Este texto es un fragmento de

Skarrion Gunthar

Andrés Díaz

Año 183 desde la Unificación de Shakark. Segundo año de la guerra que disputaban el rey Leidof IV y su hermano Birger Magne. Después la llamaron La Guerra de los Hermanos, lo cual era una redundancia, tratándose de una guerra civil. De cualquiera guerra.

            El campo de batalla de Cajani sería el escenario final para la tragicomedia espesa y oscura. Allí estaban dispuestos en formación de combate los dos ejércitos de miles de hombres, uno frente al otro, como dos perrazos gruñéndose, dos fieras empaladas en el anhelo de morderse y revolcarse en las tripas del rival, en el charco de sus cuajarones tenebrosos.

            Bosques de árboles con tronco de astil y hojas metálicas. Zarzales brillantes y afilados, paridos en fraguas de sudor, nacidos para cortar la carne de los hombres y tentar sus vísceras. Aceros en los que fueron labradas runas con los nombres de poder de los dioses de Shakark, ya fueran los dioses de los tiempos remotos en los que la razón y la lógica eran solo la niebla del futuro, o los dioses cercanos, que constituían el reflejo de lo más brillante y lo más sucio de los hombres que les adoraban. Barreras de escudos como una sucesión de soles podridos, incapaces ya de generar luz ni calor. Un enjambre de insectos humanos con quitina de cascos, coseletes, mallas y coraza. Los guerreros de Shakark.

            En el bando del rey Leidof el Tembloroso estaban algunos de los grandes clanes del país, como el Clan Gunthar, liderado por su viejo caudillo, Olaf Mirada de  Hielo, guerrero, mercader y pirata, amo y señor de una hueste de mil ochocientos hombres de armas y caudillo del feudo de Umega. Olaf Gunthar empuñaba el hacha y sostenía el escudo circular, como cualquiera de sus hombres. Sus cabellos antaño rubios ya eran grises y en sus carnes había sendas de arruga, pero aún era fuerte y duro y temible y orgulloso, un fiel vasallo de su señor el rey. A su diestra estaba su hijo Skarrion, un joven que ya había navegado las olas a lomos de las serpientes de madera y vela de Shakark. Skarrion era lo bastante hombre como para conocer la locura de la violencia y la sangre, pero no tan mayor como para que la corrupción y la doblez hubieran sodomizado su alma.

            —Pronto empezará el combate —le dijo Olaf a su hijo. Por las aberturas del yelmo se veían las ascuas azules—. No hagas locuras ni tonterías. Por una maldita vez, obedece a tus mayores. No basta con luchar con valor porque eso lo hace hasta un rufián de tabernas. Lo importante es la disciplina, ¿entiendes? Eso es lo que hace a un guerrero, a un hombre de verdad. La disciplina.

            —Sí, padre —dijo Skarrion, con la vista clavada en el inmenso ejército allende la tierra de nadie.

            —Recuerda que eres un Gunthar. No me deshonres, muchacho. 

            —No lo haré, padre.

            —Bien. —Olaf Gunthar echó un esputo seco y mostró los dientes amarillos en una sonrisa siniestra—. Esto ya va a empezar. Pues que así sea, y al infierno con todo. 

            El rey no estaba allí, pero sí se encontraba su hijo, el príncipe Eir, que ya pasaba a caballo ante la muralla de escudos. Ladraba un último discurso cargado de fuerza, patriotismo, honor y todas las demás telas sedosas con las que se tapan las vergüenzas las grandes degollinas. Al otro lado de la llanura de hierba oscura y húmeda Birger Magne, el hermano del rey, usurpador para unos y libertador para otros, rugía un discurso que era el reflejo inverso del que profería su sobrino. En la planicie no había arboledas y en las cercanías tampoco se alzaban oteros, lomas, mesetas ni montes, así que no habría lugar en el que resguardarse si las cosas salieran mal y por tanto la lucha sería tan desesperada como cruenta. Era un día de primavera, pero una cúpula de nubarrones lo oscurecía todo y untaba sobre el mundo una jalea de grises. Un viento áspero movía las heces algodonosas. Tras ellas estaban los dioses de Shakark, que lo contemplaban todo con sus ojos eternos, cansados, indiferentes.

            Terminaron los discursos y tanto Birger como Eir Magne descabalgaron, tomaron el escudo y la lanza y se hundieron en la masa de infantes, pues en aquella época no había apenas caballería en Shakark y en las batallas la mayoría de los hombres, incluidos los líderes, combatían a pie. Sonaron los cuernos dolientes y se dio la orden de avanzar. Los monstruos se movían sobre sus miles de patas, se desplazaban como lamparones gigantescos en la llanura desvirgada por el hombre. Los guerreros daban golpes con el plano de la espada y el astil de la lanza en el escudo, desorbitaban los ojos, insultaban a los enemigos, les prometían mil muertes y vociferaban loas y peticiones de valor a los dioses de su tierra. Los portaestandartes alzaban con orgullo las enseñas de cada señorío: en el bando del rey estaban los pendones de la Hueste Real, de los Mical de Onesa, los Odvar de Chavanga, los Estig de Arnosan, los Gaute de Gliterin, los Esteiner de Ostersun, los Uni de Jonopa, los Gunthar de Umega, los Nidog de Onsbergo y los Sindri de Estoruma. El resto de clanes leales al rey habían ofrecido poco más que un apoyo testimonial de unas decenas de hombres, bien porque fueran pobres, bien porque se hubieran escaqueado de sus deberes hacia la Corona. En el bando de Birger Magne el Taciturno, hermano del rey y pretendiente al trono, marchaban su propia y gigantesca hueste y las de tres grandes familias: los Lief de Estonga, los Aevar de Tampere y los Bodo de Lubea, clanes tan poderosos que por sí solos dominaban casi toda la mitad occidental del país. Mientras que en el bando del rey había unos catorce mil hombres el de su hermano tenía unos trece mil, así que todo parecía apuntar hacia una victoria de las tropas de Leidof el  Tembloroso. La decisión de combatir de su hermano Birger no parecía tan descabellada a pesar de su inferioridad numérica, pues la guerra no le estaba dando la razón y necesitaba una victoria rápida y fulminante que le llevara de una vez por todas a Ludvica, la capital, y al trono; sabía que si el conflicto continuaba durante más años de escaramuzas y pequeños combates aquí y allá, su ejército terminaría desangrándose y su cabeza acabaría en el tajo del verdugo, así que iba a jugárselo todo hoy, aquí, en la llanura de Cajani, aunque las apuestas estuvieran en contra. Y de cualquier modo, ¿quién sabe a ciencia cierta lo que puede pasar en el seno de una batalla? ¿Y quién puede leer entre líneas en el libro del destino?

