Me reí hacia dentro, con cuidado. Él giró la cabeza para ver mi cara que miraba al frente, a la carretera ya. Luego Manuel se volvió hacia su hija, rio insultante y añadió sin dejar de mirarla: «eres una cabrona». Daniel no dijo nada.


Durante el resto del trayecto, Manuel nos ignoró a los tres. Yo intentaba descubrir las razones de su afán por aparentar que todo nos iba bien cuando era un verdadero desastre. Transcurridos los años, un médico forense me explicó las bases de la extraña conducta de mi marido. Por esta razón y por mi experiencia, actualmente soy capaz de detectar a lo lejos la tristeza de una mujer sometida. Lleva una soga transparente alrededor de su cuello, una soga que tensa su caminar de una manera especial. Se me encoje el estómago cuando lo escribo y no quiero llorar, pero esa forma de poner un pie en la calle y luego el otro —con la soga invisible al cuello— conlleva un esfuerzo de equilibrio físico y mental que nos agota y enferma. Disimulamos, o al menos lo intentamos, porque estamos convencidas de que debemos protegernos, asegurarnos de «que nadie se entere, que nadie nos pregunte qué nos ocurre, porque será peor».


Aquellos pensamientos me acompañaban mientras llegábamos al destino. El día estaba espléndido. Nos costó aparcar porque había muchos bañistas. De inmediato Manuel nos reprochó que tenía calor y que había conducido con muchos tramos de retención en carretera. Así fue acumulando excusas para llegar a donde le interesaba; después abrió el maletero, donde había metido su bolsa de deporte, sacó su bañador, se cambió y nos ordenó que nos adelantáramos hacia la recepción de la residencia: «Ahora voy yo», esa era su frase favorita para decir que ya iría cuando le apeteciera. Una fórmula con la que se excusaba de muchas de sus obligaciones. Vimos cómo bajaba a la playa, sin mirar hacia atrás y sin esperar oposición por nuestra parte. No la tuvo, desde luego.


Era mediodía, pasadas las doce. Daniel se enfadó conmigo porque no le había metido su bañador, pues quería ir con su padre, al que idolatraba por aquel entonces. La reacción de Marina fue bien distinta, me dio la mano y me dijo que no me preocupara: «Los chicos son tontos», algo que repetía más a menudo de lo que yo quisiera oír. Para mi hija  había dos bandos en casa: chicos y chicas, y aunque no era una realidad lo cierto es que ella lo sentía así. A mí eso me preocupaba.


Le sonreí a Marina, me acerqué a Daniel y les propuse comer los bocadillos que habíamos preparado en casa. Tomaríamos un helado más tarde. Se animaron. Jugamos a las palabras encadenadas mientras comíamos. Por un momento me olvidé de por qué habíamos salido de casa. Lo más importante para mí era que estaba sentada allí, bajo la sombra de un árbol con mis dos hijos, riendo…


Compramos los helados y me entró un cosquilleo en el estómago. Tenía miedo, «le has desobedecido —pensaba— hace una hora teníamos que haber entrado en la recepción de la residencia».


Pero al mismo tiempo recordaba su «Ahora voy yo». Hoy hubiera actuado de otra manera, pero hace doce años yo obedecía órdenes y acataba deseos, y consecuentemente ese día actué bajo el mandato de que debíamos acercarnos a la residencia y asumir que Manuel  iría cuando desease.


Los tres entramos en el edificio y preguntamos por la tía Isabel, que aún estaba en su habitación. Había comido y descansaba. Subimos a buscarla. Al vernos apenas nos prestó atención, preguntó por su sobrino y mentí. Le dije que estaba cansado, que había ido a estirar las piernas y que vendría pronto. Siempre le excusaba, pues estaba programada para hacerlo: era mi obligación guardar  las apariencias.


Pero Manuel no llegó tan rápido como creíamos. Transcurrió una hora más. Regresó oliendo a mar, con el pelo mojado y me dijo al oído que había tías muy buenas en la playa. «Tengo que venir más por aquí», sentenció. Yo me entristecí aún más, «el pantalón te queda horrible, estás fea, hay tías buenas en la playa», recordé. Y pensé «¿por qué sigues conmigo…?», pero aún no era capaz de plantearme la pregunta que lo cambia todo: «¿por qué sigo yo contigo?».


Manuel besó a su tía. Ella lo mimaba con la mirada porque él era su único sobrino, o al menos el que más cerca tenía. No sólo le perdonó que hubiera llegado tarde, sino que lo alentó a que se cuidara más: una mujer y dos hijos cansan mucho. La tía Isabel fue maestra franquista, maestra y soltera, muy religiosa. Para ella su sobrino era casi un héroe. El pobre cargaba con toda la familia… Yo trabajaba también fuera de casa, pero la tía Isabel parecía siempre olvidarlo.


