Este texto es un fragmento de

Silvania

Boira Llobell

Lunes

- ¡Vamos, hija! ¡El taxi está esperando!
- ¡Un minuto, abuela!- pidió la joven desde el dormitorio.
           
            Sandra se sentó de un golpe en la maleta con ruedas color rojo recién comprada, que rebosaba, y trató de cerrarla como pudo. Tomó todas las cosas que tenía sobre la cama y las metió sin ningún orden en la mochila amarilla de piel gastada: móvil, cargador, libreta, bolígrafo, monedero, cámara de fotos, pañuelos y un largo etcétera.
 
            Se apoyó sobre sus manos en el tocador, tomó aire e intentó reflexionar durante un instante si se le olvidaba algo. Se miró al espejo. A un lado,  una fotografía de sus padres, que le sonreían sobre el Puente Carlos, en Silvania, veinte años atrás. Llevaba mucho tiempo queriendo hacerse una foto en el mismo punto, en el lugar exacto. Quería recorrer cada calle, cada sitio donde una vez, hacía mucho, sus padres fueron felices, antes de morir. Casualidades de la vida, aquel año, por primera vez, el viaje de fin de curso de segundo de bachillerato sería al pequeño principado de Silvania, en el centro de Europa, donde su madre había nacido y vivido hasta que fue a la universidad.
 
            Se contempló en el espejo una vez más. ¿Era guapa? ¿Se parecía a su madre? Desde luego ambas tenían el mismo pelo: ondulado, aunque el de ella lucía un poco más oscuro. Lo había heredado de su padre, italiano, al igual que sus ojos negros. La forma de la cara era igual, incluso aquella palidez enfermiza. También se parecían físicamente: delgadas y menudas.
           
            Apenas podía recordarles, ¿quién sabe si quedaba mucho o poco de ellos en ella?
 
- ¡Perderás el avión, Sandra! -sentenció la mujer, impaciente, con voz firme, desde el recibidor.
 
            La casa estaba en penumbra. Era finales de junio y el sol arañaba con fuerza en el exterior. La joven tomó la maleta, haciéndola rodar, y la mochila y se condujo sin problemas en la oscuridad, rozando las paredes con las yemas de los dedos, despidiéndose de la casa. Acarició su precioso piano de cola negro y el cómodo sofá de paso por el salón. Tomó una botella de agua fría de la nevera y trató de captar el dulce olor de su hogar por última vez antes de irse y retenerlo en su memoria.
 
            Se metieron en el ascensor. Diez pisos dan para mucho, pero a la siempre perfecta Mila Petrova le sudaban las manos.
 
- Sandra...

- ¿Dónde he puesto mis gafas de sol? -rebuscando en su mochila.
 
            La dama se mordía los labios pintados carmesí, con nervio. Había tenido varios meses para preparar aquella conversación, pero no había sido capaz. Cómo se le dice a alguien lo que se le ha estado ocultando durante años. Conocía a su nieta como si la hubiese parido y sabía perfectamente que, cuando se enterase de todo, sería como soltar una bomba atómica.
 
- Hija, prométeme...

- ¡Aquí están!- sonrió triunfal poniéndoselas al tiempo que llegaban a la planta baja.
           
            El taxista, un hombre de veintitantos, pelo rubio y ojos azules, metió la maleta en el maletero intercambiando una mirada con la señora muy significativa, cargada de información, pero sin decir palabra alguna.
           
            Durante el trayecto hasta el instituto, en el interior del taxi, Mila miraba por la ventana sin ver, absorta en sus angustias, en mil preocupaciones, rezando por lo inevitable. Su nieta era ya toda una mujer. Ella la había criado y se sentía orgullosa de aquella criatura tan ambigua. Pero también se encontraba cansada. Había una sombra que planeaba sobre ellas desde… desde siempre. Algo que le pesaba, le hundía las vértebras y le atraía contra el suelo con mayor fuerza que la corriente gravedad. El plazo se acababa. Sandra estaba a punto de cumplir dieciocho años y nadie podría hacer nada por evitarlo. Nadie.
 
            Con lágrimas en los ojos, miró a su niña, intentando contenerse. Sandra, emocionada ante su gran viaje, al margen de todo aquello, de cuántos quebraderos de cabeza estaba originando, disfrutaba de las caricias que el viento caliente del mediodía le propinaba en el rostro, agitando ligeramente su cabello, sin más preocupación que con quién se pondría en el autobús camino del aeropuerto.
 
- ¿Estás bien, abuela?
           
            La mujer tardó unos segundos de más en contestar.
 
- Sí, hija.- Le tomó la mano con fuerza- No te preocupes por mí.
 
 
            El taxi aparcó delante del autobús, en una zona arbolada, frente al instituto. A Sandra le faltó tiempo para echar a correr, impaciente, al encuentro de sus compañeros. Elena, su mejor amiga, la vio llegar y corrió a su encuentro dando pequeños saltos de alegría, con los brazos abiertos para darle un abrazo.
 