            Junto a los pendones de los clanes y los señoríos se alzaban también las banderolas de los dioses de Shakark, pues en esta guerra no solo estaba en juego la coyuntura política del país, sino también la religiosa. Las gentes del rey llevaban banderas con el puño y los relámpagos de Asmund el Martillador, así como el águila llameante de su padre Kor, dios de dioses, y la cabeza de carnero de Charste, señor de las batallas. Eran las tres deidades guerreras del rico panteón de los Dioses Luminosos, cuyo culto imperaba en Shakark. En las tropas rebeldes flameaban las enseñas con la cabeza bicéfala de Mumaga, el Dios de las Dos Caras, el creador y el destructor, el dios primigenio cuyo culto dominó Shakark en época remotas, cuando se hacían sacrificios humanos en los altares de piedra y madera; y al igual que en los mitos Kor y el resto de los Luminosos lucharon contra Mumaga, lo vencieron y lo arrojaron a las letrinas del cosmos, en el plano terrenal los reyes de Shakark habían acabado con los sacerdotes de túnicas oscuras de Mumaga y sus rituales ya solo tenían lugar en los rincones mugrientos del país. Pero Birger el Taciturno apoyaba el culto de Mumaga y se rumoreaba que incluso deseaba convertirlo en religión oficial.

            Por tanto hoy no lucharían solo los humanos, sino también los dioses, que vivían en las espadas, las lanzas, las hachas y la sangre de las cavernas de los hombres.

            Skarrion caminaba a paso rápido junto a su padre y otros muchos hombres de armas del Señorío de Gunthar. Ya había matado antes y se había visto envuelto en las trifulcas marinas de los piratas shakarks, pero era la primera vez que participaba en una gran batalla de miles de guerreros. Estaba en la segunda fila y por entre la marea de cascos, hombros, lanzas y escudos que subían y bajaban ya divisaba el ejército enemigo. Sintió el mordisco del terror, pero se lo tragó todo y lo sepultó en el fondo de las tripas. Los Gunthar estaban a la derecha de la Hueste Real, ocupaban un lugar de honor y por tanto el miedo era para ellos un lujo prohibido.

            —¡Dejad espacio para los arqueros! —gritaban los hombres.

            —¡Cubridles!

            —¡Apuntad y disparad!

            —¡Cuidado, que ya vienen las flechas!

            Unas cosas confusas y largas bajaron desde los cielos. Skarrion subió su propio escudo y una flecha rebotó en el centro de metal. Sonaban las quejas de los heridos, el tintineo de las puntas en las cotas de mallas y el chasquido húmedo de la saeta que se hundía en la mejilla o el cuello.

            —¡Seguid avanzando! —ordenó Olaf Gunthar, bajo su escudo. Su mandato era el eco de otras muchas órdenes similares a lo largo de toda la muralla de peleadores.

            Los arqueros de uno y otro bando continuaron disparando sus flechas desde las respectivas retaguardias. Los lanceros les protegían con sus escudos mientras ellos apuntaban hacia arriba y adelante, y cuando soltaban la cuerda el proyectil dibujaba una trayectoria parabólica sobre la tierra de nadie y caía en el campo enemigo. Luego caminaban algunos pasos, se detenían y volvían a disparar. Las flechas castigaban a uno y otro ejército y cada escudo pronto quedó adornado por al menos una saeta. Aquí, un hombre gritaba con un dardo clavado en la garganta; allá, otro gemía al encontrar una flecha hundida en un muslo, se agarraba a un compañero, profería reniegos y seguía adelante, cojeando. Skarrion sintió los golpes de flecha en el escudo, como martillazos sordos. Oyó los gritos de ánimo y furia de sus compañeros. Osó mirar por entre los escudos que eran el techo de su casa de hombres y vio las saetas en el aire, como criaturas malévolas. Un compañero bramó al encontrarse el antebrazo atravesado por una flecha y maldijo a su perra suerte.

            La distancia entre vanguardias menguó y ambos ejércitos quedaron tan cerca uno del otro que ya los arqueros no tendrían que disparar hacia arriba, sino hacia delante, y además podrían herir a sus propios compañeros, así que cerraron las aljabas y desenvainaron los enormes y pesados cuchillos shakarks. Las dos murallas de escudos se detuvieron a menos de diez pasos de distancia. Dos paredes de madera, acero y hombres. Los de un bando vociferaban insultos y amenazas a los del otro y todos parecían a punto de saltar de una vez por todas, pero los líderes les contenían, como si esperasen el momento adecuado; así cebaban las ganas de pelea de sus guerreros, el ansia de quebrar la muralla humana, romperla a lanzadas y empujones, pasar por encima de los caídos y abrir una brecha por la que penetrar en masa para partir el ejército rival, atravesarlo y envolverlo en bolsas letales. Esta era la verdadera táctica de las batallas en Shakark y lo demás eran tonterías.

            Sonó la voz que ordenaba atacar, sonó en muchos lugares y casi a la vez, proferida por otros tantos mandos, y luego estalló un solo rugido violento, explosivo, aterrador, el grito de batalla de decenas de miles de hombres. Avanzaron con disciplina, sin que nadie se saliera de la muralla,  formando un rodillo, una unidad. Las vanguardias chocaron. Por encima y entre los escudos salieron disparadas las lanzas, que pincharon la madera y los centros metálicos, que arañaron los cascos y las cotas de mallas y que partieron ojos, abrieron la carne e hicieron saltar la sangre en hilachas negras. Los de atrás empujaron a los de delante y el combate se volvió cerrado, farragoso, torpe, sucio, feísimo, sin apenas sitio para manejar la lanza. Se chocaba escudo contra escudo, la cara del enemigo quedaba separada por un brazo, luego un codo, luego una mano y a veces ni eso, y entonces los hombres la emprendían a cabezazos que partían narices y labios y hacían manar la sangre a borbollones. Muchos tiraban la lanza, sacaban el cuchillo y daban puñaladas, intentando pasar el arma por entre los escudos para clavarla en rodillas, muslos, ingles, abdomen, pecho o garganta. Había ya muertos en el suelo y sobre ellos los pies resbalaban y tropezaban. Algunos cadáveres ni siquiera podían caer, apretados entre los dos bandos. A lo largo de la batalla la línea de escudos resistía por ambas partes, doblada y ondulada, mas no rota. Tampoco se conseguía superar al contrario por los costados.

