La orilla más oscura de Alepo
«La guerra es un mal que deshonra al género humano».
François Fénelon
Un hilo de sangre serpentea entre el barro para acabar mezclándose con el agua turbia del río Queiq de Alepo. Un soldado del Ejército Sirio Libre (ESL) mira un cuerpo sin vida. Se arrodilla y le cierra los ojos con la punta de los dedos. Se toma un segundo, respira profundamente y vuelve a mirarlo. Tiene una mancha rojiza y negra en la frente, el lugar por donde entró la bala. El soldado saca una endeble navaja de su guerrera. La misma que usa para cortar el pan, ahora rasga las cuerdas que atan las manos a la espalda de un niño de doce años. Se las coloca sobre el pecho y mira a sus compañeros que levantan el cuerpo del muchacho para colocarlo en una camilla. «¡Uno, dos y tres!» Otro grupo de hombres acude junto al rebelde. Al lado, donde yacía el niño, esperan otros cinco cuerpos más. Todos ejecutados con un tiro en la cabeza o en la nuca. Algunos tienen el rostro irreconocible por un disparo a bocajarro.
En la orilla hay apilados medio centenar de cadáveres, pero todavía quedan bastantes en el fondo del río. El capitán Abu Sada, uno de los primeros en llegar al lugar, calcula que puede haber cincuenta más. Sus hombres continúan amontonando a los muertos en hileras de hasta cinco. La orilla izquierda del río Queiq se ha convertido en una morgue improvisada.
A las ocho de la mañana, unos vecinos han ido al cuartel de los rebeldes en el barrio de Bustan Al Qaser. Los gritos se escuchaban desde muy lejos. El horror les había robado la voz y solo balbuceaban dos palabras: río y muertos. Una y otra vez. Al final, uno de ellos, el más sereno, bebió un sorbo de té y contó el horror que había visto. El hombre dibujó una escena dantesca: cuerpos putrefactos flotando en el río, todos ejecutados. Divagaciones de una mente enferma, pensaron los rebeldes que, junto con varios civiles, acudieron al río. Pero los soldados comprobaron rápidamente que el relato de aquel hombre no era fruto de su imaginación.
Los cuerpos sin vida que sacan del río parecen muñecos de cera. Abu Sada se arrodilla junto a ellos. «Han sido ejecutados en la zona del régimen y lanzados al río. Es posible que lleven varios días muertos, porque la corriente no es muy fuerte y han tardado en llegar hasta aquí», sentencia el rebelde. El capitán mira a un lado y al otro, suspira, y se pasa la mano por su pelo ralo. Una voz metálica sale por su walkie-talkie , pero no se inmuta, sigue con la mirada perdida. No es la primera vez que los vecinos de Alepo se topan con una escena similar. Aunque sí la primera en la que los cadáveres se cuentan por decenas. Durante el curso de esta guerra han tenido que levantar cadáveres de cunetas o vertederos, donde son lanzados para festín de los perros.
Los vecinos se amontonan en las orillas del río; murmullan. Muchos de ellos conocen finales parecidos a los de estos cuerpos. Hermanos, primos, padres o hijos que desaparecen sin dejar rastro cuando cruzan a la zona del régimen. Historias de hombres torturados y ejecutados por las tropas gubernamentales. Relatos de cadáveres irreconocibles que son enviados en bolsas de basura a sus familias. Civiles que no llevaban suficiente dinero en los bolsillos para pagar a los soldados de al-Asad, o jóvenes de espesas barbas que han sido detenidos y torturados por simple placer. El hermano de Muhammad Abdel Asis está en este macabro catálogo de casos. Desapareció semanas atrás, cuando cruzó a la zona bajo control del régimen y no regresó. Ha tratado de buscarlo sin fortuna. Nada se sabe de él y nadie quiere darle ninguna respuesta.
Cientos de personas se agolpan en la entrada del colegio Yarmuk, en el distrito de Bustan Al Qaser. Cuatro hombres portan uno de los cadáveres que han sacado del río. En el patio hay tres filas de cuerpos. Todos están cubiertos por una sábana de color azul y tienen un pedazo de papel con un número impreso. «En total hay setenta y ocho cuerpos», afirma Abu Seij, uno de los responsables de esta improvisada morgue. «En el río aún quedan cadáveres, pero no podemos recuperarlos porque los francotiradores del régimen del barrio de Izaa nos han disparado. Lo intentaremos esta noche». Abu Seij tiene unas enormes ojeras bajo los ojos. Ha pasado toda la noche en vela, y el día solo ha empezado. Sus hombres se acercan a él para pedirle consejo y los activistas le sugieren que cubra el rostro de los cuerpos. El sol y el calor están haciendo mella en los cadáveres: el olor es nauseabundo. Los familiares caminan entre las hileras de cadáveres cubriéndose el rostro con pañuelos o con la propia ropa.
