Odio el frío. Y para colmo, sigue nevando en ese puto pueblo.
Habían pasado dos semanas desde que el frío Diciembre se empezó a adentrar como afiladas cuchillas en los cuerpos de esas personas. Se esperaba uno de los años más fríos en ese perdido pueblo al norte de Montana. Rodeado de inmensas montañas, pobladas por innumerables árboles. En aquel remoto y gélido lugar, los inviernos duraban más de lo deseado por cualquier habitante de la zona.
Queda menos de una hora y el sol empezará a alborear las colinas cercanas de aquel pueblo para despertar el día. Deambulo por las calles de Coldtown, con una pequeña mochila a mis espaldas, caminando con cuidado por las aceras nevadas, dejando de lado los peligrosos adoquines helados y siendo golpeado por las crueles ventiscas del norte. Sorteando los resbaladizos cimientos de la carretera, creo sombras mientras paso por debajo de las farolas de Hicken Street. Llego a una enorme plaza, en el centro del pueblo. Las luces de navidad están ya colocadas. Alféizares y tejados inclinados permanecen ateridos, adornados con numerosas bombillas blancas cuyas luces devuelven claridad a casi todos los rincones de las calles. Y eso es lo que yo rehúyo. La claridad. La luz. Prefiero seguir en la oscuridad.
Poco a poco voy adentrándome en las sombras, esquivo cualquier rastro de luz o resplandor, me escondo entre los coches serpenteando de nuevo el frío hielo. En el centro de la plaza, ya en completa oscuridad, hay un enorme pino, ocultando su color verde con una gruesa capa de nieve. Este, el día de navidad, se llenará de regalos para que los niños del pueblo los recojan, como es tradición en Coldtown. Para que sus hipócritas padres, regalen felicidad a sus hijos. Felicidad que han robado a otros habitantes durante tantos años.
Aún es de madrugada. La estrella que da la bienvenida a un nuevo día no ha hecho su aparición, y nadie de los casi quinientos habitantes que hay en el pueblo camina por esas calle. Nadie excepto yo, que con sumo cuidado, me acerco a la puerta del Ayuntamiento. Paulatinamente. Mirando de reojo, observando y percatándome de que no soy observado, de que nadie advierte mi presencia. Es muy arriesgado, pero tengo que hacerlo. Nadie en su sano juicio hubiese hecho lo mismo. No en aquel pueblo, donde nada es lo que parece y todo el mundo tiene secretos inconfesables por los cuales matarían para poder llevárselos a sus tumbas.
He llegado a la alcaldía. Una pequeña puerta de rejas da paso a la entrada principal, donde una cristalera expone los actos y fiestas previstas para esas fechas. De cuclillas, abro la pequeña mochila que llevo a mis espaldas para sacar unos documentos. Los he plastificado, para resguardarlos de la helada que está cayendo. Miro de nuevo a mi alrededor, de reojo, receloso incluso de mi sombra. No me podía fiar de nadie. No en ese puto pueblo. Llevo puesta ropa deportiva, una sudadera con capucha que tapa casi por completo mi rostro y un enorme abrigo grisáceo que me protege del gélido invierno que tengo que soportar. Cojo el primer documento, lo leo con atención. Lo vuelvo a leer, maldiciendo mi inseguridad. Miro de nuevo a mi alrededor, maldiciendo ahora mi miedo. Los gemelos se me están agarrotando por el frío. Las piernas me duelen por estar de cuclillas mientras reviso los documentos. Después de leerlo otra vez más, me he levantado y he colocado el cartel en la puerta del Ayuntamiento. Saco unos documentos más. Los compruebo uno a uno y los dejo en el suelo de la entrada a la alcaldía.
