Este texto es un fragmento de

Tratado de la involución

Esther Valero

Eran cerca de las ocho de la tarde y había terminado una jornada de catorce horas en la fábrica de semillas Seeds Jameson Holding, en la que llevaba trabajando desde hacía catorce años, poco antes del inicio del Régimen. Tras el estruendoso aviso de la sirena, Zoë se encaminó hacia los vestuarios, pero antes tendría que pasar por el control de rayos X, por lo que se colocó tras una multitudinaria fila de trabajadores envueltos en uniformes grises. Ensimismada en la cola, le costó percatarse de que, a algunos metros delante de ella, Wafa intentaba llamar su atención moviendo en círculos la muñeca con un dedo índice alzado. «Luego nos vemos», leyó Zoë en su boca, a lo que respondió finalmente asintiendo con la cabeza y repitiendo el mismo gesto. Pero un VV con cara de pocos amigos interrumpió la comunicación, invitando a Wafa a guardar el orden en la fila. Esta le devolvió una mueca grotesca por la espalda que obligó a Zoë a reprimir una carcajada.

Antes de la ducha reglamentaria, tuvo que forcejear la cerradura en su taquilla para poder abrirla y colocó el macuto sobre un banco, junto a dos compañeras que siempre ocupaban el mismo lugar. A pesar de no existir ningún parentesco entre ellas, se asemejaban de forma asombrosa. Ambas tenían la misma mirada cetrina y rostro caballuno. Al igual que la mayoría, se recogían el cabello, lacio y oscuro, en un moño en la nuca, pues se protegía mejor de la suciedad que desprendían algunas máquinas y aguantaba limpio durante más tiempo. Para eliminar la grasa, era habitual masajearse una vez por semana el cuero cabelludo con infusiones de té y vinagre —de ahí el fuerte olor que desprendía todo el mundo—, pues era el único remedio que existía ante la ausencia de productos cosméticos. Zoë se quedaba embelesada mirando cómo se quitaban la bata de trabajo y la volvían a colgar con parsimonia en la percha de sus taquillas. Le pasaban la palma de la mano para eliminar arrugas y la estiraban por abajo con gesto seco y determinante para enderezar el dobladillo. Si alguien le hubiera dicho que eran gemelas, no hubiese dudado ni un momento. No debían superarla demasiado en edad; sin embargo, le parecían un par de ancianas. En ocasiones, y no se debía solamente al hecho de ir enfundadas en la misma indumentaria, Zoë tenía dificultades para distinguir a las personas. No importaba la raza o la edad. Todos los rostros de la Metrópolis estaban teñidos del mismo matiz amarillento y melancólico. 

Las mujeres habían iniciado una conversación sobre la última novela recibida en la dote mensual de abastecimientos. A pesar de ser de las pocas distracciones que facilitaba el Régimen Jameson, Zoë había dejado de leer aquellos libros, pues todos le resultaban igual de insulsos y manipuladores. El Régimen se encargaba de distribuirlos a lo largo y ancho del globo, traducidos a todos los idiomas permitidos. Solía tratarse de romances inverosímiles surgidos entre empleados de alguna de las industrias Jameson. Por el contrario, a pesar del poco interés que despertaban en ella, sus compañeras parecían muy comprometidas con la historia.

—Me quedé en la página cincuenta y ocho —añadió una—. Robert ha recibido una sorpresa de su país natal. Parece ser que tuvo un hermano que nunca conoció que lo está buscando a través del DICAF, ya sabes, el Departamento Intercontinental de Comunicación de Allegados y Familia.

—Estás muy atrasada en capítulos —respondió la otra con cierto desdén—. Lo bueno está por llegar. Todavía no ha aparecido Roxanne.

En aquel momento, algunas compañeras que habían estado escuchando la conversación se animaron a participar en el debate.

—Es genial —intervino con emoción una joven escandalosamente delgada—, creo que es de las mejores novelas que nos han dado últimamente en la dote mensual. 

—Yo llegué al capítulo undécimo, en el que Robert consigue el traslado a la fábrica de conservas de tomate en la que trabaja Roxanne —añadió otra compañera—. Están a punto de irse a vivir juntos, y él ha organizado una cena romántica en su apartamento. Consiguió intercambiar sus latas de maíz por una cuña de queso francés. ¿Os dais cuenta? ¡Qué hombre! Dispuesto a pasar hambre todo el mes solo por tener un pedazo de queso con el que contentar a su amada.