Van mirando uno por uno. Todos, sin excepción, se detienen en el número once: el niño que yacía en la orilla del río Queiq. Un hombre de unos cincuenta años para delante del chiquillo. Viste una túnica blanca hasta los pies y cubre su boca y su nariz con un pañuelo ajedrezado. «No lo conozco de nada… pero podría ser mi hijo. Por eso he rezado por su alma». Fuera del colegio cientos de jóvenes cantan: «No olvidamos la sangre de nuestros mártires». Los gritos de «Dios es grande» se suceden entre los asistentes a la manifestación, cuyos cantos solo son capaces de acallar los disparos de los Kaláshnikov.
Solo cuarenta y seis cuerpos han sido identificados por las familias. Si en las próximas veinticuatro horas no se producen nuevas identificaciones, el resto de cadáveres serán enterrados en la fosa común de un cementerio de Alepo. Los activistas trabajan a contrarreloj. Muhammad Al Madi realiza fotografías a todos los cadáveres que continúan pudriéndose en el suelo de la escuela. Hoy subirán de nuevo sus fotos a las redes sociales y las difundirán por televisión para tratar de identificar los cuerpos. «Crearemos una base de datos con cada uno de los rostros para que, en el futuro, las familias puedan reconocer a sus seres queridos y saber dónde están. Cada cuerpo va identificado con un número que corresponderá a la mortaja con la que serán enterrados». Un hombre escribe con un rotulador azul sobre la sábana, Hasan Ahmad Sulo. Su hermano, vecino de Alepo, se ha acercado hasta esta inmensa morgue para reclamar su cuerpo y lo ha reconocido. «Ha sido una larga espera. Cada vez que se encontraba un cadáver sin identificación nos acercábamos para ver si se trataba de él. Hasta ayer, nuestra búsqueda había sido insatisfactoria. Han sido meses de espera y de angustia. Ahora… toca descansar y rezar por él».
Una mujer completamente vestida de negro camina muy despacio entre los cadáveres. Dos soldados del ESL la sujetan por los brazos. Se detiene ante uno de los cuerpos y se agacha para apartar la sábana que le cubre el rostro. El estado del cadáver complica la identificación. Los rebeldes abren un poco más la sábana para descubrir un tatuaje en su brazo derecho. La mujer se lleva las manos al rostro y llora. «Era nuestro sobrino. Desapareció el pasado mes de julio. Era médico en la ciudad de Maara. Ahora tenemos que llamar a su familia para que vengan a recogerlo. Lo peor será comunicárselo a la madre. Ella esperaba verlo con vida».
Un hombre desliza un grueso pincel con tinta negra sobre una pared blanca y escribe: «Escuela de los mártires del río». Los vecinos han decidido cambiar el nombre de una escuela para que nadie olvide la tragedia de Alepo.
Amortajan uno a uno los veintinueve cuerpos que quedan aún sobre el patio del colegio. «Son las personas que no han podido ser identificadas: las enterraremos en una fosa común», dice Muhammad Hasan, miembro del ESL. «Es posible que sean de fuera de Alepo o que sus familias estén en los campos de refugiados de Turquía». En esta escuela el dolor y el odio son constantes. Un hombre grita con desesperación: «Son solo civiles. No han hecho nada malo. ¿Cuál es el motivo para matarlos así? ¿Cuál?». En el exterior del colegio aguardan cinco camiones y más de tres centenares de personas. Los gritos reverberan en el interior del patio central de la escuela.
Los camiones arrancan cargados con los veintinueve cadáveres. Unos hombres uniformados abren el paso. Detrás de estos hay unas trescientas personas que caminan despacio y coreando letras revolucionarias. La escena la completan los comerciantes que cierran sus negocios al paso de la comitiva, uniéndose. Desde los balcones, las mujeres gritan y lanzan arroz sobre los vehículos y los cadáveres. El cortejo se detiene delante de un viejo parque.
Los vecinos se amontonan. Los que se quedan fuera miran desde los barrotes que dan a la calle. Una zanja de dieciocho pasos y tres metros de profundidad guardará los restos de los no identificados. Los voluntarios van colocando los cuerpos sobre la tierra y cortan las vendas de manos y pies. Algunos vecinos toman fotografías con sus teléfonos móviles. Nunca han visto nada parecido y seguro que no querrían volver a verlo. Comienza el rezo y el silencio se adueña del parque. La excavadora cubre poco a poco los cuerpos con su pala. Un día más en Alepo.