            Los ejércitos retrocedieron incluso antes de que se oyera la orden de los mandos. Los escudos se separaron, sucedieron las últimas lanzadas y las dos murallas de hombres recularon y dejaron un espacio vacío, una tierra de nadie de menos de diez pasos sembrada de cadáveres y de heridos que cojeaban y se arrastraban para volver con sus compañeros. En uno y otro bando los hombres gruñían, escupían, jadeaban como perros, sangraban y sobre todo tomaban aire, el precioso y divino aire que le faltaba a los pulmones. Las grandes batallas no solían resolverse en un solo encontronazo, sino que más bien eran una sucesión de choques de las murallas de escudos, hasta que una quedara rota de una vez por todas, y entre medias se producían estos breves descansos que servían para recuperar el aliento y extraer reservas de coraje del fondo del alma.

            Skarrion estaba empapado en sudor de arriba a abajo, la cabeza le ardía y la sangre le empapaba la cara, pues una lanza le había rozado la frente y le había hecho una herida no grave, pero sí aparatosa. El tinto de sus venas cubría sus cejas, su nariz, sus mejillas y barbas y se le metía incluso en los ojos, obligándole a parpadear cada dos por tres. Sabía que su lanza había matado al menos a un enemigo, la había visto pasar por entre dos cascos y hundirse en la boca de aquel hombre, que se desplomó sin fuerzas. Ahora ya estaba en la primera fila porque el compañero de delante había resbalado sobre sus propias tripas y no se había vuelto a levantar. Cerca de Skarrion estaba Olaf, su padre, un monstruo viejo y pesado salpicado de rojo, siempre sonriendo de modo maligno, como si todo esto en el fondo le divirtiera, como si fuera un chiste amargo y triste, pero bueno.

            Estalló de nuevo la orden de avanzar y Skarrion caminó pegado al hombro de su compañero, los escudos tocándose y las lanzas levantadas. Solo cuando asestó la primera lanzada se dio cuenta de que había estado gritando durante muchos latidos. Su lanza picó en un casco y una cota de mallas, resbaló en algo, alguien la apartó y él echó el brazo hacia atrás para volver a golpear. Tras él, los amigos le empujaban. Ante él, los enemigos le empujaban. Un rostro barbudo vociferaba insultos. Una moharra salió de alguna parte en busca de sus ojos y arañó su casco. Alguien a su lado profirió un alarido que casi le rompió el tímpano. Algo caliente y húmedo chorreó sobre su oreja y un cuerpo resbaló sobre su hombro y su brazo. Tuvo un vislumbre de media cara cortada y de unos sesos escapando bajo el borde de un casco, como una pasta gris y blanquecina, luego roja. Tropezó con algo. Luchó para no caerse. El barbudo que le insultaba fue atravesado por la hoja de un hacha, la de su propio padre, que soltó una carcajada tan profunda como el trueno. Alguien cantaba a los dioses con una alegría enfermiza, grotesca. Unos cuervos volaban en círculos y soltaban graznidos que parecían los maullidos de un gato. Arriba, el cielo gris. Abajo, el mar de brazos, escudos, caras, ojos desorbitados, dientes amarillos, espadas, cuchillos, lanzas, furia, locura y sangre que volaba en nubecillas confusas o que saltaba desde las arterias segadas en finísimos chorros horizontales, con una fuerza sorprendente, empapando a todos los que estuvieran alrededor. Skarrion soltó la lanza, consiguió meter el brazo por entre el escudo y su propio cuerpo, sacó el cuchillo y empezó a dar puñaladas por abajo. Un hombre resbaló ante él, su boca convertida en un agujero infinito de terror. Una mano agarró el pie de Skarrion y él pisoteó medio histérico, como si aplastara arañas. Bajo sus piernas alguien vomitaba alaridos roncos. Skarrion levantó el escudo y al bajarlo aplastó la carne y los huesos. El grito desapareció. Sintió un empujón, un compañero le agarró para que no cayera, el hacha de su padre voló y rompió el borde de madera de un escudo. Sonaron gritos de alegría y victoria que helaron su corazón porque no provenían de su propio ejército.

            —¡Retroceded! —chilló alguien, a su espalda—. ¡Atrás!

            —¿Qué ocurre?

            —¡El flanco izquierdo! ¡Han sobrepasado el flanco izquierdo y nos están rodeando!

            Y por entre esos gritos temerosos se colaban los de alegría y ánimo del otro bando.

            —¡Retroceded, bastardos, pero no perdáis la cohesión! —vociferó Olaf Gunthar—. ¡No le volváis la espalda al enemigo!

            Su voz se impuso a la locura del miedo y sus hombres en efecto empezaron a caminar hacia atrás con orden, levantando el escudo, sin dejar de alancear a los enemigos, quienes por verse ya victoriosos sí habían abandonado la muralla humana y se abalanzaban como locos sobre ellos, con el deseo salvaje de reventar de una vez por todas al enemigo que flaquea. Skarrion resistió dos lanzadas en su escudo y cuando su atacante se le acercó demasiado dio un paso adelante y hundió el cuchillo en su cuello. El imprudente se desplomó sobre la hierba barrosa. Skarrion siguió reculando, sin perderle la cara a la muchedumbre enemiga. Volvió la cabeza con rapidez hacia los dos lados y lo que vio le quitó el aliento. Las gentes de su propio ejército huían, echaban a correr vencidas por el miedo atroz de los perdedores: dos, tres, diez y hasta veinte hombres soltaban el escudo y la lanza y escapaban como liebres, y contagiaban el temor a las gentes que aún resistían, porque resulta difícil mantenerse en el sitio cuando se ve a decenas de compañeros escapar como almas entregadas a los diablos. También Skarrion sintió que el miedo estrujaba su corazón, oyó la voz interior que le chillaba tirar las armas y echar a correr, correr hasta que se terminara el mundo para después lanzarse por el borde y seguir corriendo en las tinieblas.