—¡Cállate! —interrumpió con aspereza la que había iniciado el debate—. Las demás todavía no hemos llegado hasta ahí y no queremos que nos jorobes el misterio. Cambiando de tema —añadió bajando y edulcorando repentinamente el tono—, ¿cómo van vuestros suministros para el Gran Día?

Ante la pregunta, todas se pusieron a cuchichear en voz baja. Zoë observaba con entretenimiento mientras acababa de vestirse y escuchaba sin intervenir. Aquel día había optado por colocarse su horrible blusa amarilla, uno de los cuatro colores corporativos que la humanidad estaba autorizada a vestir, además del verde, el negro y el gris. El rojo —su preferido— había sido suprimido seis meses atrás. Antes de marcharse, se colgó el macuto a un hombro y se despidió de sus compañeras levantando el dedo meñique. Las demás le devolvieron el gesto por mera cortesía, pero sin mostrar demasiado interés.

Junto a ella, muchos camaradas se esforzaban por seguir un orden de cola a través de estrechos pasillos que conducían al hall principal, en el que se encontraba la salida. Dos enormes puertas metálicas se abrieron hacia el exterior y fueron saliendo en silencio, tal y como marcaba el Código de Conducta, dispersándose en la calle oscura. Habían entrado cuando apenas despuntaba el alba, y ahora abandonaban la fábrica también en la oscuridad. Como era habitual en la crudeza del invierno, las largas jornadas hacían imposible ver el sol. Por suerte, la primavera se encontraba a la vuelta de la esquina. A unos metros de la puerta, abrazada a una farola estropeada, distinguió a la sonriente Wafa, vestida con un viejo polo gris bajo un andrajoso abrigo desabrochado. A pesar de lo poco favorecedor del atuendo siempre gozaba de buen aspecto. Se había soltado el cabello y le brillaba una tupida melena negra como el azabache. Los kilos de más se habían convertido en un preciado bien en el Régimen, y podía decirse que hacía honor a los nuevos cánones de belleza. 

El viento fresco roía despiadado los huesos y a Zoë no le bastaba con el andrajoso anorak para combatirlo. Agradeció que Wafa se aferrara a ella entrelazándole su brazo rechoncho para invitarla a caminar y adentrarse en una ciudad teñida de taxis y carteles publicitarios, todos ellos verdes, amarillos, negros y grises. En la mayoría de los paneles aparecían rostros de hombres y mujeres jóvenes exhibiendo falsas sonrisas, acompañados de una lata de judías o maíz Jameson Holding. A pesar de guardar las simetrías y proporciones de los patrones estéticos de antaño, sus rostros despedían de igual forma aquel tono macilento e insalubre del resto de la población, la misma mirada perdida y mustia. 

A veces, Zoë tenía la sensación de encontrarse en un museo repleto de figuras de cera. Trató de recordar qué aspecto tenía cuando llegó allí. Hacía tanto tiempo de eso… Fue hacia finales de 2020, recién terminada la carrera de Biotecnología, cuando consiguió una beca para realizar una tesis y Marcos y ella partieron hacia la antigua Nueva York. Por aquel entonces, ocupó un prometedor puesto de inspectora de calidad en American Seeds Int. que le permitía cubrir la totalidad de sus gastos y disfrutar de los caprichos de la antigua clase media americana. Apenas un año más tarde, la empresa pasó a llamarse Seeds Trading, fruto de la absorción por uno de los monstruos de la alimentación mundial. Cada mes se paseaba una cara nueva por las oficinas, recomendada por la directiva para llevar a cabo nuevas investigaciones de alto secreto y presentada como futura promesa de Seeds Trading. Pero lo peor llegó en el momento en el que las cadenas de televisión privadas —las escasas que aún sobrevivían en la época— repetían como cacatúas las fusiones empresariales que cambiarían la historia de la humanidad, augurando un nuevo modelo económico sin precedentes. Tras la Gran Fusión, Seeds Trading pasó a llamarse Seeds Jameson Holding.

Ahora, en la fría Metrópolis, las dos amigas se abrían paso entre el resto de los transeúntes, que parecían tener prisa por volver a encerrarse en los sombríos apartamentos y proseguir con la lectura de la novela. Ellas, sin embargo, habían optado por ir a tomar un café juntas. Acudieron al salón social de siempre, donde ofrecían —cosa difícil de encontrar— café de Etiopía, directamente importado de Blacklands. Prácticamente todas las cafeterías —rebautizadas como Salones Sociales Jameson Holding— disponían únicamente de café de Colombia procedente de la explotación que Jameson Holding tenía en el Redlands. Contaban con muy poca variedad de productos. El alcohol, el azúcar y sus derivados habían sido prohibidos poco después de la Gran Fusión. 