Camino lentamente hacía Leade Street, agazapado detrás de montones de nieve, refugio accidental de vehículos. Ahí suelto más documentos. Paso por delante de las casas de algunos vecinos, los cuales aún duermen plácidamente, sin esperar la noticia con la que a la mañana siguiente se despertarán y suelto aleatoriamente varios más. Algunos los pongo en los coches, apartando la espesa nieve y sujetándolos con los limpiaparabrisas. Otros simplemente los dejo caer. No noto ya los dedos de las manos, tampoco los de los pies. El frío se ha adueñado de mi inquieto cuerpo, como el mal se ha adueñado de los de los demás. Camino hacia un restaurante del municipio, repartiendo varios documentos agachado tal y como lo he hecho todo el tiempo. La espalda me duele, muchísimo, las piernas igual, no suelo moverme tanto, pero ya queda poco. Los reparto por distintas zonas del pueblo, dejándolos caer en la fría nieve.
Sigo mi camino hasta la serrería, al sudeste de Coldtown y paso por el bar que hay cerca de esta. Ese bar. Ese bar que tantas conspiraciones de poder ha albergado, tantas muertes inocentes ha escondido, tantos secretos y mentiras ha guardado. Me he agachado un poco más, justo antes de dejar los últimos documentos que llevaba me percato que ya hay vida en el pueblo. Los primeros camiones que se dirigen a la serrería están llegando. El rugido del primer Scania se acerca cada vez más y más, alumbrándome con aquellos enormes ojos a lo lejos, y por aquella zona no hay coches ni zonas oscuras donde esconderme. El enorme camión con el frontal blanco se dirige hacia mí, salgo corriendo y me escondo detrás de un contenedor de basura, un poco más cerca de la serrería. El camionero ha bajado de la cabina, se ha encendido un cigarro y ha empezado a desperezarse. Me mantengo a salvo detrás de ese contenedor, allí en mi oscuridad, hasta que el camionero ha acabado de estirar las piernas y ha subido de nuevo a su camión, esperando que la serrería abra pronto sus puertas.
Entonces aprovecho. Camino rápidamente subiendo por Berdan Street, con cuidado de no resbalar y partirme una pierna en aquellas gélidas aceras. El sol empieza a clarear mientras me pierdo por las calles del pueblo, volviendo a mi rutina diaria. Ha empezado el día en Coldtown. El sol empieza a asomarse al fondo de la fortaleza de montañas y pinos que protege a los habitantes del pueblo. O que, mirándolo de otra manera, protege a los demás de los habitantes de del pueblo.
DÍA UNO
CAPÍTULO 1– CHAD BLACK.
Coldtown. Diciembre de 2015.
Sonó el despertador. Chad golpeó ese maldito aparato con el puño, como hacía diariamente cuando Claire soltaba un gruñido. Había llegado a las dos de la mañana y le parecía increíble que ya fuesen las seis. Había dormido sólo unas tres horas y se sentía cansado. Muy cansado. Hoy le tocaba a él abrir el Stop para servir los desayunos a los trabajadores de la serrería Wall y a los camioneros que recogían la madera que salía de allí.
Le dio un beso a su esposa Claire, se levantó de la cama y se dirigió al lavabo. Allí empezó a mear, mientras estirando un poco la cabeza para atrás se miraba en el espejo. Las tres horas y poco que había dormido le habían sentado fatal, pero él aún se veía bien. Se lavó la cara, los dientes, tiró de la cisterna y limpió con papel higiénico cuatro gotas que estaban repartidas por la taza del váter. Salió del cuarto de baño y con una patada acercó las braguitas de Claire, que seguían tiradas en la alfombra, cerca de la cama. Anoche follaron en el suelo de su habitación. Y la mayoría de la ropa interior de los dos estaba repartida por todo el cuarto. Ese desorden le excitaba, y más aún si desde allí, podía ver a Claire, asomando parte de su desnudo trasero a través de aquellas arrugadas sábanas grises.
Fue al vestidor y cogió unos vaqueros, una camisa blanca y el abrigo. Se colocó los pantalones y se puso los zapatos. Bajó a la cocina, sin hacer mucho ruido, respetando el descanso del otro, cosa que pocas veces lograba, aún sabiendo qué parte de esos escalones no debía pisar y se dirigió a la cocina. Encendió la cafetera eléctrica y se hizo unas tostadas. Mientras se terminaba de peinar en el aseo del piso inferior, la tostadora avisó de que su desayuno estaba listo. Se echó el café en una taza del Stop que guardaba en la repisa encima del microondas y se sentó encima de la encimera. Mordía las tostadas con la vista perdida, esperando que poco a poco la cafeína le hiciese efecto en su agotado organismo.