            —¡Disciplina! —bramaba Olaf Gunthar. Su vozarrón era el rompeolas en el que se estrellaban las olas del miedo de sus gentes, como si temieran más al viejo guerrero que al ejército que ya se les echaba encima—. ¡Mantened la posición, malparidos! ¡Retroceded despacio! ¡Que nadie eche a correr!

            Aquello les salvó, porque los que huían sin armas eran atravesados en cuanto volvían la espalda o asaeteados a placer por los arqueros que ya se desparramaban por el campo de batalla con la flecha en la cuerda y la sonrisa del cazador en los labios. Solo los grupos que mantenían la cohesión podían resistir la embestida del enemigo y seguir huyendo con vida, poco a poco.

            —¡Mirad! —gritó alguien—. ¡El estandarte del rey!

            Skarrion lo vio: un jinete enemigo llevaba la enseña medio desgarrada del monarca, hacía caracolear a su caballo y la movía de un lado a otro para que las gentes la vieran.

            —¡Todo está perdido! —gimió un hombre, cerca de Skarrion—. ¡Han debido capturar o matar al príncipe!

            —¡Han vencido!

            —¡A callar, imbéciles! —tronó Olaf. Sus ojos de veterano estaban ya calibrando la situación y su mente paría estrategias—. ¡Deteneos y no bajéis los escudos ni las lanzas! ¡Dadme un trapo blanco o algo de color claro! ¡Vamos, daos prisa!

            Levantó una capa de lana ensartada en su lanza, una prenda no blanca ni gris, sino ocre a fuerza de lamparones de sangre y barro.

            —¡El Clan Gunthar pide parlamento! —rugió.

            Los mandos enemigos lo vieron y ordenaron a sus gentes detenerse, pues no tenía sentido perder más hombres peleando cuando el rival parecía dispuesto a rendirse. Los capitanes del ejército vencedor se acercaron a la mole que eran los guerreros Gunthar.

            —¡El campo del honor está en manos del rey Birger II, único amo de todo Shakark! —gritó uno de ellos, un gigante de cabellos rojos, salpicado de sangre de la cabeza a los pies y armado con una maza tubular y claveteada. Era Colbein Lief, señor del Clan Lief y uno de los guerreros más famosos de Shakark. Se decía que era el segundo al mando en el ejército de su señor Birger—. ¡Rendíos, gentes de los Gunthar!

            Skarrion engulló una bola de saliva pegajosa y miró alrededor. Sus compañeros tenían la cara tensa y amarga por culpa del fracaso. Por entre los cascos y los escudos vio la llanura espolvoreada de cadáveres. Lejos, había grupos de hombres que también se rendían. Distinguió, remotas, unas figuras que alanceaban y acuchillaban a los moribundos. Vio cómo caían los brazos de quienes morían. Los ganadores daban voces de alegría y elevaban rezos a Mumaga, el dios atávico que hoy había doblado la cerviz de los Dioses Luminosos de Shakark. Los cuervos conversaban, se dejaban caer, abrían las majestuosas alas negras y se arracimaban sobre los cuerpos que en vida tuvieron sentido, pero que ahora solo eran incongruencias de carne.

            —No bajéis los escudos aún —ordenó Olaf a sus gentes. Alzó la voz:—. ¡Estoy dispuesto a ceder, pero se respetará la vida de todos mis hombres y se nos permitirá conservar las armas!

            Colbein Lief dejó descansar la maza oscura sobre uno de sus hombros y apoyó el escudo, con dos flechas rotas clavadas en la madera, en el suelo de hierba oscura. Ya había una muchedumbre de guerreros tras él y parecían dispuestos a pelear contra los Gunthar si no se llegaba a ningún acuerdo. Colbein gritó: 

            —¡Dejad paso a Su Majestad El Rey!

            Las gentes se apartaron y apareció Birger el  Taciturno, el hermano de Leidof  IV. Venía a caballo para poder mirar desde la altura a todos los demás hombres, pero por sus manchones oscuros y sus sietes y rasgones en la capa y la sobreveste se notaba que también había luchado a pie firme. Usurpador o no, de todos era conocido que no le hacía ascos a la batalla. Contemplaba a la hueste Gunthar con la expresión serena y sombría que justificaba su apodo.

            —Qué vergüenza —le gruñó Skarrion a su padre—. Colbein Lief, ese perro fiel y rastrero, ya le trata de rey ante todos nosotros.

            —Cierra el pico, muchacho —contestó Olaf.

            Skarrion apretó los labios y se tragó el comentario ácido que le subía por la garganta. Muchos también tuvieron que morderse la lengua. Pero sí estallaron las voces de asombro, indignación y cólera cuando vieron a Enar, el hijo de Birger el Taciturno: caminaba detrás de su padre y llevaba, a modo de estandarte siniestro, la cabeza cortada y clavada en una lanza del príncipe Eir, líder supremo del ejército derrotado. Enar Magne estaba sucio y apestaba, pues también él habría luchado junto a su padre. Mostraba con orgullo la testa blanca y macilenta de su primo, el príncipe Eir.

            —Bastardos —dijo Skarrion—. ¿Cómo han podido hacerle eso? 

            —Cállate —le advirtió Olaf, con una mirada de hielo—. Si no guardas silencio tú también acabarás empalado en una lanza. Y yo, y todos nosotros. Así que cierra la boca.

            Skarrion respiró fuerte y se reprimió. Sobre todo, le sacaba de quicio el rostro soberbio y satisfecho de Enar mientras sostenía en alto la cabeza del príncipe. Enar Magne tenía la misma edad que Skarrion y estaba ya endurecido por la guerra, pero era famoso no tanto por su coraje, sino por sus depravaciones. Le acompañaba un hombretón barbudo y desgreñado, aún más sucio que la mayoría de los shakarks, que respondía al nombre de Alfrotul. Era un extranjero, un noctumbrio, y se rumoreaba que era un proscrito, un ladrón o asesino perseguido en su propio país. Parecía la sombra del joven Enar. 

—¡Señor Gunthar! —llamó Birger Magne.

Olaf se adelantó y salió de entre sus hombres, con el hacha en la diestra y el escudo en la zurda. Miró el rostro del Taciturno.