«La guerra es un mal que deshonra al género humano».
François Fénelon
Un hilo de sangre serpentea entre el barro para acabar mezclándose con el agua turbia del río Queiq de Alepo. Un soldado del Ejército Sirio Libre (ESL) mira un cuerpo sin vida. Se arrodilla y le cierra los ojos con la punta de los dedos. Se toma un segundo, respira profundamente y vuelve a mirarlo. Tiene una mancha rojiza y negra en la frente, el lugar por donde entró la bala. El soldado saca una endeble navaja de su guerrera. La misma que usa para cortar el pan, ahora rasga las cuerdas que atan las manos a la espalda de un niño de doce años. Se las coloca sobre el pecho y mira a sus compañeros que levantan el cuerpo del muchacho para colocarlo en una camilla. «¡Uno, dos y tres!» Otro grupo de hombres acude junto al rebelde. Al lado, donde yacía el niño, esperan otros cinco cuerpos más. Todos ejecutados con un tiro en la cabeza o en la nuca. Algunos tienen el rostro irreconocible por un disparo a bocajarro.
En la orilla hay apilados medio centenar de cadáveres, pero todavía quedan bastantes en el fondo del río. El capitán Abu Sada, uno de los primeros en llegar al lugar, calcula que puede haber cincuenta más. Sus hombres continúan amontonando a los muertos en hileras de hasta cinco. La orilla izquierda del río Queiq se ha convertido en una morgue improvisada.
A las ocho de la mañana, unos vecinos han ido al cuartel de los rebeldes en el barrio de Bustan Al Qaser. Los gritos se escuchaban desde muy lejos. El horror les había robado la voz y solo balbuceaban dos palabras: río y muertos. Una y otra vez. Al final, uno de ellos, el más sereno, bebió un sorbo de té y contó el horror que había visto. El hombre dibujó una escena dantesca: cuerpos putrefactos flotando en el río, todos ejecutados. Divagaciones de una mente enferma, pensaron los rebeldes que, junto con varios civiles, acudieron al río. Pero los soldados comprobaron rápidamente que el relato de aquel hombre no era fruto de su imaginación.
Los cuerpos sin vida que sacan del río parecen muñecos de cera. Abu Sada se arrodilla junto a ellos. «Han sido ejecutados en la zona del régimen y lanzados al río. Es posible que lleven varios días muertos, porque la corriente no es muy fuerte y han tardado en llegar hasta aquí», sentencia el rebelde. El capitán mira a un lado y al otro, suspira, y se pasa la mano por su pelo ralo. Una voz metálica sale por su walkie-talkie , pero no se inmuta, sigue con la mirada perdida. No es la primera vez que los vecinos de Alepo se topan con una escena similar. Aunque sí la primera en la que los cadáveres se cuentan por decenas. Durante el curso de esta guerra han tenido que levantar cadáveres de cunetas o vertederos, donde son lanzados para festín de los perros.
Los vecinos se amontonan en las orillas del río; murmullan. Muchos de ellos conocen finales parecidos a los de estos cuerpos. Hermanos, primos, padres o hijos que desaparecen sin dejar rastro cuando cruzan a la zona del régimen. Historias de hombres torturados y ejecutados por las tropas gubernamentales. Relatos de cadáveres irreconocibles que son enviados en bolsas de basura a sus familias. Civiles que no llevaban suficiente dinero en los bolsillos para pagar a los soldados de al-Asad, o jóvenes de espesas barbas que han sido detenidos y torturados por simple placer. El hermano de Muhammad Abdel Asis está en este macabro catálogo de casos. Desapareció semanas atrás, cuando cruzó a la zona bajo control del régimen y no regresó. Ha tratado de buscarlo sin fortuna. Nada se sabe de él y nadie quiere darle ninguna respuesta.
Cientos de personas se agolpan en la entrada del colegio Yarmuk, en el distrito de Bustan Al Qaser. Cuatro hombres portan uno de los cadáveres que han sacado del río. En el patio hay tres filas de cuerpos. Todos están cubiertos por una sábana de color azul y tienen un pedazo de papel con un número impreso. «En total hay setenta y ocho cuerpos», afirma Abu Seij, uno de los responsables de esta improvisada morgue. «En el río aún quedan cadáveres, pero no podemos recuperarlos porque los francotiradores del régimen del barrio de Izaa nos han disparado. Lo intentaremos esta noche». Abu Seij tiene unas enormes ojeras bajo los ojos. Ha pasado toda la noche en vela, y el día solo ha empezado. Sus hombres se acercan a él para pedirle consejo y los activistas le sugieren que cubra el rostro de los cuerpos. El sol y el calor están haciendo mella en los cadáveres: el olor es nauseabundo. Los familiares caminan entre las hileras de cadáveres cubriéndose el rostro con pañuelos o con la propia ropa.