El reloj dio las seis y media, se puso el abrigo y salió directo hacia el bar. Había menos de doscientos metros desde su casa hasta el Stop, pero en ese corto trayecto el frío ya le habría calado fuertemente en el cuerpo. Abrió rápidamente las puertas del bar y encendió de inmediato la calefacción, en los inviernos de aquel pueblo quien no tuviese calefacción en su casa o local, estaba perdido.
Chad encendió las luces, la cafetera, preparó la freidora, sacó unos platos y barrió un poco el suelo del bar, durante ese tiempo ya habían entrado dos oficiales de la serrería y un camionero que se dirigía a Canadá. Los tres venían desde lejos, en sus caras se apreciaban largas horas de viaje, de café en los posavasos de los camiones, de serpenteos por las oscuras y frías carreteras que separan Coldtown de la civilización.
—Buenos días, chicos. ¿Lo mismo de siempre? — Dijo Chad a los oficiales, intentando disimular un bostezo mientras les servía dos tazas de café.
—Sí Chad. Gracias. — Dijo uno de los hombres, el más robusto. El otro ni siquiera contestó mientras seguía leyendo el periódico.
Chad empezó a freír unos huevos y puso bacon en la plancha mientras que el camionero le pedía que pusiera un poco más para él.
—Oye, chico. — Dijo el camionero a Chad.
—Dime. — Contestó este sin girarse mientras manejaba la plancha.
—¿Qué pasa en la plaza? Hay un ajetreo enorme. He pasado por allí y hay mucha gente, demasiada para esta época del año y para este pueblo. — Dijo este mientras bebía un sorbo de café y soltaba una carcajada.
—Pues no sé. — Chad se dio la vuelta y apartó los huevos y el bacon para los tres clientes que había en ese momento en el Stop. — Supongo que estarán preparando alguna actividad navideña. Algún almuerzo o algo parecido…
—No creo. Creo que están todos en la plaza, todos menos tú. – El camionero soltó una carcajada aún más grande mientras el café le resbalaba por la boca y se mezclaba con el aceite de los huevos y el bacon. — No sé como no os aburrís en este puto pueblo alejado de la mano de Dios.
—Oye, vigila lo que dices. — Dijo uno de los oficiales de la serrería al camionero, que ni los miró y se levantó dirigiéndose al baño.
Chad se le quedó mirando yendo para los servicios mientras se limpiaba las manos con un trapo que tenía en la cintura. Ese puto imbécil, gordo seboso, se había reído de Coldtown. Esa mierda de camionero se merecía un buen escupitajo en su café en cuanto llegase al baño a mirarse su estúpida cara. Pero no lo haría. Ya se lo había prometido varias veces a Claire.
Chad había conocido a Claire poco después de llegar a Coldtown, cuando trabajaba en el otro bar del pueblo, el Hillary’s. Él tenía veintiséis años por aquel entonces, y Claire unos diez años más. Ella se enamoró completamente de Chad, o simplemente se lo quería tirar. Aunque él, por aquel entonces, estaba con la dueña de su anterior trabajo, Hillary James.
La relación de Chad y Hillary acabó por completo cuando esta encontró a su novio con la polla metida en la boca de Claire en un callejón detrás del bar. Él dijo que podía explicarlo, y que él no quería hacer eso.
Hillary no sabía si él estaba meando y la zorra de Claire se la había metido en la boca.
Si estaba con los pantalones bajados, se había tropezado y que Claire, que casualmente, pasaba por allí, estaba de rodillas con la boca abierta, o que simplemente Chad era lo suficientemente gilipollas para creer que esa situación era sumamente inocente y justificable.