—Os felicito por la victoria —dijo Olaf—. ¿Cuáles son vuestras condiciones?

El Taciturno dejó pasar muchos latidos de silencio y luego respondió con su voz lenta y gruesa:  

—Debéis renegar del falso rey al que ahora servís y aceptarme como único y auténtico soberano de la nación. Me juraréis fidelidad y vasallaje y pondréis como aval de vuestro juramento vuestro propio honor personal, el de vuestra familia y el de todos vuestros antepasados. Juraréis también por los dioses de Shakark y por toda nuestra amada tierra. Si lo hacéis se os perdonarán vuestros muchos y grandes yerros, se respetarán la vida y las propiedades de toda vuestra gente y como único castigo tendréis que satisfacer las pertinentes compensaciones económicas. —Los ojos verdes y oscuros de Birger Magne se endurecieron—. Pero si persistís en vuestra locura vos y todos vuestros hombres seréis ajusticiados como criminales, en este mismo campo de batalla. Después, mi ejército victorioso pasará por vuestro señorío. —Señaló la testa clavada en la lanza—. Mirad al hijo del falso rey. Me ocuparé de que toda vuestra familia acabe de igual modo.

Olaf echó un vistazo a la cabeza espectral. Las moscas ya se apelotonaban en los ojos, la nariz y la boca. El Taciturno lo había dicho todo con voz muerta, no como si amenazara, sino como si expresara una simple verdad de la vida.

—Decidid, señor de los Gunthar.

Olaf suspiró, tiró al suelo el escudo y el hacha, se quitó el yelmo y agachó la cabeza.

—Yo os juro lealtad, Majestad.

            Skarrion sintió que algo se le congelaba y rompía por dentro al ver a su padre cabizbajo ante gentes por las que solo podía sentir repulsión.

            —¡De rodillas! —exigió Enar.

            Olaf miró con asombro al joven y luego a su padre.

            —Ya habéis oído a mi hijo, señor Gunthar. Debéis postraros ante vuestro rey para jurarle vasallaje. Y también lo harán todos vuestros hombres. Los que sigan en pie serán ajusticiados.

            Olaf apretó los labios y frunció el ceño. Se volvió hacia sus gentes.

            —¡Guerreros del Clan Gunthar!  ¡Postraos para jurar lealtad a nuestro rey y señor, Su Majestad Birger II!

            Clavó una rodilla en la tierra y hundió la barba en el pecho. Sus más de mil setecientos hombres, poco a poco, le imitaron. Skarrion fue de los que más tardó, pero Olaf se volvió para ordenarle obediencia con los ojos. Al final él también se tragó el vómito de su propio orgullo roto, lo devolvió a las tripas y puso la rodilla en la tierra. Solo ocho hombres siguieron en pie; eran o muy viejos o muy locos, pero muchos les envidiaron en su fuero interno. Los guerreros de Birger les desarmaron, se los llevaron fuera de la horda, les sujetaron por los brazos, levantaron sus cabezas de un tirón de los cabellos y les abrieron la garganta con sus cuchillos, a la vista de todos.  Luego los arrojaron a la hierba regada con sangre.  

            Bajo las nubes tenebrosas que el viento se iba llevando, los guerreros del poderoso Clan Gunthar juraron a gritos su lealtad al nuevo rey.            

2

            El resultado de la batalla de Cajani fue propiciado por una traición:

En el extremo izquierdo del ejército del rey Leidof IV, el Clan Gaute no solo se negó a luchar, sino que además atacó por sorpresa a sus propios compañeros. No lo hicieron en el comienzo de la batalla, sino más adelante, en el momento apropiado, cuando ya los dos ejércitos estaban trabados por la cornamenta, como los ciervos. No fue algo espontáneo, sino premeditado y planeado, porque precisamente el lado derecho del ejército de Birger Magne había sido engrosado con refuerzos, para apoyar a los felones. Los dos mil cien hombres del Clan Gaute se volvieron contra sus compañeros de los clanes de Uni y Estig, se les echaron encima cuando menos lo esperaban y les alancearon con furia. Esto acabó por desbaratar la formación realista, atacada por la izquierda y además rodeada y hostigada también por la retaguardia. El caos se extendió con rapidez y los guerreros del rey Leidof sufrieron los latigazos del miedo, ese miedo irracional que obliga a los hombres a tirar las armas y huir, incluso sin saber muy bien por qué. En el campo de batalla el valor y el terror quedan separados por una lámina cristalina y sutil. La disciplina, el patriotismo, el honor y el espíritu de cuerpo de las mesnadas tienen como único fin mantener a raya el miedo a la muerte, pues una vez que se produce la grieta en la presa las barreras de la voluntad van cayendo una tras otra y al final la tromba del pánico se lo lleva todo por delante.

            Por supuesto, en la confusión del combate muchos no supieron que los Gaute les habían traicionado; ni siquiera lo imaginaron y solo lo conocieron  por medio de los relatos de los compañeros. Pero entonces ya era tarde, ya solo quedaba espacio para la indignación y la impotencia.

            La inmensa mayoría del ejército derrotado prestó juramento de fidelidad a Birger Magne, o Birger II de Shakark. El Taciturno les perdonó la vida no por su ánimo liberal, sino porque le convenía integrar a todos esos hombres en su propio ejército. Los usurpadores no tienen la legitimidad de las leyes o la justicia y por tanto deben contar con otro tipo de legitimidad: la de las lanzas. Cuantas más tuviera más fácil sería domar a todo el país. La batalla fue cruenta, pero la traición de los Gaute provocó un final tan rápido que no hubo un número alto de bajas, ni siquiera entre los vencidos. Sí murieron muchos en la Hueste Real, pues Birger dio orden de matar a toda costa al príncipe Eir, cuyos fieles guerreros le protegieron hasta el último latido.

De entre los derrotados solo el Clan Nidog consiguió escapar de la batalla. Estaba compuesto por unos dos mil ochocientos hombres y su prestigio era tan grande que habían ocupado el extremo derecho, el lado del honor. Únicamente los Gunthar les hacían sombra en fuerza y riquezas. La mente afilada de Gultop Nidog entendió antes que muchos que la batalla estaba perdida, así que dio la orden de irse cuanto antes. Así lo hicieron, de manera ordenada y rápida, y solo osó enfrentársele un pequeño contingente del Taciturno, pues el grueso de sus tropas estaba ocupado aún en el combate principal. A Birger Magne se les había escapado por entre los dedos y tampoco envió más tarde una hueste lo bastante grande como para darles caza, sin duda porque aún desconfiaba de todos los clanes que a regañadientes le habían jurado lealtad tras la liza; era mejor tener todos sus guerreros a mano, por si alguien se desdecía de su recién nacido vasallaje.