En menos de un año, inmediatamente después de que los gobiernos del antiguo Régimen bajaran los brazos y derogaran sus leyes antimonopolio, la familia Jameson consiguió comprar prácticamente todos los grandes negocios habidos y por haber. Lo que había comenzado con inversiones cautelosas fue incrementando hacia integraciones de empresas importantes y grandes propiedades hasta consolidar un enorme holding. La segunda fase consistió en hacerse con los pequeños comercios, los cuales se fueron revistiendo con los colores corporativos. Los antiguos dueños dejaron de ser autónomos y la lista de productos ofertada en la carta, como en la de aquel salón, se redujo a poco más que a un escaso surtido de cafés y tés. Desde aquel día, en el que los diarios alrededor del globo anunciaron en las que serían sus últimas portadas «Jameson compra el mundo», los nombres de todos los comercios y empresas de los cinco continentes tuvieron que añadir un Jameson Holding a sus terminaciones.

Wafa pagó las consumiciones, intercambiando los cafés por dos latas de guisantes que extrajo de su mochila. Zoë conocía aquel lugar desde hacía años. Estaba en el antiguo Brooklyn, cerca del pequeño apartamento que compartía con Marcos. Antaño les hizo las funciones de sala de estudios, cuando los aletargaba la claustrofobia de las cuatro paredes de los apenas treinta metros cuadrados habitables. En sus inicios, antes de Jameson, había sido un lugar acogedor. Recordaba Zoë que los amplios ventanales habían estado revestidos con cortinas de cuadros escoceses. Hubo algún día en el que Marcos y ella habían permanecido allí más de seis horas sentados en aquellas polvorientas butacas tapizadas con motivos florales. En alguna otra ocasión habían tomado té, luego cenado un sándwich, y finalmente tomado unos whisky hasta que comenzara la música en directo. Todo en la misma tarde. Eran muchos los que iban cada noche a tocar la guitarra o el saxo, estudiantes con ánimo de exhibir sus dotes musicales a cambio de unos pocos dólares. 

Las mesas, con enchapados de madera, habían servido de pizarra o cuaderno de anotaciones. También perpetuaban ocurrencias estúpidas sobre el sexo o los políticos, o fechas anunciando nuevas alianzas amorosas. El trazo indeleble de bolígrafo permanecía incrustado sobre la madera. Marcos también había tenido la costumbre de apuntar allí alguna fórmula o nombre que le viniera a la cabeza, aunque tuviera que enfrentarse después a las regañinas inofensivas de Zoë: «Ya no eres un crío para escribir sobre la mesa», le decía, y él hacía ver que se avergonzaba, exagerando una mueca de tristeza y doblegando el labio inferior.

Hacía doce años que las paredes habían estado forradas con una horrible moqueta granate que, sin embargo, proporcionaba una agradable sensación de calidez en las tardes de invierno; y sobre ella se había disputado el espacio una completa colección de posavasos de marcas de cervezas de importación, además de algunas fotografías con autógrafos de jugadores de béisbol locales. Ahora, la austeridad y el escaso gusto ornamental de Jameson no habían dejado nada de todo aquello: la moqueta había sido sustituida por una rala capa de pintura grisácea y el salón entero parecía desnudo, desprovisto de cualquier encanto que hubiese poseído en otros tiempos.

Desde que entraran al bar, las dos amigas no habían cruzado palabra hasta que tomaron asiento:

—¿Hablaste con Peter? —preguntó Zoë en voz baja. Hacía algún tiempo que no sabía nada de él, y no quería parecer demasiado curiosa.

—Todavía no —contestó Wafa con cierta decepción—. Solo pude verlo de lejos, en la reunión. Tienes mucha suerte de tener un amigo como él. No somos muchas las que tenemos el honor de disfrutar de su presencia fuera de los mítines. —Y le guiñó un ojo burlón que incomodó visiblemente a Zoë—. Pero el Gran Día está confirmado. Solo falta determinar si las compañeras de Yellowlands llegan a un consenso. Tienen demasiados problemas de difusión. Créeme, si esto es un infierno, no quiero imaginar por lo que ellas están pasando.

