Este texto es un fragmento de

Sanguijuela

Javier Alemán

Vomité mis entrañas la segunda noche. Lo defino como “mis entrañas” porque no sabría decir qué fue exactamente lo que salió por mi boca, acompañado de un dolor que podría matar a quien lo experimentase. Una masa sanguinolenta y negruzca, aún palpitante, que iba ascendiendo por mi esófago como anunciando la rendición de mi cuerpo. Una gigantesca uva pasa mutante, que me costó casi una hora deglutir. Destrozado por el dolor sólo podía venirme a la cabeza la madre pájaro que va abriendo la boca y derramando su comida ingerida sobre unos hijos torpes.

“Querido suelo, aquí tienes tu comida.”

Terminada la faena no pude más que quedarme un rato intentando entender qué era lo que había ahí. Mi habitación escasa en la residencia de estudiantes parecía no ir a juego con el decorado. Uno podría imaginar una mansión victoriana cubierta de bruma, un castillo en los Cárpatos permanentemente asolado por los rayos y la lluvia… Pero no un cuchitril estúpido con una mesita, una camita y un bañito. Si el nacimiento normalmente marca cómo se desarrollará la vida, ¿cómo será ahora que he terminado de convertirme en esta cosa en un cubículo de cien euros al mes?

Rezando para perder súbitamente el sentido del olfato, me abalancé sobre el ovillo de mantas y sábanas en el que había tratado de empapar los residuos del primer día. Esto, comparado con la noche inicial de la transformación, había sido un juego de niños. Los retortijones, el hormigueo doloroso en el estómago y la sensación de que iba a reventar por dentro… Más de tres horas tardé en despojarme de la primera parte de las entrañas que huía de mí, y no la eché precisamente por la boca. De nuevo las arrojé al suelo, como hiciera la noche anterior, rogando que contuvieran aquella cosa horrible que había salido de mí.

De todo esto me habían avisado. Qué sencillo había sido imaginarlo: “Las primeras noches evacuarás todo lo que no te haga falta en tu nueva vida”. Me hizo gracia el término “evacuarás”. Podía verme sentado en el retrete del baño diminuto de mi habitación, un monzón precipitándose sobre las tuberías de la residencia. Convertirse en vampiro acabaría siendo, en mi mente, como cuando un actor en una comedia de mierda tomaba demasiado laxante.

El ovillo de mantas iba absorbiendo la peste y la náusea que había derramado, pero estaba claro que no podía llevarse todo. Con suavidad abrí la puerta, mareado y hambriento. Volvía a venirme a la cabeza la imagen del castillo de los Cárpatos. No he leído Drácula, pero estoy convencido de que el conde no debía recoger ni limpiar su casa, que tendría alguien para eso. Anduve por el pasillo a oscuras, ahora sorprendido por cómo había cambiado el significado del término: podía ver con facilidad, hasta los números de las puertas de mis compañeros. Bajé una planta y otra más, hacia el sótano donde se guardaban los útiles de limpieza. Ya me había colado aquí unos meses antes en busca de unas sábanas de recambio. Fue por una ocasión mucho más alegre. Aunque debería estar cerrado con llave, los gestores de la residencia no eran idiotas y sabían que, con cierto control, era mejor dejar esa puerta abierta.

Dentro olía a productos químicos, a amoniaco, lejía y otra cosa que no sabría diferenciar. La fragancia más profunda que había olido en mi vida. La vez anterior me conformé con tantear, pero ahora podía ver las sábanas blancas dobladas, las fregonas y escobas apiladas en una esquina, la estantería metálica llena de botes de limpieza de marca blanca… Agarré una fregona, un fregasuelos, un cubo azul oscuro (sí, pude diferenciar el color) y otro juego de sábanas.

De vuelta en la habitación el hedor era sorprendente, pero no insoportable. Podía empaparme la nariz con él y no pensar de nuevo en vomitar. Eso se había acabado. Envolví el pegote casi seco que era parte tela y parte mi antiguo yo en las nuevas sábanas, con cuidado de que nada se desparramase. Dibujé una mueca de asco en mi cara al dejarlo todo en el baño, pero era más instinto que otra cosa. Fregué con cariño mis restos, tres veces hasta conseguir que el olor se evaporase y fuera sustituido por un pino industrial que jamás quiso oler a pino de verdad.