Pensase lo que pensase Hillary, y hubiese pasado lo que hubiese pasado, esta había roto con Chad esa misma noche por razones que al chico se le escapaban. Se casó con Claire poco después de conocerse y montaron el Stop. Sólo había dos bares en Coldtown, y la creación de ese nuevo negocio había hecho mucho daño a Hillary. Daño que se había convertido en rencor.
El gordo y seboso camionero llegó, se sentó de nuevo en su taburete y siguió comiéndose cual gorrino su desayuno.
—Oíd, tíos creo que os debo una disculpa. Creo que me he pasado un poco hablando de vuestro pueblo. —Y ahí se quedó todo. Les debía una disculpa, pero no se disculpó. Ninguno de los allí presentes movió un músculo para contestar al foráneo. Chad vertió un poco más de café en la taza de este, pensando en lo bien que le habría sentado escupir y hacer gárgaras con su bebida.
Poco a poco fueron entrando más clientes que el camarero conocía ya desde hacía tres años. Eran las ocho menos diez, y como siempre, Henry Wall llegó con prisas y le pidió un café a Chad.
—Vamos chico, que no tengo todo el día. — Dijo este mientras se sentaba en el taburete cerca de la puerta.
—Buenos días a usted también, Señor Wall. Tenga, lo de todos los días. Acompáñelo con las prisas que siempre me lleva usted.
—Gracias Chad. —Dijo Henry soltando una carcajada. —Para ganar dinero hay que trabajar, y cuanto más mejor.
—Pues creo yo que debería tomarse las cosas un poco más tranquilo. O por lo menos levantarse antes para no ir siempre con esas prisas. —Dijo Chad mientras dejaba de servirle el café. — A su edad no es bueno ir tan rápido por la vida.
—Muchacho, aunque casi te triplique la edad, aún podía tumbarte en el suelo y darte de hostias hasta que me suplicaras clemencia.
—Pero no queremos ver eso, ¿verdad Henry?
—No, que tengo prisa. —Dijo Henry mientras pagaba con una sonrisa y se dirigía a la puerta. —Nos vemos después.
Henry Wall desayunaba todos los días antes de trabajar en el Stop. Almorzaba en el Stop. Cenaba en el Stop. Le faltaba dormir en el bar. Por suerte, su casa estaba a escasos veinte metros de allí, aunque no la pisase demasiado.
Aquel hombre de setenta años daba trabajo a más de cincuenta personas en el pueblo. Era el dueño de la serrería que había en la parte sur de Coldtown, cerca del lago. Todo el mundo lo conocía como una persona simpática y amable, todos tenían muy buena relación con él. Todos menos su hijo y su ex mujer, que vivían en la parte norte del pueblo.
El ritmo de trabajo había bajado, siempre lo hacía a partir de las once de la mañana. Chad aprovechó para limpiar los lavabos y llamó a Claire para que le trajese un par de cosas que hacían falta en el bar.
—¿Sigues dormida?
—Sí. Ahora mismo estoy hablando en sueños.
—Muy graciosa. Necesito que te pases por el supermercado y traigas un par de cosas. — Chad escuchó el timbre de la puerta mientras hablaba con Claire.
—Chad, llaman a la puerta. Envíame un mensaje con lo que necesites. Ahora te lo llevaré. Te quiero.
—De acuerdo. Y yo.
Chad colgó y empezó a escribirle un mensaje a Claire. Kétchup, mostaza, pimienta. Sal. Bacon. Friegasuelos. Guardó su móvil en el bolsillo y cogió de nuevo el cepillo para seguir limpiando. Se acercó a la enorme cristalera que daba a la calle que conectaba directamente con la serrería Wall y se asomó desempañando los cristales que el trapo que guardaba en su cintura. Estaba empezando a nevar. Ya de buena mañana, los copos de nieve caían densamente fuera del Stop. No había dado tiempo a que la helada desapareciese de encima de los pinos que rodeaban aquel lago, del techo de la serrería, de las vallas que separaban la carretera del bosque, que una nueva y copiosa nevada estaba comenzando a devorar las ánimas de Coldtown. Pero la nevada no era el mayor problema para el pueblo ese día. La nieve, el frío, los cielos grises, solo aderezarían la crispación de Coldtown.