            Juraron fidelidad los Estig, los supervivientes de la Hueste Real, los Sindri, los Gunthar y los Odvar. Pero los pequeños clanes de Uni y Esteiner siguieron luchando, pues sus líderes, famosos por su devoción a los Luminosos y su repulsión hacia el culto de Mumaga, dieron la orden suicida de no rendirse. Estos locos gloriosos fueron alanceados, asaeteados, acuchillados, aplastados, tajados, maniatados, degollados y por último apilados en un amasijo de cuerpos, para que se pudrieran o fueran devorados por las alimañas. Muchos de esos hombres píos se ahogaron en su propia sangre mientras vociferaban sus últimas loas a Kor y Asmund, quienes sin duda les contemplarían desde los cielos con una mirada sombría y satisfecha.

            Por la noche hubo una cena en la fortaleza de Cajani, cercana al campo de batalla. Debían asistir los líderes de todos los clanes que participaron en el combate, vencedores o vencidos, así que Olaf y su hijo Skarrion también fueron a la celebración. Allí estaban los principales nobles del país, todavía sucios por culpa de la batalla, renqueantes, medio agotados, salpicados de moretones y adornados de nuevas cicatrices. Parecían una agrupación de muertos vivientes antes que una reunión aristocrática. Menudeaban las miradas de ira y rencor entre unos y otros. Sobre todo, los derrotados no dejaban de asesinar con la mirada a Freistein Gaute, el felón que en la batalla había atacado a sus propios compañeros. Le llamaban Freistein el  Bello porque era un hombre alto y delgado, de pelo y ojos oscuros, con un rostro tan hermoso que sin la barba quizás hubiese parecido el de una mujer. Pero se trataba de un guerrero duro y hábil, uno de los mejores espadas del país, y no era en absoluto afeminado. Aguantaba el chaparrón de miradas letales con cierta jovialidad, como si todo esto le divirtiera en el fondo, cosa que exasperaba aún más a sus enemigos. No obstante, nadie se lo echaría en cara porque ahora que todos habían jurado lealtad al Taciturno. Además, Birger había llenado el castillo de hombres armados que impedirían una de esas trifulcas tan habituales entre shakarks.

            Cuando estuvieron sentados en el salón del homenaje, Birger Magne se levantó y poco a poco las voces fueron hundiéndose en la charca del silencio.

            —Nobles señores, hoy quiero brindar por el fin de una guerra que ha dividido a nuestro amado país durante dos largos años. Por el fin de la tiranía opresora de un falso rey. Y por el comienzo de una época de dicha y concordia. Hoy, brindaremos por el futuro resplandeciente de Shakark.

            Se levantó Colbein Lief, aquel gigante pelirrojo que a tantos hombres había matado por la mañana con su famosa maza, y levantó la copa.

            —¡Por el honor y la gloria de Su Majestad Birger II, único rey de todo Shakark!

            Todos los nobles, con  más o menos ganas, se pusieron en pie y levantaron la copa.

            —¡Por el honor y la gloria de Su Majestad! —gritaron.

            Bebieron y se sentaron.

            Se levantó entonces Freistein Gaute y alzó la copa.

            —¡Yo también quiero brindar por el auténtico rey! ¡Honor y gloria a Su Majestad Birger II!

            Muchos se levantaron, pero otros tantos siguieron quietos. La luz de las teas desnudaba sus rostros sepulcrales.

            —¿Qué ocurre? —gritó Freistein Gaute, con la copa todavía en la mano—. ¿Aún hay aquí gentes que no brindan por el rey?

            Se levantó Enar, el hijo de Birger.

            —¡Brindad todos por la gloria y el honor de mi padre!

            Vilgot Odvar, uno de los que habían rechazado el brindis, se puso en pie con lentitud. Miro al Taciturno, quien a su vez los contemplaba a todos con su faz impasible y tenebrosa. 

            —Majestad —dijo Odvar—, muchos de nosotros os juramos lealtad esta misma mañana y ninguno se desdecirá de sus votos. Estamos dispuestos a brindar por vos. —Señaló con el dedo a Freistein Gaute—. ¡Pero jamás secundaremos el brindis que sale de la boca de un felón!

            —¡Malnacido! —rugió Freistein el Bello, y echó mano de la espada—. ¡Os vais a tragar esas palabras!

            —¡Pues venid aquí e intentadlo, bellaco infame! ¡Veremos si sois capaz de ganar una pelea cuando no podéis acuchillar por la espalda!

            Estalló un vocerío infernal porque muchos también insultaban a Gaute y otros tantos increpaban a los que rechazaron su brindis. Birger Magne se levantó, alzó el brazo derecho y dio un puñetazo que hizo crujir la mesa.

            —¡Silencio! —Todos le miraron, pero aún arreciaba el vendaval de gritos. El Taciturno levantó sus puños y los descargó en un golpe que casi partió la mesa—. ¡Silencio!

            Todos callaron. Les barrió con su mirada verdosa. 

            —¡Señores de Shakark! ¡Estamos en una reunión de nobles gentes, no de villanos en una mancebía! —Levantó la barbilla—. Ruego templanza.

            —Majestad, los insolentes aún no han brindado por vos —dijo Gaute.

            —Sí lo hicieron. El señor Lief propuso un brindis y todos lo secundaron.

            —Pero no secundaron el mío.

            —Teneos, señor Gaute. Dejemos eso por ahora. Haya calma y paz. Regocijémonos porque ahora todos somos amigos.

            Freisten Gaute enrojeció de ira y vergüenza, pero se mantuvo impasible. Se sentó de mala gana en su butaca. Sus enemigos sonrieron con placer y también se regocijaron los adictos al Taciturno, pues los felones pueden ser útiles, pero nunca son amados. 

