Madrid
Desde la ventana del despacho, el cruce de Castellana tenía un tinte extraño, casi de decorado. A pesar de que el tráfico rodado había sido prohibido hacía más de diez años, seguía haciéndose raro ver casi vacía una avenida concebida en su día para canalizar ríos de coches. La gente iba de un lado para otro, pero iba a sus quehaceres, iba con un destino, no paseaba; seguía moviéndose por esa calle como quien se mueve por un entorno hostil: rápido y procurando no llamar la atención y acabar pronto. Sin embargo, el silencio, que a nivel de calle resultaba casi embarazoso, en la cuarta planta del edificio ministerial se convertía en un ambiente reconfortante, que permitía incluso abrir la ventana mientras se trabajaba.
Horacio García miró la comunicación interna: «Reunión en mi despacho a las 13:00». Lo firmaba el jefe. Como de costumbre, el mensaje era corto, más bien cortante: ni un saludo, ni una opción a un posible cambio de horario, ni una mención a la posibilidad de si esa hora le venía mal a alguno de los convocados… Durante un tiempo, Horacio había pensado que esta falta de amabilidad en las comunicaciones era simplemente eso, falta de amabilidad, de educación, de urbanidad. Después, había llegado a la conclusión de que tenía que ver con la falta de empatía, la falta de inteligencia emocional tan propia de quienes ocupan cargos de responsabilidad o, simplemente, saben mucho de un tema y en función de dicho conocimiento se permiten aplicar sobre los demás una cierta superioridad.
Miró el reloj del ordenador: las doce y media. No le daba tiempo a bajar a la cafetería y comer. Hacía tiempo que España había adoptado definitivamente el horario europeo: se empezaba a trabajar entre las ocho y media y las nueve de la mañana; se paraba a comer algo rápido entre las doce y la una, y se continuaba el trabajo hasta las cinco, aproximadamente. Horacio, sin embargo, tendía a concentrarse en su trabajo y muchas veces se le pasaba la hora de comer; cuando el hambre le apretaba el estómago ya era tarde, la cafetería estaba cerrada y debía conformarse con un sándwich de la máquina expendedora o cualquier solución parecida. Hoy, sencillamente, no le daba tiempo porque le habían puesto la reunión con muy poca antelación. Buscó en los cajones de su mesa hasta que encontró un snack, vio que le quedaba también una chocolatina de verdad, pero decidió guardársela. El chocolate era un verdadero objeto de lujo, esa chocolatina le había costado un ojo de la cara y no estaba dispuesto a comérsela deprisa y corriendo, sin saborearla ni disfrutarla.
En cualquier caso, el snack que se comió como alternativa estaba muy conseguido. Era de algarroba. Siempre le llamaba la atención aquella historia: hacía unos diez o quince años, los algarrobos casi habían desaparecido, ya no había por las plazas o a la vera de los caminos. Por entonces, unos jóvenes investigadores de bromatología habían oído a algunas señoras mayores, que recordaban haber comido en su infancia las algarrobas como un sucedáneo del chocolate. Dichos jóvenes habían comenzado un proyecto de investigación, consiguiendo un snack de bastante buen sabor y textura. Al coincidir su salida al mercado con la crisis mundial del cacao, el éxito había sido rotundo. Pero a pesar de ello, los algarrobos no habían vuelto a las plazas o a la vera de los caminos. Se criaban en plantaciones específicas, en algunos rincones de Castilla y del valle del Ebro.
Apurando las migajas y bebiendo un trago de agua, se dirigió a la sala de reuniones. Era la una en punto. Sin embargo, la sala estaba vacía. Para variar, pensó. La puntualidad sigue siendo un problema en este país. Pero no pudo reflexionar mucho más sobre los tópicos patrios porque el jefe entró en ese momento.
—Hola, García, buenos días. Siéntate, que te comento. Iremos rápido.
—¿No viene nadie más? —preguntó Horacio extrañado, mirando a su alrededor mientras se sentaba.
—No, no, nadie. Es un tema muy concreto que te quiero plantear.
Horacio se sorprendió un poco y se puso un tanto alerta. No sabía por dónde iba a salir el jefe, si sería algo bueno o malo… o tal vez nada particular, no sería la primera vez.
—A ver, una pregunta, Horacio, por asegurarme —comenzó el jefe—. Tú naciste en Teruel, ¿verdad?
La pregunta pilló de sopetón a Horacio. Tuvo que pararse a pensar un momento. Teruel. Suspiró ligeramente. Era como si estuviera evocando un lugar lejanísimo, la Patagonia o la China.