Habían pasado dos semanas desde que el frío Diciembre se empezó a adentrar como afiladas cuchillas en los cuerpos de esas personas. Se esperaba uno de los años más fríos en ese perdido pueblo al norte de Montana. Rodeado de inmensas montañas, pobladas por innumerables árboles. En aquel remoto y gélido lugar, los inviernos duraban más de lo deseado por cualquier habitante de la zona.
Queda menos de una hora y el sol empezará a alborear las colinas cercanas de aquel pueblo para despertar el día. Deambulo por las calles de Coldtown, con una pequeña mochila a mis espaldas, caminando con cuidado por las aceras nevadas, dejando de lado los peligrosos adoquines helados y siendo golpeado por las crueles ventiscas del norte. Sorteando los resbaladizos cimientos de la carretera, creo sombras mientras paso por debajo de las farolas de Hicken Street. Llego a una enorme plaza, en el centro del pueblo. Las luces de navidad están ya colocadas. Alféizares y tejados inclinados permanecen ateridos, adornados con numerosas bombillas blancas cuyas luces devuelven claridad a casi todos los rincones de las calles. Y eso es lo que yo rehúyo. La claridad. La luz. Prefiero seguir en la oscuridad.
Poco a poco voy adentrándome en las sombras, esquivo cualquier rastro de luz o resplandor, me escondo entre los coches serpenteando de nuevo el frío hielo. En el centro de la plaza, ya en completa oscuridad, hay un enorme pino, ocultando su color verde con una gruesa capa de nieve. Este, el día de navidad, se llenará de regalos para que los niños del pueblo los recojan, como es tradición en Coldtown. Para que sus hipócritas padres, regalen felicidad a sus hijos. Felicidad que han robado a otros habitantes durante tantos años.
Aún es de madrugada. La estrella que da la bienvenida a un nuevo día no ha hecho su aparición, y nadie de los casi quinientos habitantes que hay en el pueblo camina por esas calle. Nadie excepto yo, que con sumo cuidado, me acerco a la puerta del Ayuntamiento. Paulatinamente. Mirando de reojo, observando y percatándome de que no soy observado, de que nadie advierte mi presencia. Es muy arriesgado, pero tengo que hacerlo. Nadie en su sano juicio hubiese hecho lo mismo. No en aquel pueblo, donde nada es lo que parece y todo el mundo tiene secretos inconfesables por los cuales matarían para poder llevárselos a sus tumbas.
He llegado a la alcaldía. Una pequeña puerta de rejas da paso a la entrada principal, donde una cristalera expone los actos y fiestas previstas para esas fechas. De cuclillas, abro la pequeña mochila que llevo a mis espaldas para sacar unos documentos. Los he plastificado, para resguardarlos de la helada que está cayendo. Miro de nuevo a mi alrededor, de reojo, receloso incluso de mi sombra. No me podía fiar de nadie. No en ese puto pueblo. Llevo puesta ropa deportiva, una sudadera con capucha que tapa casi por completo mi rostro y un enorme abrigo grisáceo que me protege del gélido invierno que tengo que soportar. Cojo el primer documento, lo leo con atención. Lo vuelvo a leer, maldiciendo mi inseguridad. Miro de nuevo a mi alrededor, maldiciendo ahora mi miedo. Los gemelos se me están agarrotando por el frío. Las piernas me duelen por estar de cuclillas mientras reviso los documentos. Después de leerlo otra vez más, me he levantado y he colocado el cartel en la puerta del Ayuntamiento. Saco unos documentos más. Los compruebo uno a uno y los dejo en el suelo de la entrada a la alcaldía.