Me escabullí hacia la calle por las escalerillas de emergencia que salen desde la terraza. Era mucho más fácil hacerlo así que andar dando explicaciones a la conserje (que en otra vida debió ser inquisidora) sobre por qué llevaba un montón de sábanas de color ocre y peste a ultratumba. Bajé por las escalerillas, sí, y debían de ser las cuatro de la mañana, porque a esa hora es absolutamente imposible, por muy ciudad universitaria que sea esto, que haya gente en la calle ya. Mi primera tentación fue arrojar al contenedor de la basura mis restos, sin ceremonia de despedida ni nada que se le pudiera parecer. Y fue lo que hice, pero no en el contenedor de al lado de la residencia. En cierta manera había cometido una especie de crimen extraño, y si arrojaba las pruebas cerca de donde residía me pillarían antes. No, aproveché el abrigo de la noche para recorrer las calles abandonadas de La Laguna durante más de diez minutos. Habían cambiado por completo, y se me haría imposible enumerar la cantidad inmensa de detalles que ahora era capaz de percibir. Medio mareado avancé con miedo a ser descubierto, hasta llegar a la zona del mercado central.

Lo hice sin pensar, pero guardaba toda la lógica del mundo. Mi nuevo y afilado instinto había llegado antes a la conclusión que estaba llegando yo mientras abría uno de los contenedores: esto apesta siempre, con un tufo terrible que servirá para esconder cualquier fragancia sospechosa. La última vez que pasé por aquí, apenas un mes antes de esto, el aroma del lugar me había atizado con tanta fuerza como para atontarme, y ahora era yo el que contribuiría a mantener la leyenda del lugar.

Arrojé las mantas, las sábanas, lo que quedaba de quien era hasta hace dos noches. Me vino a la mente la imagen del cura bendiciendo la mesa, pero sólo pude musitar un leve “adiós”. No sé si estaba triste, si lo que sentía ahora era nostalgia o si por fin entendía que todo había cambiado para siempre. Cabizbajo, regresé a la residencia, tratando de esquivar los nuevos estímulos que querían atropellarme.

De un salto sorprendente subí hacia las escalerillas otra vez. Algo dentro de mí me gritaba que la mañana (y con ella el sol) se acercaba, y que más me valdría estar bien escondido de la luz. Corrí con un inusual sigilo por el pasillo hacia la habitación, derramé el contenido del cubo en el retrete, di una nueva fregada rápida y volví a echarlo. Cargué con prisa con el cubo, el fregasuelos y la fregona. Dejé todo en el cuarto de la limpieza y me llevé otras sábanas más y la manta más grande que encontré. Nunca en mi vida me había sentido tan cansado como en el regreso a la habitación. Cerré la puerta y eché el fechillo, y algo rápido y escurridizo dentro de mí me hizo estampar la mesita contra la puerta. Hice la cama (vieja y estúpida manía) y me eché, tapándome de pies a cabeza con la manta mientras agradecía no tener ventana.

Siempre me había costado horrores dormirme, pero no esta vez. El sueño llegó como una losa, una oscuridad infinita y aplastante sobre mi pecho que daba la bienvenida al día.

Jimena difuminada. La niña del colegio de la que me enamoré perdidamente cuando aún me gustaban las chicas. Jimena borrosa desapareciendo entre las nieblas del sueño. Su carita redonda y blanca, un destello entre la bruma y los árboles que marcan los límites de la pesadilla. Jimena que grita cuando me acerco a ella con cautela. Viste uniforme escolar, un polo blanco amarillento de tantos lavados y una falda escocesa a cuadros, que tanto daño nos hizo a ambos bandos cuando éramos adolescentes.

