Introducción
Si tienes o has tenido la fortuna de tener en tu entorno cercano a otros bebés de la misma edad con los que referenciar a tu propio hijo, te habrás dado cuenta de lo estresante que puede ser esa absurda comparativa a la que suelen estar sometidos: las horas que duermen, la cantidad de leche que toman, los minutos que pasan al pecho, cuándo comienzan a despuntarle los dientes, a decir las primeras palabras, a gatear o a caminar. En la mayoría de las ocasiones, y siempre hablando de desarrollos normales, estas comparativas no llevan a ninguna parte más que a generar competitividad; un intento por averiguar qué niño es mejor y una ansiedad, de leve a intensa, en los padres, según cómo de novatos sean, entre otras cosas. Una diferencia de dos meses en los primeros pasos, en el primer diente o en la primera palabra no determina si la criatura va a ser arquitecto o no, pero desde esos primeros meses de vida parece que ya algunos padres se desviven por ver destacar a su vástago, como si eso fuera a garantizar el éxito del niño en la vida adulta.
Es frecuente empujar a que los niños sean competitivos desde muy pequeños. Ya desde la etapa de educación infantil se respira la competitividad con la que ciertos padres viven la escolarización de sus hijos. Cuando quieren que su hijo sea el mejor, se implican hasta la médula, y muchas veces se sienten decepcionados con el niño que a esa edad aún no ha desarrollado la vena competitiva. Se nota en las manualidades realizadas en casa que es evidente que no han hecho los críos, en los partidos de fútbol que se viven como la final de la Champions. Así, cuando llega el final de la etapa de infantil, antes de que pasen a la Primaria, en algunos casos entran unas prisas locas para que el niño sepa leer, lo que nos lleva de nuevo a comparar a los pequeños para ver quién es capaz y quién no.
Hace algo más de una década, además del famoso Duérmete niño del doctor Estivill, era popular un libro titulado Cómo enseñar a leer a su bebé, del fisioterapeuta Glenn Doman. A mí a punto estuvo de convencerme de que los niños podían aprender a leer desde bebés, y que sólo era una cuestión de dedicarle tiempo. Casi me imponía la responsabilidad de hacerlo para no desperdiciar las capacidades innatas de mi hija, porque, como decía la contraportada del libro, «los niños son muchísimo más inteligentes de lo que sospechamos». Gracias o por culpa de este tipo de libros los padres nos agobiamos y nos hacemos ideas sobre la educación que a veces chocan de frente con lo que nos encontramos en la realidad.
No llevé a la práctica el método de Doman. Esperé a que Noa aprendiera a leer en el colegio. Creo que casi todos los padres de mi edad asumimos que los niños tienen que leer a los cuatro o cinco años, porque tradicionalmente se ha hecho así, porque nosotros aprendimos a esa edad, porque parece que más tarde es demasiado tarde. Muchos niños leen antes de pasar a Primaria, pero otros muchos no, bien porque nadie les enseña, o bien porque, aunque en el colegio o en casa lo intenten, simplemente el niño no es aún suficientemente maduro para leer. Mi descubrimiento a lo largo de los años ha sido precisamente ese, saber que en otros países europeos no se introduce la lectura hasta más tarde, hasta los seis o siete años. A esa edad aprenden más rápido porque sus cerebros están definitivamente preparados para la aventura de la lectura.
Muchos maestros y maestras de infantil han pasado por cambios de leyes en los que en un año se no se exigía que se enseñara a los niños a leer en esa etapa educativa y al siguiente a ser obligatorio por ley. Como si dependiera del propio maestro que el cerebro del niño esté listo para dar ese paso. Recuerdo a una maestra tratando de defenderse ante algunos padres, que la acusaban de que sus hijos no habían recibido clases para aprender a leer, lo que les hacía estar por detrás de otros niños, el hijo del vecino, o el de un amigo, que ya leían con la misma edad. La maestra trataba de explicarnos a los padres que no teníamos que preocuparnos, que leer es como caminar, y cada niño sigue un proceso madurativo, y todos leen a los 6 o 7 años, pero a los 5 no todos lo consiguen. Algunos padres desconfiaron, se enfadaron y como último recurso a la maestra solo le quedó decir que la ley no la obligaba a enseñar a leer.