Camino lentamente hacía Leade Street, agazapado detrás de montones de nieve, refugio accidental de vehículos. Ahí suelto más documentos. Paso por delante de las casas de algunos vecinos, los cuales aún duermen plácidamente, sin esperar la noticia con la que a la mañana siguiente se despertarán y suelto aleatoriamente varios más. Algunos los pongo en los coches, apartando la espesa nieve y sujetándolos con los limpiaparabrisas. Otros simplemente los dejo caer. No noto ya los dedos de las manos, tampoco los de los pies. El frío se ha adueñado de mi inquieto cuerpo, como el mal se ha adueñado de los de los demás. Camino hacia un restaurante del municipio, repartiendo varios documentos agachado tal y como lo he hecho todo el tiempo. La espalda me duele, muchísimo, las piernas igual, no suelo moverme tanto, pero ya queda poco. Los reparto por distintas zonas del pueblo, dejándolos caer en la fría nieve.
Sigo mi camino hasta la serrería, al sudeste de Coldtown y paso por el bar que hay cerca de esta. Ese bar. Ese bar que tantas conspiraciones de poder ha albergado, tantas muertes inocentes ha escondido, tantos secretos y mentiras ha guardado. Me he agachado un poco más, justo antes de dejar los últimos documentos que llevaba me percato que ya hay vida en el pueblo. Los primeros camiones que se dirigen a la serrería están llegando. El rugido del primer Scania se acerca cada vez más y más, alumbrándome con aquellos enormes ojos a lo lejos, y por aquella zona no hay coches ni zonas oscuras donde esconderme. El enorme camión con el frontal blanco se dirige hacia mí, salgo corriendo y me escondo detrás de un contenedor de basura, un poco más cerca de la serrería. El camionero ha bajado de la cabina, se ha encendido un cigarro y ha empezado a desperezarse. Me mantengo a salvo detrás de ese contenedor, allí en mi oscuridad, hasta que el camionero ha acabado de estirar las piernas y ha subido de nuevo a su camión, esperando que la serrería abra pronto sus puertas.
Entonces aprovecho. Camino rápidamente subiendo por Berdan Street, con cuidado de no resbalar y partirme una pierna en aquellas gélidas aceras. El sol empieza a clarear mientras me pierdo por las calles del pueblo, volviendo a mi rutina diaria. Ha empezado el día en Coldtown. El sol empieza a asomarse al fondo de la fortaleza de montañas y pinos que protege a los habitantes del pueblo. O que, mirándolo de otra manera, protege a los demás de los habitantes de del pueblo.
DÍA UNO
CAPÍTULO 1– CHAD BLACK.
Coldtown. Diciembre de 2015.
Sonó el despertador. Chad golpeó ese maldito aparato con el puño, como hacía diariamente cuando Claire soltaba un gruñido. Había llegado a las dos de la mañana y le parecía increíble que ya fuesen las seis. Había dormido sólo unas tres horas y se sentía cansado. Muy cansado. Hoy le tocaba a él abrir el Stop para servir los desayunos a los trabajadores de la serrería Wall y a los camioneros que recogían la madera que salía de allí.
Le dio un beso a su esposa Claire, se levantó de la cama y se dirigió al lavabo. Allí empezó a mear, mientras estirando un poco la cabeza para atrás se miraba en el espejo. Las tres horas y poco que había dormido le habían sentado fatal, pero él aún se veía bien. Se lavó la cara, los dientes, tiró de la cisterna y limpió con papel higiénico cuatro gotas que estaban repartidas por la taza del váter. Salió del cuarto de baño y con una patada acercó las braguitas de Claire, que seguían tiradas en la alfombra, cerca de la cama. Anoche follaron en el suelo de su habitación. Y la mayoría de la ropa interior de los dos estaba repartida por todo el cuarto. Ese desorden le excitaba, y más aún si desde allí, podía ver a Claire, asomando parte de su desnudo trasero a través de aquellas arrugadas sábanas grises.
Fue al vestidor y cogió unos vaqueros, una camisa blanca y el abrigo. Se colocó los pantalones y se puso los zapatos. Bajó a la cocina, sin hacer mucho ruido, respetando el descanso del otro, cosa que pocas veces lograba, aún sabiendo qué parte de esos escalones no debía pisar y se dirigió a la cocina. Encendió la cafetera eléctrica y se hizo unas tostadas. Mientras se terminaba de peinar en el aseo del piso inferior, la tostadora avisó de que su desayuno estaba listo. Se echó el café en una taza del Stop que guardaba en la repisa encima del microondas y se sentó encima de la encimera. Mordía las tostadas con la vista perdida, esperando que poco a poco la cafeína le hiciese efecto en su agotado organismo.