Golpes en la puerta. Pum, pum, pum. Un grito preguntó cuándo pensaba levantarme. Musité un “tengo resaca y hoy no hay clase” y pude escuchar un suspiro bajísimo a través de la puerta. El sol, afuera, seguía hundiendo mi cuerpo contra la cama.

La coleta danzarina de Jimena ondeando mientras corre. Mis manos que no son manos, doblándose de forma extraña y crujiendo. Insectos zumbando a mi alrededor porque ellos también quieren su parte. Jimena difuminada que va tomando forma cuando la alcanzo. Una voz ronca que no es la mía asciende por mi laringe: “Túmbate”. Y Jimena se tumba en medio de la grava en medio de la nada. Mi cuerpo sin dueño se arrodilla frente a ella y mis ojos la contemplan. Sus ojos son castaños como el otoño. La sanguijuela se precipita sobre sus piernecitas y asciende hasta su abdomen. Manos extrañas arrancan la tela de su blusa para que podamos comer. El bicho asqueroso, negro brillante y oleaginoso entierra una boca llena de colmillos en su ombligo y se hincha más y más, enrojeciéndose. Primero parece un enorme chorizo palpitante, pero sigue creciendo, inflándose hasta que es del mismo tamaño que Jimena y la traga entera con un doloroso sorbido. Como la serpiente que se come al elefante en “El Principito”.

Desperté.

Y claro, en mi boca vivía aún el olor hediondo de mis restos, pero también el sabor del hierro, de los columpios del parque en invierno. La noche había debido llegar, porque ya tenía claro que desde el cambio sólo saldré con ella. No me hacía falta, pero me abalancé sobre la ducha para una pasada rápida. Cientos de miles de millones de gárgaras con la esperanza de que el proceso hubiera terminado. El agua rojiza se filtró por el desagüe del plato de ducha cada vez que escupía, hasta que por fin conseguí que fuera cristalina. A pesar de que mi estómago no volvería a rugir, sabía que lo que sentía ahora era hambre.

Aparté la mesita de la puerta tras vestirme. En mi teléfono marcaban las siete de la tarde, y agradecí que fuera invierno para tener tanto tiempo. ¿Seguiría despertando siempre a la misma hora, o mi sueño se convertiría en algo estacional, con picos de hibernación en el junio de días interminables? Me quedaban más de seis meses para saberlo y no estaba para pensar.

En la calle, ya fuera de la residencia, hacía frío. Cuando llegué a Tenerife descubrí rápidamente que el mito de la eterna primavera era una falacia turística. Uno de mis compañeros de clase solía bromear con que cada zona tenía un clima distinto, y no se alejaba de la realidad. Y aquí, en La Laguna, todo era humedad y baja temperatura, salvo cuando era humedad y calor asfixiante. Un plus de la nocturnidad sería no tener que volver a soportar ese sol pegajoso, los días de sudor eterno.

¿Dónde encontrar gente un lunes por la noche? Vagué por cafeterías, aún en plena ebullición de estudiantes. Me uní a conversaciones con caras desconocidas, esforzándome para aún sentir algo de interés por ellas. También fui advertido contra esta sensación: “Tendrás que esforzarte para no quedarte vacío. Aprender a sentir de nuevo.” Ahora las caras perdían detalle pero ganaban definición. Los rasgos eran irrelevantes, las venas y arterias, destellos.

Fui agotando las horas sin saber muy bien lo que hacer, asustado de dar el primer paso. Había supuesto que sería mucho más fácil: ligar con cualquier chico dispuesto y soltar la correa del depredador. Primero probé en las cafeterías, donde no conseguí nada. Luego en un pub de ambiente que abría entre semana, en el que ya había estado. Nada tampoco. Había olvidado que una de las cosas que me llevaron a esto fue que yo había sido el seducido y no el seductor; que nunca había tenido idea de cómo hacer para acabar teniendo un encontronazo de una noche.

En mi rato en el pub hice de todo. Bailé y me insinué torpemente con un chico enorme, una torre pelirroja. Cometí la estupidez de pedirme un cubata y tras una horrible ordalía de casi media hora sosteniéndolo en lo que me quedara de tripas tuve que correr al baño a vomitarlo. Volví a empezar con otro chaval que me sonaba vagamente, con el que llegué a besarme hasta que le mordí, creo que sin querer, la lengua. Huyó. Nada de nada.