Mientras Wafa hablaba, dos mujeres habían pasado junto a su mesa, levantando el dedo meñique a modo de saludo de forma casi imperceptible. Wafa y Zoë hicieron lo mismo, apenas devolviéndoles una mirada de soslayo. 

—¿Qué te ocurre, Zoë? Pareces taciturna. Deberías estar más animada. El Gran Día se acerca.

—Verás —respondió abochornada y con la mirada gacha—, tengo miedo. Me asaltan las dudas. La operación me resulta demasiado peligrosa. El caso es que el otro día alguien me estuvo siguiendo hasta mi residencia. Estamos levantando demasiadas sospechas. No necesitas que te recuerde cuál es la pena máxima por traición.

—Te comprendo y me ocurre lo mismo —intervino Wafa tras un suspiro—, pero tengo muy claro que prefiero la silla eléctrica a pasar el resto de mis días en esta jaula.

—¿Y si resulta ser un fracaso? —preguntó mirando fijamente a su amiga y alzando moderadamente el tono—. ¿Y si las cosas no salen como planeamos? ¿Qué nos quedará entonces? Hasta hoy hemos sobrevivido abrazadas a la esperanza de poder cambiar. Si perdemos esta batalla, ¿cómo podremos seguir adelante?

—¿Acaso has olvidado el proyecto de tu marido? —preguntó Wafa entre sorprendida e indignada—. Fue Marcos quien ideó todo esto; la tabla de salvación sobre la que nos hemos aferrado estos últimos años. ¿Quieres acabar como él?

—No lo mezcles en esto. Lo suyo fue una enfermedad…

—Una enfermedad causada por esas canallas —Wafa solía hablar en clave femenina, como la Resistencia—. ¿Has visto la pinta que tienen los tomates? Es el único producto fresco que nos dan. —Y levantó sus dos dedos índices, doblegándolos a ambos lados de su cabeza, simbolizando unas comillas—. Ayer pensaba que estaba masticando plástico. ¿Esperas que tu organismo permanezca impasible? Todas acabaremos como Marcos, querida. No te quepa la menor duda.

—Mira a esas dos mujeres. —Zoë señaló con un comedido movimiento de cabeza a las dos compañeras recién llegadas que se habían sentado en la mesa contigua—. ¿Te has dado cuenta de que su delgadez, como la de la mayoría de las que estamos en este salón podría estar disparando las alarmas de esos bastardos? Deben sospechar que estamos comiendo menos. No hace falta que te recuerde que los abastecimientos son racionados en base a unos criterios físicos y metabólicos. Si existe diferencia de peso en una persona, esta suele explicarse por la aparición de alguna enfermedad o a que no se estén ingiriendo los abastecimientos en su totalidad.

Wafa lanzó una risotada intentando suavizar la conversación.

—Yo he tenido la suerte de perder al menos diez kilos en los últimos dos meses. Mi ventaja es haber contado con reservas —dijo mientras se sujetaba con las dos manos una prominente barriga—. Por el contrario, querida, tú estás hecha un fideo —bromeó—. Ironías aparte, me enorgullece y me envalentona tu esfuerzo, así como el de todas las compañeras, fruto de una ferviente fe por cambiar las cosas. Yo misma, sin ir más lejos, esta semana apenas he sobrevivido con cuatro latas de alubias. He escondido en el fondo de mi despensa diez latas de maíz, cinco de atún, dos tarros de soja y algo de harina y arroz. Cada vez que consigo almacenar algo, por poco que sea, me convenzo, victoriosa, de que les he marcado un gol a esas necias.

A Zoë le irritaba que Wafa empleara aquella solemnidad al hablar, propia del sector más pedante de la Resistencia. Apoyaba, sin embargo, la decisión de hablar en femenino, fuera cual fuera el sexo del destinatario. Pero su amiga solía camuflar su falta de formación y escasa cultura detrás de grandilocuentes palabras, que a veces escuchaba de boca de ella misma o en algún discurso de Peter. Utilizaba vocablos como «apabullante» o «zafiedad», pero no solía emplearlos en el contexto apropiado, y alguna vez se había atrancado al pronunciarlos. Zoë admiraba la naturalidad y espontaneidad de Wafa como su principal tesoro, una singularidad que le hacía diferente de la aburrida humanidad, por eso le exasperaba que intentara jugar a hacerse la importante ante ella. En realidad, no recordaba haber hecho ningún esfuerzo para envalentonar a Wafa, como ella decía; sin embargo, se mordió la lengua como solía hacer e intentó pensar en otra cosa para proseguir con la conversación.