—Yo nací en Alcañiz —respondió—. Es una ciudad pequeña, o un pueblo grande, según se mire, entonces formaba parte de la provincia de Teruel. Lo que pasa es que ahora ya no hay provincias. Alcañiz es la capital del distrito del Bajo Aragón. Lo que es la ciudad de Teruel es cabeza de otro distrito —hizo una pausa y prosiguió—. Pero salí de allí siendo muy pequeño. No me acuerdo apenas, casi solo por lo que me han contado mis padres —remató, y finalmente inquirió—: ¿A qué viene eso?
—Es cierto, ahora son dos distritos distintos, pero tampoco hace tantos años que eran una sola provincia —asintió el jefe, aunque sin responder de momento a la pregunta de Horacio—. Veamos.
Alzó la mano, y al instante un mapa interactivo se proyectó en el aire de la sala: Teruel, Alcañiz, los límites administrativos, las vías de comunicación, los ríos, las montañas…, ahí estaba todo. El jefe no había tenido que pulsar ningún botón ni teclear nada, sus gafas llevaban incorporado un sensor de pensamiento, le había bastado pensar en un mapa de Teruel para que el ordenador lo interpretase y lo proyectase en el ambiente de la sala de reuniones según la indicación de su mano.
—Mira —dijo, sin apartar la vista del mapa—. Esto es más o menos la antigua provincia de Teruel. Vienen a ser cerca de quince mil kilómetros cuadrados. Y con los últimos datos, en estos momentos viven en ella… —apuró la respuesta mientras recababa a través de las gafas el dato exacto—: 132.756 habitantes.
Horacio hizo una cuenta rápida. Ciento treinta y dos mil, quince mil…
—Eso no son ni nueve habitantes por kilómetro cuadrado —resolvió en voz alta—. Un desierto.
—Eso es —asintió el jefe—. Pero si no se hubiera hecho nada, aún serían menos. O al menos eso creemos.
—¿A qué te refieres, con eso de «si no se hubiera hecho nada»? —preguntó Horacio—. ¿Se ha hecho algo…? —y añadió, un poco sorprendido—: Y, además, ¿es que había que hacer algo?
El jefe seguía de pie. Lo miró desde arriba.
—Horacio, se supone que trabajas en el Ministerio X. Algo deberías saber de esto. —El reproche era real, bajo un tono de cierta socarronería. Horacio lamentó haber hecho la pregunta en lugar de haberse callado, esperando que el jefe dijera finalmente lo que quería.
—Hace diez años —comenzó al fin—, el anterior Gobierno puso en marcha el proyecto Términus. Era un proyecto para un experimento social en Teruel. —Horacio miraba al jefe sin terminar de entender. El jefe debió de leer la mirada de incomprensión de Horacio, porque cambió el tono a otro más didáctico, casi de paciencia de maestro de escuela—. A ver… —dijo—, Teruel, y Soria, y Cuenca, y Zamora y algunas zonas más del interior de la península están casi vacías. ¿No acabas de hacer la cuenta? Toda la población de Teruel cabe en medio distrito de Madrid. Y la cosa era cada año peor… si consideramos peor que cada año se vaciase más y más. Digo esto porque durante decenios se estuvieron vaciando, sin que se hiciesen apenas cosas para cambiar la tendencia. De hecho, no era ninguna prioridad política a nivel estatal, pero tampoco social. Nadie se preocupaba del tema. Pasaba y ya está.
Mientras hablaba, se proyectaban imágenes en blanco y negro —del Archivo, seguro—, ancianos con prendas de vestir de hacía más de cien años, locomotoras de vapor y pueblos abandonados; manifestaciones, fotos de políticos firmando acuerdos… Con este telón de fondo continuó, mientras Horacio miraba simultáneamente al jefe y a las imágenes.
—Hace diez años cambiaron muchas cosas, ya lo sabes. Una de ellas fue la visión que se tenía de todos estos territorios vacíos. De alguna manera, se decidió que era inaceptable que la mitad de la superficie del país estuviera vacía, mientras la población y la riqueza se concentraban en la costa y en dos o tres ciudades más. Un país solo podía progresar y ser algo si estaba equilibrado territorialmente.
El jefe prosiguió.
—El Gobierno dio un mandato al equipo ministerial que empezábamos entonces. Ya te puedes imaginar: muchas ideas, muchas ganas, todo eso… Y una cosa que vimos es que había que hacer algo distinto. No teníamos muy claro el qué, pero revisando lo que se había hecho durante los cien años anteriores, vimos que había sido más o menos siempre lo mismo: carreteras, edificios, obras públicas enormes que no servían para nada o casi nada, turismo de fin de semana… —Mientras decía esto, algunas imágenes de autopistas vacías ilustraban el discurso—. Así que pensamos en otro enfoque. Y por eso nos vino a la cabeza lo de Términus.