Van mirando uno por uno. Todos, sin excepción, se detienen en el número once: el niño que yacía en la orilla del río Queiq. Un hombre de unos cincuenta años para delante del chiquillo. Viste una túnica blanca hasta los pies y cubre su boca y su nariz con un pañuelo ajedrezado. «No lo conozco de nada… pero podría ser mi hijo. Por eso he rezado por su alma». Fuera del colegio cientos de jóvenes cantan: «No olvidamos la sangre de nuestros mártires». Los gritos de «Dios es grande» se suceden entre los asistentes a la manifestación, cuyos cantos solo son capaces de acallar los disparos de los Kaláshnikov.
Solo cuarenta y seis cuerpos han sido identificados por las familias. Si en las próximas veinticuatro horas no se producen nuevas identificaciones, el resto de cadáveres serán enterrados en la fosa común de un cementerio de Alepo. Los activistas trabajan a contrarreloj. Muhammad Al Madi realiza fotografías a todos los cadáveres que continúan pudriéndose en el suelo de la escuela. Hoy subirán de nuevo sus fotos a las redes sociales y las difundirán por televisión para tratar de identificar los cuerpos. «Crearemos una base de datos con cada uno de los rostros para que, en el futuro, las familias puedan reconocer a sus seres queridos y saber dónde están. Cada cuerpo va identificado con un número que corresponderá a la mortaja con la que serán enterrados». Un hombre escribe con un rotulador azul sobre la sábana, Hasan Ahmad Sulo. Su hermano, vecino de Alepo, se ha acercado hasta esta inmensa morgue para reclamar su cuerpo y lo ha reconocido. «Ha sido una larga espera. Cada vez que se encontraba un cadáver sin identificación nos acercábamos para ver si se trataba de él. Hasta ayer, nuestra búsqueda había sido insatisfactoria. Han sido meses de espera y de angustia. Ahora… toca descansar y rezar por él».
Una mujer completamente vestida de negro camina muy despacio entre los cadáveres. Dos soldados del ESL la sujetan por los brazos. Se detiene ante uno de los cuerpos y se agacha para apartar la sábana que le cubre el rostro. El estado del cadáver complica la identificación. Los rebeldes abren un poco más la sábana para descubrir un tatuaje en su brazo derecho. La mujer se lleva las manos al rostro y llora. «Era nuestro sobrino. Desapareció el pasado mes de julio. Era médico en la ciudad de Maara. Ahora tenemos que llamar a su familia para que vengan a recogerlo. Lo peor será comunicárselo a la madre. Ella esperaba verlo con vida».
Un hombre desliza un grueso pincel con tinta negra sobre una pared blanca y escribe: «Escuela de los mártires del río». Los vecinos han decidido cambiar el nombre de una escuela para que nadie olvide la tragedia de Alepo.
Amortajan uno a uno los veintinueve cuerpos que quedan aún sobre el patio del colegio. «Son las personas que no han podido ser identificadas: las enterraremos en una fosa común», dice Muhammad Hasan, miembro del ESL. «Es posible que sean de fuera de Alepo o que sus familias estén en los campos de refugiados de Turquía». En esta escuela el dolor y el odio son constantes. Un hombre grita con desesperación: «Son solo civiles. No han hecho nada malo. ¿Cuál es el motivo para matarlos así? ¿Cuál?». En el exterior del colegio aguardan cinco camiones y más de tres centenares de personas. Los gritos reverberan en el interior del patio central de la escuela.
Los camiones arrancan cargados con los veintinueve cadáveres. Unos hombres uniformados abren el paso. Detrás de estos hay unas trescientas personas que caminan despacio y coreando letras revolucionarias. La escena la completan los comerciantes que cierran sus negocios al paso de la comitiva, uniéndose. Desde los balcones, las mujeres gritan y lanzan arroz sobre los vehículos y los cadáveres. El cortejo se detiene delante de un viejo parque.
Los vecinos se amontonan. Los que se quedan fuera miran desde los barrotes que dan a la calle. Una zanja de dieciocho pasos y tres metros de profundidad guardará los restos de los no identificados. Los voluntarios van colocando los cuerpos sobre la tierra y cortan las vendas de manos y pies. Algunos vecinos toman fotografías con sus teléfonos móviles. Nunca han visto nada parecido y seguro que no querrían volver a verlo. Comienza el rezo y el silencio se adueña del parque. La excavadora cubre poco a poco los cuerpos con su pala. Un día más en Alepo.