El reloj dio las seis y media, se puso el abrigo y salió directo hacia el bar. Había menos de doscientos metros desde su casa hasta el Stop, pero en ese corto trayecto el frío ya le habría calado fuertemente en el cuerpo. Abrió rápidamente las puertas del bar y encendió de inmediato la calefacción, en los inviernos de aquel pueblo quien no tuviese calefacción en su casa o local, estaba perdido.
Chad encendió las luces, la cafetera, preparó la freidora, sacó unos platos y barrió un poco el suelo del bar, durante ese tiempo ya habían entrado dos oficiales de la serrería y un camionero que se dirigía a Canadá. Los tres venían desde lejos, en sus caras se apreciaban largas horas de viaje, de café en los posavasos de los camiones, de serpenteos por las oscuras y frías carreteras que separan Coldtown de la civilización.
—Buenos días, chicos. ¿Lo mismo de siempre? — Dijo Chad a los oficiales, intentando disimular un bostezo mientras les servía dos tazas de café.
—Sí Chad. Gracias. — Dijo uno de los hombres, el más robusto. El otro ni siquiera contestó mientras seguía leyendo el periódico.
Chad empezó a freír unos huevos y puso bacon en la plancha mientras que el camionero le pedía que pusiera un poco más para él.
—Oye, chico. — Dijo el camionero a Chad.
—Dime. — Contestó este sin girarse mientras manejaba la plancha.
—¿Qué pasa en la plaza? Hay un ajetreo enorme. He pasado por allí y hay mucha gente, demasiada para esta época del año y para este pueblo. — Dijo este mientras bebía un sorbo de café y soltaba una carcajada.
—Pues no sé. — Chad se dio la vuelta y apartó los huevos y el bacon para los tres clientes que había en ese momento en el Stop. — Supongo que estarán preparando alguna actividad navideña. Algún almuerzo o algo parecido…
—No creo. Creo que están todos en la plaza, todos menos tú. – El camionero soltó una carcajada aún más grande mientras el café le resbalaba por la boca y se mezclaba con el aceite de los huevos y el bacon. — No sé como no os aburrís en este puto pueblo alejado de la mano de Dios.
—Oye, vigila lo que dices. — Dijo uno de los oficiales de la serrería al camionero, que ni los miró y se levantó dirigiéndose al baño.
Chad se le quedó mirando yendo para los servicios mientras se limpiaba las manos con un trapo que tenía en la cintura. Ese puto imbécil, gordo seboso, se había reído de Coldtown. Esa mierda de camionero se merecía un buen escupitajo en su café en cuanto llegase al baño a mirarse su estúpida cara. Pero no lo haría. Ya se lo había prometido varias veces a Claire.
Chad había conocido a Claire poco después de llegar a Coldtown, cuando trabajaba en el otro bar del pueblo, el Hillary’s. Él tenía veintiséis años por aquel entonces, y Claire unos diez años más. Ella se enamoró completamente de Chad, o simplemente se lo quería tirar. Aunque él, por aquel entonces, estaba con la dueña de su anterior trabajo, Hillary James.
La relación de Chad y Hillary acabó por completo cuando esta encontró a su novio con la polla metida en la boca de Claire en un callejón detrás del bar. Él dijo que podía explicarlo, y que él no quería hacer eso.
Hillary no sabía si él estaba meando y la zorra de Claire se la había metido en la boca.
Si estaba con los pantalones bajados, se había tropezado y que Claire, que casualmente, pasaba por allí, estaba de rodillas con la boca abierta, o que simplemente Chad era lo suficientemente gilipollas para creer que esa situación era sumamente inocente y justificable.
Pensase lo que pensase Hillary, y hubiese pasado lo que hubiese pasado, esta había roto con Chad esa misma noche por razones que al chico se le escapaban. Se casó con Claire poco después de conocerse y montaron el Stop. Sólo había dos bares en Coldtown, y la creación de ese nuevo negocio había hecho mucho daño a Hillary. Daño que se había convertido en rencor.