Llegó la hora del cierre y volví a la calle, desesperado. Mi primera noche tras completar la transformación, por fin como criatura maravillosa, como ese “dios oscuro” que me habían prometido ser, se saldaba con el más absoluto fracaso. ¿Y qué hacer a partir de las dos, de las tres de la mañana en las que nada puede pasar?
Vagué un rato de vuelta hacia la residencia por la avenida principal, que contiene la extensa vía del tranvía. Tres noches desde el cambio, y todavía me faltaban cuatro más para que el teléfono sonara y mi “padre” (o lo que fuera) volviera a hablar conmigo. Tenía que demostrarle que era capaz de sobrellevar con un mínimo de dignidad esta primera semana, sin descubrirme, sin dejar rastro y sin provocar un incidente. Mi cabeza se iba embotando y notaba algo palpitar dentro de mí.

Mis piernas giraron bruscamente, con un requiebro arácnido. Había algo en el aroma de la calle, en la suma de las gotitas de humedad, de metal de los coches y pavimento mojado. Una nota de sudor y alcohol que casi brillaba en la lejanía.

El depredador tomó el control e inició su avance, con la vista empañada y el cuerpo lleno de prisa. Un coche solitario estuvo a punto de darle un empujón cuando terminaba de cruzar desde la avenida hacia una de las calles peatonales, pero eso no le hizo parar. Ni el coche ni lo que quedase de mí. El pavimento soportó su ansia a cada paso, que amenazaba con romper los adoquines de la acera.

Ahí estaba.

Ahí.

Dentro del cajero, cerrado con una rejilla metálica. Ese sudor específico, ese olor corporal único en el mundo que era una mezcla de la súplica a la colilla recogida para que se encendiera, del cartón de vino y el bocadillo que alguien le había traído. Del cansancio y la herida de la pierna. Todo esto podía percibirlo, pero era un pasajero dentro de mi cuerpo. Luché un momento por hacerme con el control, pero fue imposible. Las manos, parecidas a las del sueño con Jimena, se abalanzaron sobre el mendigo. Una partió directa a la boca, para taponar cualquier sonido, cualquier llamada desesperada de auxilio. La otra oprimió la cabeza contra el suelo.
Había existido durante tres noches, a medio camino entre el hombre y lo que ahora soy. No había entendido la diferencia hasta ahora, cuando por fin cruzaba el umbral que separaba una cosa de la otra. Los colmillos se afilaban, marfiles gigantescos con los que perforar el cuello del vagabundo, que dejó de resistirse en cuanto rajaron su carne. Su hedor asfixiante era mejor que cualquier otra cosa que hubiera olido jamás. Y cuando su sangre llegó a mi boca supe que había hecho bien aceptando la propuesta. Nada, absolutamente nada, podía comparársele. Ni el mejor sexo, ni la ducha de después de hacer deporte, ni la primera bocanada de aire tras bucear a pleno pulmón. El líquido dulce de su vida bajaba por mi garganta y notaba en él las pulsaciones aceleradas de su corazón, el terror de quien piensa que está a punto de morir. Pero el mordisco las iba frenando, y cada trago hacía que enlentecieran, que sístole y diástole se separasen cada vez con más tiempo de distancia.

Entonces la noté dentro de mí. Escurriéndose por mi barriga, subiendo y bajando por lo que fuera que quedase de mis intestinos. La Sanguijuela. Había querido olvidar esa parte, pero ahora se me hacía imposible. Notaba cómo deseaba saciarse, cómo rascaba las paredes de mi interior rogando más y más gotas.
Frené de sopetón, irguiéndome de un salto. El cuello del hombre (ahora lo veía con nitidez, casi un anciano) no mostraba signos de mi paso. Y dentro de mí ya había dejado de notar el paseo lastimero y asqueroso.
Quizá me había precipitado concluyendo que el cambio había sido a mejor.



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