—¿Será suficiente? ¿Cuánto podremos resistir con tan poco? —preguntó Zoë. 

—Está calculado. Si todas estamos haciendo correctamente nuestro trabajo y, a juzgar por los rostros famélicos que llevo viendo últimamente, no me cabe duda, deberíamos contar con provisiones para resistir al menos durante un par de semanas. Además, mira a tu alrededor. Jamás los salones sociales han estado tan vacíos. La gente prefiere almacenar sus latas en el fondo de la despensa a cambiarlas por un café. En unas pocas semanas, Jameson Holding se desmoronará, como lo hizo vuestro antiguo régimen. Todas sabemos que no es más que un castillo de naipes. Bastará con un simple soplido para derruirlo. Peter aseguró en la última reunión que el Comité Parlamentario Intercontinental ya está constituido y que el Manifiesto ha sido redactado y aprobado por unanimidad. —La voz de Wafa se tornó más animada—. Parece que jamás el mundo ha estado tan unido. 

Por primera vez desde que comenzara la conversación, la mirada de Zoë se iluminó.

—¡Fantástico! —se atrevió a decir al fin más esperanzada.

—¿De qué tener miedo, entonces? —repuso Wafa visiblemente reconfortada ante el tono más alentador de su amiga—. ¿De la Guarda de Paz? ¡Ni siquiera van armadas! Ya sabemos que esas estúpidas de Jameson suprimieron el ejército y destruyeron las armas hace algunos años. Tenían miedo, y con razón, de que sus defensoras se dieran la vuelta hacia el bando contrario. Su única protección es la apestosa comida con la que nos exterminan y nos controlan.

Zoë insistió en que bajara la voz con un gesto de las manos y señaló con un leve levantamiento de cejas a un hombre uniformado, un VV con la clásica banda azul alrededor del brazo izquierdo que se había sentado a escasos metros de ellas. Había visto varias veces a aquel tipo. Le llamaron la atención sus enormes ojeras y las facciones flácidas. Sus pómulos le recordaban a los de un sabueso. Era frecuente que en el barrio uno memorizara sin dificultad los rostros de las personas, pues casi todo el mundo se desplazaba básicamente entorno a cuatro manzanas. Pero aquel hombre, como casi todos los VV, le generaba especial desconfianza.

—Se corre la voz —intervino Zoë con un tono mucho más discreto— de que un grupo de nutricionistas procedentes de la isla, alertado por la extrema delgadez de la mayoría del personal, ha comenzado a investigar. A pesar de sus sospechas, no parecen estar tomando demasiadas medidas de vigilancia. Podrían haber iniciado redadas, pero tengo la impresión de que no les damos miedo. Dime, ¿qué pasará si no ceden?

—Cederán —contestó Wafa con solemnidad.

—¿Y qué ocurrirá si, tras el Gran Día, agotamos las provisiones y nos arrastramos en busca de comida, sucumbiendo a su chantaje? ¿Cuántos de nosotros no nos entregaremos?

Wafa permaneció en silencio. Su rostro se tornó sombrío por primera vez desde que empezaran a conversar y sus profundos ojos negros se enturbiaron.

—Es lo único que nos queda. Debemos intentarlo —dijo al fin con voz áspera y entrecortada.

Zoë, con la cabeza gacha y pensativa, iba deslizando las yemas de los dedos sobre la mesa, recorriendo con ellas los cercos que dejaran en el pasado lapiceros y bolígrafos hasta que, de pronto, una conocida caligrafía filiforme llamó profundamente su atención: «varroa mite». Reconoció la inconfundible escritura de Marcos sobre la madera. Sin duda, debió de escribirlo alguna de esas tardes de estudio. Junto a esas palabras, había también apuntada una serie de números. Sintió una punzada en el pecho y se sobresaltó un poco. Sin embargo, en un intento por preservar aquel pequeño instante de intimidad que Marcos le regalaba post mortem, prefirió no compartir aquel descubrimiento con su amiga, la cual no había reparado en su hallazgo. Tras unos minutos de reflexión, las dos camaradas apuraron sus cafés y se levantaron. Mientras se dirigían a la puerta, alzaron con disimulo un dedo meñique al camarero, quien les devolvió el saludo con una sonrisa cansada. Caminaron en silencio hacia sus respectivas residencias, sintiéndose diminutas entre el inmenso manto cuadricolor que envolvía la bullente ciudad. Les quedaban poco más de seis horas de descanso antes de iniciar una nueva jornada.



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