            Si bien no con alegría, el banquete prosiguió al menos con tranquilidad. La bebida y la comida abundantes aplacaron los ánimos y poco a poco los vencidos empezaron a aceptar de una vez por todas su nueva situación. Birger incluso llamó a varios de los nobles hasta hace poco enemigos para que departieran personalmente con él. Se comportó con educación y ellos celebraron en su fuero interno que no les humillara. Quizás no fuera un mal rey, después de todo. El Taciturno se levantó de la mesa y se retiró a un lado junto a su segundo, Colbein Lief. También les acompañaba su hijo Enar y el guardaespaldas de éste, el noctumbrio Alfrotul. Birger les pidió a todos que siguieran divirtiéndose y luego ordenó a Olaf y a Skarrion que le siguieran. Los dos Gunthar se miraron con recelo y fueron tras él.

            Cuando estuvieron todos en un despacho, lejos de la fiesta, Birger se acomodó en una butaca y miró largamente a los Gunthar. No permitió a nadie tomar asiento.

            —¿Para qué me habéis llamado, Majestad? —preguntó Olaf.

            —Vos gobernáis uno de los señoríos más poderosos: el feudo de Umega. Lideráis una buena mesnada de guerreros. Tenéis granjas, labrantíos y una flota de naves de panza ancha que comercian a todo lo largo de las costas del Mar de los Hielos, el Soderjam y el Nortalje. Vuestra riqueza y vuestra influencia son famosas en todo Shakark.

            —Me las he ganado a pulso, Majestad, con esfuerzo, sudor y sangre.

            —Nadie lo niega, señor Gunthar. Y nadie os va a arrebatar nada… Siempre que mostréis un comportamiento adecuado.

            —Os juré lealtad esta mañana y yo nunca juro en vano, Majestad. En cuanto a las sanciones económicas, las pagaré sin demoras.

            Birger apartó algo invisible con los dedos.

            —No me refiero a eso. Veréis… Hasta ahora hemos sido enemigos, pero deseo que vos y yo estemos en las mejores relaciones posibles. Que seamos como uña y carne, por así decirlo. 

            —Lo seremos —dijo Olaf—. Jamás os causaré disgusto ni quebranto alguno, Majestad.

            —Me alegra oír eso —dijo Birger, sonriendo solo con la boca, no con los ojos—. Porque vos y yo vamos a compartir familia.

            Olaf dejó de sonreír, pero no dijo nada.

Birger señaló con la mano a Enar.

            —Mi hijo tiene ahora la misma edad que el vuestro. Está en edad de casarse y quiero para él la mejor de las esposas. Me han dicho que tenéis una hija joven y aún soltera…

            Skarrion sintió un escalofrío que subió como una babosa helada y veloz por su médula espinal.

            —Sí —respondió Olaf, con voz lenta—. Mi hija Fulla.

            —¿Cuántos años tiene?

            —Dieciocho.

            —Magnífico, porque Enar tiene diecisiete. Harán una pareja maravillosa. Nos darán a vos y a mí hijos fuertes y sanos. Nuestro nieto común será algún día el rey de Shakark. 

            —¿Estáis proponiéndome que case a mi hija con vuestro hijo?

            —No os lo propongo. Os lo ordeno. Y como fiel vasallo que sois, lo aceptaréis con alegría. ¿O es que vais a desdeciros de vuestro juramento?

            Olaf permaneció inmóvil durante muchos latidos. Entrecerró los ojos, como si calibrara los pros y los contras. Con alarma, Skarrion comprendió que su padre no iba a negarse.

            —Por supuesto que acepto —respondió Olaf—. Mi hija Fulla se casará con vuestro hijo, Majestad, y uno de los nietos que nos den será algún día el rey de nuestro país.

            —¡Magnífico! —El Taciturno sonrió y dio una palmada que sonó como un trueno—. Por supuesto, vuestra hija debe aportar una dote digna de una reina.

            —No os preocupéis por eso, Majestad. Mi hija aportará una dote acorde al poder y el prestigio de los Gunthar.

            —No esperaba menos de vos. Enviaréis a vuestra hija Fulla a Ludvica en un plazo no superior a cuarenta días. Tras la batalla de hoy vos y yo sabemos que la guerra ha finalizado, así que me propongo ir cuanto antes a la capital para tomar plenos poderes sobre la gobernanza del reino. En cuarenta días os aseguro que el falso rey ya habrá sido expulsado de la corte y que yo estaré firme en el trono. Entonces, podremos celebrar el enlace de nuestros hijos. Será el vino dulce que borre la hiel del pasado. —Su voz adoptó un tono que no admitía réplicas—. Me enviaréis a vuestra hija dentro de ese plazo. Puede que antes, incluso. Y vos y vuestra familia también podréis asistir, por supuesto.

            —Así lo haremos, Majestad.

            —Os veo serio. ¿Acaso no os regocija unir vuestro noble apellido al de los reyes del país? 

            —Me siento muy honrado, Majestad.

            —Lo celebro. —Levantó las manos y las cejas—. ¡Todo solucionado! Dejad que os abrace no solo como a un fiel vasallo, sino como a un miembro más de mi familia.

            Se levantó y abrió los brazos. Olaf sonrió y los dos se fundieron en un estrujón de osos. Se miraron con sonrisas de mandíbulas apretadas. 

            —Bienvenido a la Familia Real.

            —Gracias, Majestad.

            —Un momento. ¿Puedo hablar, Majestad?

            Todos miraron al joven Skarrion, cuyo rostro presagiaba una tormenta. Olaf le agarró de un brazo y casi le empujó.

            —¡No! ¡No puedes hablar! Majestad, Alteza y noble señor Lief, no atendáis a las palabras de mi hijo. La felicidad de este enlace le tiene algo… ofuscado.

            —Dejad que hable —ordenó Birger.

            Olaf clavó sus ojos azules y severos en los de Skarrion, que apretó los labios y bajó la vista.

            —No era nada, Majestad —murmuró.

            —Bien. Entonces todo queda dicho y hecho. Volvamos al banquete.

            Salieron del despacho y retornaron a la sala del homenaje. Todos les miraron con curiosidad, haciendo cábalas políticas, pero nadie dijo nada. Cuando estuvieron otra vez en su mesa, Skarrion se encaró con Olaf y susurró con voz iracunda:

            —¡Padre! ¡No podéis permitir que Fulla se case con esa alimaña!

            —¿Qué no puedo permitirlo? —susurró a su vez Olaf, resoplando con ira—. ¿Quién eres tú para decirme lo que puedo o no hacer con mi familia?