El gordo y seboso camionero llegó, se sentó de nuevo en su taburete y siguió comiéndose cual gorrino su desayuno.
—Oíd, tíos creo que os debo una disculpa. Creo que me he pasado un poco hablando de vuestro pueblo. —Y ahí se quedó todo. Les debía una disculpa, pero no se disculpó. Ninguno de los allí presentes movió un músculo para contestar al foráneo. Chad vertió un poco más de café en la taza de este, pensando en lo bien que le habría sentado escupir y hacer gárgaras con su bebida.
Poco a poco fueron entrando más clientes que el camarero conocía ya desde hacía tres años. Eran las ocho menos diez, y como siempre, Henry Wall llegó con prisas y le pidió un café a Chad.
—Vamos chico, que no tengo todo el día. — Dijo este mientras se sentaba en el taburete cerca de la puerta.
—Buenos días a usted también, Señor Wall. Tenga, lo de todos los días. Acompáñelo con las prisas que siempre me lleva usted.
—Gracias Chad. —Dijo Henry soltando una carcajada. —Para ganar dinero hay que trabajar, y cuanto más mejor.
—Pues creo yo que debería tomarse las cosas un poco más tranquilo. O por lo menos levantarse antes para no ir siempre con esas prisas. —Dijo Chad mientras dejaba de servirle el café. — A su edad no es bueno ir tan rápido por la vida.
—Muchacho, aunque casi te triplique la edad, aún podía tumbarte en el suelo y darte de hostias hasta que me suplicaras clemencia.
—Pero no queremos ver eso, ¿verdad Henry?
—No, que tengo prisa. —Dijo Henry mientras pagaba con una sonrisa y se dirigía a la puerta. —Nos vemos después.
Henry Wall desayunaba todos los días antes de trabajar en el Stop. Almorzaba en el Stop. Cenaba en el Stop. Le faltaba dormir en el bar. Por suerte, su casa estaba a escasos veinte metros de allí, aunque no la pisase demasiado.
Aquel hombre de setenta años daba trabajo a más de cincuenta personas en el pueblo. Era el dueño de la serrería que había en la parte sur de Coldtown, cerca del lago. Todo el mundo lo conocía como una persona simpática y amable, todos tenían muy buena relación con él. Todos menos su hijo y su ex mujer, que vivían en la parte norte del pueblo.
El ritmo de trabajo había bajado, siempre lo hacía a partir de las once de la mañana. Chad aprovechó para limpiar los lavabos y llamó a Claire para que le trajese un par de cosas que hacían falta en el bar.
—¿Sigues dormida?
—Sí. Ahora mismo estoy hablando en sueños.
—Muy graciosa. Necesito que te pases por el supermercado y traigas un par de cosas. — Chad escuchó el timbre de la puerta mientras hablaba con Claire.
—Chad, llaman a la puerta. Envíame un mensaje con lo que necesites. Ahora te lo llevaré. Te quiero.
—De acuerdo. Y yo.
Chad colgó y empezó a escribirle un mensaje a Claire. Kétchup, mostaza, pimienta. Sal. Bacon. Friegasuelos. Guardó su móvil en el bolsillo y cogió de nuevo el cepillo para seguir limpiando. Se acercó a la enorme cristalera que daba a la calle que conectaba directamente con la serrería Wall y se asomó desempañando los cristales que el trapo que guardaba en su cintura. Estaba empezando a nevar. Ya de buena mañana, los copos de nieve caían densamente fuera del Stop. No había dado tiempo a que la helada desapareciese de encima de los pinos que rodeaban aquel lago, del techo de la serrería, de las vallas que separaban la carretera del bosque, que una nueva y copiosa nevada estaba comenzando a devorar las ánimas de Coldtown. Pero la nevada no era el mayor problema para el pueblo ese día. La nieve, el frío, los cielos grises, solo aderezarían la crispación de Coldtown.