- ¡Sandy, que nos vamos de viaje!
- ¡Qué ganas tengo!- devolviéndole el abrazo.
- ¡Sandra!- Mila trató de llamarla atención de su nieta, en vano.
- ¿Lo has traído todo? -preguntó Elena en tono conspirador- ¿También esa falda tan corta que me vas a prestar?
- ¡Todo, todo!
- Sandra, escúchame cuando te hablo- ordenó la dama, perdiendo la paciencia-. Hazte cargo de tu maleta -El taxista se la entregó en mano haciendo que la chica casi pierda el equilibrio.
- ¡Esas chicas guapas! -saludó Marco, otro amigo de la pandilla, al acercarse- Trae, dame- le tomó la maleta, heroico, llevándola sin esfuerzo hasta la bodega del autobús, donde la dejó junto a las otras.
 
            Milavio a su nieta perderse entre la gran cantidad de alumnos, padres, profesores y demás gentío allí congregado sin poder hacer mucho.
 
- ¡Sandra, tengo que hablar contigo!
- ¡Ahora, abuela, dame un minuto!-la voz le llegó de algún punto del tumulto de gente que tenía frente a ella.
 
            Entre la multitud encontró al director del centro, un hombre de su edad, con pelo canoso y bien parecido para pasar los sesenta. Le acompañaba otro varón joven, alto y fibroso, de anchas espaldas.
 
- ¡Mila!- la saludó con un beso en la mejilla- ¡Qué alegría verla!
- Hola, Martín- le sonrió como sólo ella sabía hacerlo- Veo que el tiempo no pasa por usted.
- Gracias, ni que decir tiene que sigue tan hermosa como siempre- la alagó, mirándola de arriba abajo.
 
            Y era cierto. Mila Petrova, la que fue otra persona décadas atrás, había envejecido en lo que parecía un pacto con el diablo. Su pelo, que un día fue castaño, se veía adornado por hilos de plata, recogido en lo alto. Su rostro, de marfil, denotaba unos pómulos elegantes sombreados con un ligero colorete. Sus ojos grises le daban ese aspecto frío y sus finos labios lucían rojos, como siempre. Aquél día vestía una blusa de seda blanca, vaporosa, una ligera falda en beige y unos tacones marrones, a juego con el bolso. Un collar de perlas decoraba con finura su aún terso y delicado cuello.
 
- Es más, diría que mejora con los años, como el buen vino.
- Qué amable.
- Deje que le presente a Carlo Bassi. Ha sido profesor de historia de Sandra durante estos años y el responsable de este de viaje.
- He oído hablar mucho de usted -sonrió cortésmente, ofreciéndole su mano-. Todo bueno- aclaró.
- Sandra es una alumna impecable y.. una chica estupenda.- le brillaban los ojos al hablar de su alumna preferida.
- Ella piensa lo mismo de usted. Ha conseguido que sea una apasionada de la historia: tengo todos los libros que le ha prestado rondando por casa.
- Estoy seguro de que estará de acuerdo conmigo en que no hay nada mejor que encontrar a alguien con quien compartir pasión.
 
            Mila le escaneó con fiereza tratando de averiguar el verdadero significado de aquellas palabras. ¿Pasión?
 
- Disculpad- se excusó el director- Acabo de ver a un conocido y debo ir a saludarle. Mila,- la tomó dela mano, para besarla- ahora que su nieta se gradúa, no deje que pase mucho tiempo para que nos volvamos a ver- se marchó y la mujer se apresuró.
- Carlo, ¿puedo llamarte así?- él asintió, algo intrigado- Me gustaría hablar contigo un momento- le tomó del brazo, intimidado- Sólo será un minuto.
 
 
- ¿Alguien ha visto a mi abuela?
- Andará por ahí, no te preocupes -Marco le tiró una foto, no dándole importancia.
- No te pongas pesado con las fotos, ¿quieres, Marco? Que ni siquiera hemos salido de Roma...- amenazó Elena.
- Quédate tranquila, que no te las hago a ti- acorraló a Sandra-. Estoy sacando a lo más bonito que hay por aquí-pero ella no le prestaba atención.
- ¿Os habéis fijado? Ese chico también viene -apuntó otra de las chicas del grupo.
 
            A un lado, apartado de todo el mundo, bajo la sombra de un árbol, un joven de tez nívea en contraste con sus ropas negras les miraba con interés. Su cuerpo atlético no pasaba desapercibido, menos aún para Elena.
 
- ¡Es el vampiro rumano,Sandy! ¡No me puedo creer que tengamos tanta suerte!
- ¿Por qué le llamáis así? -se molestó Marco, celoso- Es un marginado.
- Es diferente- murmuró Sandra,observándole con interés.
- ¡¡Es el vampiro rumano!!-gritó Elena, emocionada-. Ojalá me eligiese como primer plato.... o como segundo ¡¡o como postre!!- rió ante sus propias ocurrencias.
 
            Pero aquél joven de rizos oscuros, aunque miraba en dirección al grupo, tenía sus ojos negros clavados en Sandra desde que llegó..



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