            —Fulla es una buena chica y de Enar Birger se cuentan…

            —¡Silencio! Escúchame, jovencito. Yo soy el dueño y señor de todo el Clan Gunthar, de sus hombres y mujeres, incluso del perro más miserable que pulule por mis dominios. Todos me pertenecen, incluidos tú y tus hermanos. A mí tampoco me gusta ese mozo, pero es el príncipe, el hijo del nuevo rey, y mi deber y el deber de tu hermana es engrandecer a los Gunthar. Por tanto Fulla se casará con él, se quedará preñada de él y parirá buenos hijos para él y para la Casa Real de Shakark. Y uno de esos niños será el futuro rey del país. Y será un Gunthar. ¿Lo has entendido?

            Skarrion supuraba cólera por los ojos azules.

            —Sí. Lo he entendido.

            —Entonces cállate de una vez por todas.

            Olaf desvió la vista, tomó su copa de cerveza y dio un trago. Skarrion se dio cuenta de que su padre tenía los dedos crispados al agarrar la copa, como si quisiera aplastarla, destruirla, convertirla en una bola de metal. También vio el cansancio y el pesar de unos ojos que ya navegaban hacia la vejez. 

            Skarrion volvió la cabeza y se fijó en Enar Birger, que reía y bebía junto al noctumbrio Alfrotul. Imaginó a su hermana Fulla al lado de ese individuo y sintió que se le revolvían las tripas. El banquete se le antojó una locura de rostros, mostachos, barbas y carnes sudorosas. Sintió que el asco y el mareo le podían y se levantó.

            —¿Adónde crees que vas? —le preguntó su padre.

            —A dar una vuelta. ¿Acaso no puedo?

            —Sí. Pero no te metas en líos.

            Skarrion deambuló por los corredores y subió a la planta alta del edificio, a las almenas. Aspiró el aire fresco de la noche primaveral y contempló el vasto cielo cuajado de estrellas y la sombra ominosa que era el horizonte. 

Se preguntó entonces, como tantas veces había hecho, qué lugares escondía tal horizonte, qué países, qué hombres y mujeres había allende las tierras y los mares de Shakark. Había conocido algunos puertos de Noctumbria y había hablado con mercaderes llegados de otras latitudes, y ellos le narraron historias fabulosas sobre ciudades en las que cada casa era un castillo, sobre mares que no eran de agua sino de arena, sobre civilizaciones que ya eran viejas y brillantes cuando el primer shakark levantó su choza de paja, sobre magos y hechiceros ante los cuales los brujos de su país eran meros charlatanes. Todo eso le atraía, le llamaba, tiraba de él. Pero no podía marcharse. No podía salir de Shakark.

            Pasó allí mucho tiempo, contemplando la noche del mundo, escudriñando misterios que seguirían siendo misterios mil años después. El viento aplastaba las llamas de los hornillos que calentaban las manos de los centinelas y gemía con su voz anciana y pesarosa.

            —Estás aquí, Skarrion —dijo alguien, a su espalda.

            Se volvió y encontró a Enar Birger y a su gigantesco perrito faldero, Alfrotul. Los dos hedían a alcohol, tenían los ojos enfebrecidos y sudaban. Skarrion intentó verle con buenos ojos, lo intentó de veras… Y solo sintió asco.

            —Os saludo, Alteza.

            —Vamos, chico, dejémonos de tonterías. Pronto seremos parientes, así que puedes tratarme con familiaridad. ¡Seremos hermanos! ¿No es magnífico?

            —Maravilloso.

            Enar le puso una mano en el hombro.

            —Esta mañana hemos peleado como hombres de armas, pero ahora tenemos que amigarnos como compadres. Vamos a divertirnos un poco, ¿te parece? ¿Por qué no vienes con Alfrotul y conmigo?

            —¿Adónde?

            —Vamos al burgo a por mancebas.

            —¿Furcias?

            —¡Claro, hombre! Unas rameras calientes que sepan iluminar esta noche oscura.  

            —No iré. No me siento con ganas para esas cosas.

            —¿Seguro?

            —Seguro.

            —Tú te lo pierdes, hombre. —Sonrió con picardía—. Oye, me han dicho que tu hermana es una yegua preciosa. Es célebre por su hermosura. Supongo que aún es virgen, ¿verdad? Voy a disfrutar mucho de ella, eso te lo aseguro.

            Skarrion le miró impasible. Le asestó un puñetazo que lo envió al suelo.

            —¿Qué haces, hijo de una perra? —bramó Alfrotul, y llevó una mano a la espada—. ¡Has pegado al príncipe!

            Enar se levantó. Chorreaba sangre por los labios rotos y estaba un poco mareado, pero apartó a su secuaz.

            —¡Déjalo! Esto es cosa mía. ¿Qué mosca te ha picado, malparido? ¿Acaso te he ofendido en algo? ¿Por qué me golpeaste?

            —Porque me vino en gana.

            —Porque te vino en gana, ¿eh? Pues a mí me viene en gana ensartarte como a un pollo en el espetón.

            Llevó la mano a la espada y Skarrion agarró la suya y clavó sus ojos azules en los de Enar.

            —Vamos, Alteza. Sacad la espada. Adelante, a ver si tenéis hígados. Lo estoy deseando. Será lo último que hagáis.

            Enar quedó inmóvil. Retrocedió un paso. Dos.

            —No voy a hacer peligrar los planes del rey por esto. Pero ándate con ojo, imbécil. La próxima vez acabarás sin cabeza. Todos los Gunthar sois unos locos… ¡Unos locos! Vámonos, Alfrotul. No merece la pena amargarse la noche por esto. Aún podemos divertirnos con las mozas esas.

            —¿No le daremos su merecido, señor?

            —No. Vámonos.

            Se fueron, tras echarle una última mirada asesina. Skarrion les vio convertirse en sombras menguantes y desaparecer en las fauces del castillo. Echó el aire con fuerza y se miró los dedos, que aún temblaban de ira. Se pasó una mano por la frente y echó el aire en un largo suspiro. Sospechó que este sería el primero de los desencuentros con el príncipe y con su maldita familia, y que además cada uno sería más sangriento que el anterior.

Volvió a mirar las estrellas brillantes y el horizonte de tinieblas. 




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