Tras el saludo comenzó un paseo más íntimo entre ellos, que se pusieron al día y nos ignoraron. De vez en cuando Daniel demandaba la atención de su padre, pero ante las negativas decidió sumarse a nosotras que, como por inercia, nos fuimos alejando de los jardines de la residencia para respirar de nuevo el aire que venía desde el mar y contemplar el atardecer. Manuel no nos echó de menos, le interesaba que nos alejásemos, el dinero de su tía, su legado, su bienestar económico, su, su…


Al cabo de unas dos horas volvimos para reencontrar a tía y sobrino ya dentro del edificio y en agradable charla con otros ancianos. Mi marido se mostraba relajado, se había asegurado de nuevo los comentarios sobre su condición de sobrino predilecto y ejemplar padre de familia.  


Marina y Daniel tenían hambre y propuse que fuéramos los cinco a cenar o que regresáramos a casa porque a buen seguro nos íbamos a encontrar con mucho tráfico en el camino. Manuel se volvió hacia mí y, delante de su tía, me increpó diciéndome si me sobraba el dinero para ir a cenar fuera de casa. Yo tenía mi propio sueldo. Me dio vergüenza, pero no contesté nada. Entonces, con una gran sonrisa, nos dijo que en el coche aún estaba el bocadillo que le había preparado yo; no lo había tocado porque tras su baño en la playa había comido un plato combinado. Él podía, para él siempre había dinero… Para nosotros no. Ahora que lo pienso, además yo había interiorizado que así debía ser.


Poco a poco y por mi incorporación a tiempo completo en mi trabajo las cosas iban a cambiar, pero ese día yo no contaba con esa información y aún me costaba mirar de frente a la vida. Podría decirse que por aquel entonces mantenía los ojos entreabiertos.


Marina y Daniel se enfadaron mucho: «Has comido en un restaurante, ¿por qué nosotros no podemos?». Pero su padre reía, y disgustada tuve que oír de boca de su tía que yo tendría que cambiar la expresión de mi cara, que no tomara en serio los comentarios de su sobrino y que me diera cuenta de que «es un bromista este Manuel, ya lo era de niño. Siempre con bromas».


«¿Bromas?», pensé. Callamos los niños y yo porque en ese momento pasaron cerca de nosotros varios residentes y cuidadoras del asilo. Los altavoces dieron un aviso desde el comedor, eran las ocho de la noche y debían acudir a cenar. Acompañamos a Isabel hasta la puerta y nos despedimos.


Hacía frío, yo tenía frío, estaba muy nerviosa, quería ir a casa porque me quedaba por preparar la comida para el día siguiente. Mi horario en la oficina comenzaba a las seis de la mañana y Manuel nunca me ayudaba en los trabajos de la casa ni en la educación de sus dos hijos. Yo siempre estaba sola.


Llegamos al aparcamiento y él decretó que iba a bañarse en la playa otra vez. Pensé que era el colmo: sentíamos frío y hambre, y aún teníamos por delante un trayecto de más de una en coche, pero él quería coger unas olas. No nos lo podíamos creer. Entramos en su coche y localizamos el bocadillo que quedaba por comer. Lo repartimos y esperamos.


Llegó Manuel al cabo de una media hora y se rio de nuestras caras de aburrimiento. Marina aprovechó la ocasión para advertirle: «Nos hemos comido tu bocadillo». Él me miró y me preguntó: «¿Los tres?», le contesté que sí. Le pedí que se vistiera rápido, pues era tarde. Entonces reaccionó saliendo del coche y dirigiéndose a uno de los bares. Regresó con un paquete gigante de patatas fritas, los niños me miraron, yo levemente moví la cabeza haciéndoles entender que no debían pedirle patatas. Manuel —arrogante— abrió la bolsa, comenzó a comer, arrancó el coche y no les ofreció nada a sus hijos. Callados, los dos se pusieron el cinturón de seguridad. Poco a poco terminaba un domingo más.


Cuando iniciamos la marcha, en ese instante yo sentí el cosquilleo — mezcla de nervio y miedo— que comenzaba en mi estómago y culminaba en un  tremendo dolor de cabeza. No era la primera vez que lo sentía: un dolor intenso que se alargaba durante horas y que llegó a multiplicarse por muchos años de mi matrimonio. Este malestar era la consecuencia de nuestras tremendas discusiones y disgustos, pues me causaba migrañas y jaquecas que me bloqueaban. Tan sólo quería cerrar los ojos, pero ese día no podía. Intenté distraerme, olvidarme del dolor y permanecer atenta al movimiento de los coches que nos rodeaban.


Manuel seguía comiendo patatas fritas. Masticaba con la boca entreabierta, molestaba, adrede. Yo me preguntaba cómo un hombre de negocios, con reuniones diarias con sus colaboradores y viajes internacionales pagados con Visa Oro podía comportarse de manera tan cruel con sus hijos.


Y entonces ocurrió. Manuel tenía la habilidad de escoger la modalidad idónea para hacerme sentir mal, para castigarme. Era un hombre muy inteligente y una vez más acertó de lleno: abrió mi ventanilla y subió el volumen de la música de manera exagerada. Le pedí —siempre por favor y con mi leve chorro de voz, debido a la fuerte jaqueca, que cerrara la ventanilla: «Tengo frío, no me encuentro bien», le expliqué. «Y yo calor», me contestó, «te estás haciendo vieja», añadió.


Al mismo tiempo, él subió aún más la música en la radio del coche, que con la ventanilla bajada se oía por toda la calle. Paramos en el último semáforo antes de incorporarnos a la autovía, un conductor situado a mi derecha nos observó. Era un hombre joven, iba solo, primero miró a los niños y luego a nosotros dos. Estaba muy serio, supongo que incómodo, porque el volumen de nuestra música también invadía su espacio. En cuanto el semáforo se abrió, el conductor aceleró y le perdimos de vista. En ese momento yo toqué el volumen de la radio con la intención de bajar la música. Y ocurrió.


Manuel soltó el paquete de patatas fritas y agarró el volante con la mano izquierda para golpearme en la cara con la derecha. Lo hizo con el reverso de la mano y los nudillos se me clavaron. Fueron segundos rápidos; su mano voló, tomó impulso y sentí el dolor. Un golpe tremendo en la cara y en el alma.


Me miró con crueldad. «No vuelvas a tocar la música —chilló—, me tenéis harto los tres». Yo lo miré y no contesté, pero entonces se produjo una situación cuyo recuerdo me acompañará hasta que me muera: en el instante en que Manuel golpeó mi cara, Marina y Daniel se soltaron a la vez de sus cinturones de seguridad y cada uno posó sus manitas en mis hombros. Daniel en el izquierdo y Marina en el derecho. Al tiempo Marina le dijo  a su padre: «Lo que acabas de hacer no tiene remedio». Una frase a la que él no contestó. Se limitó  a bajar el volumen de la música y cerró la ventanilla.


Me volví hacia Marina y Daniel, sintiendo cómo se me hinchaba la cara y sopesando qué diría al día siguiente en la oficina en caso de que tuviese señal del golpe. Sonreí a mis hijos con mucha tristeza en los ojos y con toda la  serenidad  que pude les recordé que se abrocharan el cinturón. Debo confesar que en el trayecto hubo momentos en los que pensé en abrir la puerta del coche y tirarme en marcha. Pero… ¿Y mis hijos? No podía, eran mi vida.


Me puse la mano izquierda sobre la piel enrojecida, pidiendo que no se inflamara la cara. La hora de viaje transcurrió en absoluto silencio. Todavía hoy no dejo de preguntarme qué pensamientos pasaron ese día por la cabecita de mis pequeños. Sí me acuerdo de que yo daba vueltas una y otra vez a la afirmación tan valiente de mi hijita, una frase que decía «basta», una puerta que me alentaba a dar el paso hacia el cambio. En esos momentos me prometí que le retiraría la palabra a Manuel hasta que me pidiera perdón, algo que  nunca hizo, pero aún ni me planteé interponer una denuncia por maltrato.


Llegamos a casa. Con mucho silencio cenamos los niños y yo. Se durmieron pronto y yo me puse a hacer las tareas pendientes. Mi marido veía la televisión. Al poco yo me acosté en la cama de matrimonio.


¿En qué pensaba? Ahora me pregunto por qué no elegí dormir en otro lugar de la casa. Pude hacerlo y no lo hice.


Manuel se echó más tarde, me preguntó si había puesto el despertador, le contesté que sí. El mío, pero no el suyo... Y digo «no el suyo» porque yo tenía la obligación de supervisar su despertador, la hora concreta a la que debía sonar dependiendo de si tenía que ir a la oficina, tomar un avión o cualquier otra circunstancia. Ahora pienso que mi comportamiento era ridículo y me cuestiono en qué punto me convertí en un objeto más de su ajuar.


Pero esa noche no reflexionaba como ahora. Había tomado un calmante para el dolor de cabeza y me estaba quedando dormida, así que me limité a tenderme en el lado opuesto de la cama, casi con medio cuerpo fuera para que no me tocase.


No activé la alarma de su reloj, esa vez sin sentimiento de culpa porque, al fin y al cabo, él  no me había pedido perdón por su bofetada; una bofetada que por primera vez me propinaba en público y además delante de sus hijos.


El resultado fue que a la mañana siguiente sonó la sintonía de mi despertador pero no la de Manuel, que debía haberse levantado antes que yo. Al oír mi reloj saltó de la cama y se incorporó como una fiera, chillando y llamándome inútil porque por mi culpa iba a llegar tarde a una reunión de trabajo muy importante, tras lo cual me lanzó sus zapatillas a la cara.


Eran las seis de la mañana de un lunes. Nuestros hijos irían a clase llevando en su memoria nuestros gritos y sus insultos. «Quiero el divorcio, no vales para nada, eres una inútil», dijo. Me agarró fuertemente los brazos, me zarandeó y me empujó hacia la pared. La cara ya no me dolía.


En esos momentos eran sus gritos los que me preocupaban. «Búscate un abogado, quiero el divorcio». Y yo pensé: no lo dice en serio, pero a la vez recordaba sus vejaciones. Es mi momento —me dije a mí misma— lo haré. Pediré el divorcio.


Pobre de mí, no fue tan fácil. Tardé en lograrlo doce largos y tormentosos años.







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