Horacio siguió mirando al jefe. Este suspiró con impaciencia.
—Ya veo que no te suena —dijo, con un amago de enfado—. Yo no sé qué narices habéis leído o estudiado. Joder, tenéis más acceso a la información y a la cultura que nunca en la historia, y qué poco se os nota… —Dicho esto, en el aire se proyectó la imagen de un señor algo grueso, con gafas de pasta y grandes patillas blancas—. Este es Isaac Asimov —explicó—, fue un científico y novelista del siglo xx. Tenía una mente extraordinaria, y como era científico escribió novelas de ciencia ficción que fueron una referencia en su tiempo. Términus es el nombre de un planeta que aparece en una serie suya de novelas, la trilogía Fundación. En ella, unos científicos deciden que el futuro de la galaxia pasa por crear dos fundaciones; una de ellas se ubica en un extremo de la galaxia, en un planeta vacío y solitario llamado Términus. Allí se instala una comunidad de científicos, los cuales aprenden a dominar la energía atómica. El dominio de esa energía les permitirá dominar toda la galaxia, y eso que habían empezado en un planeta vacío y apartado… Esto nos dio la idea.
—¿La idea para qué? ¿Qué idea? —preguntó Horacio, ahora sinceramente intrigado. La mención a la ciencia ficción le había gustado.
—Pensamos: ¿por qué no convertir Teruel en una especie de Términus? ¿Por qué no trasladar allí una comunidad de científicos, que puedan aprovechar los recursos del lugar con los medios y la inteligencia de nuestra época…? En otras palabras, si queríamos «desarrollar» Teruel, tenía que ser con un progreso del año 2030, no con las mismas ideas y los mismos planteamientos del siglo xix, de cuando los colonos franceses o ingleses iban a África a «desarrollar» a los pobres indígenas de por allí…
—¿Y se ha hecho? ¿Se ha llevado allí a científicos…? —preguntó Horacio; el jefe asintió—. Y, y… ¿cómo lo hicisteis? ¿Habéis mandado gente de la Complutense a Teruel, a ese desierto, me estás diciendo? —La incredulidad se percibía claramente en la voz de Horacio, pero continuó preguntando—. Además, esos de la novela manejaban la energía atómica, ¿qué energía o qué tecnología han dominado los de Teruel…? No he oído nunca que hayan creado nada nuevo por allí. De hecho, si no me los llegas a nombrar, ni me acuerdo de ellos…
—Obviamente, no se trataba de que crearan una tecnología nueva o se hiciera nadie el amo del universo… —repuso el jefe, de nuevo con paciencia de maestro de escuela—. Se trataba simplemente —y nada menos— que de utilizar las tecnologías actuales para aplicarlas a los recursos que hay allí. Ya te he dicho, un desarrollo del siglo xxi, no del xix. —El jefe cambió de repente el tono, como si la última frase hubiese sido el colofón de su discurso, y adoptó un tono neutro, objetivo, funcionarial y a la vez con autoridad—. A lo que vamos, ese proyecto empezó hace diez años, se facilitaron medios, se aportó dinero, gente… y al mismo tiempo allí han seguido pasando cosas. Digamos que hemos iniciado un gran experimento, pero no hemos estado midiendo ni controlando las diferentes variables que podían influir en el resultado. Por eso tenemos que saber bien qué ha pasado y qué está pasando. Y ese va a ser tu trabajo.
—¿Cómo? —preguntó Horacio, un tanto sobresaltado. Con el relato, casi se le había olvidado que estaba en la sala porque el jefe se lo había ordenado.
El jefe continuó.
—Te desplazarás a toda esa zona, los distritos de Teruel y Bajo Aragón. No están lejos, a unos trescientos, cuatrocientos kilómetros. Recorrerás los diferentes enclaves de los dos distritos, hablarás con todo el mundo, recogerás lo que funciona y lo que no, lo que nos puede servir para una planificación del futuro de este país y lo que no. En realidad, como lo que nos habíamos planteado era un experimento, también pensamos que era interesante no observarlo, porque entonces podíamos modificar su comportamiento. Era como la aplicación del principio de incertidumbre a la experimentación social. Además, ya sabes lo que ha ido pasando: problemas internacionales, bloqueos, crisis… Al final nos pasamos la vida apagando fuegos —prosiguió—. En resumen, una vez transcurrido el tiempo, nos interesa tener datos de cómo están allí ahora las cosas para poder aplicarlos en otros territorios de la península.
Horacio se mostró algo reticente.
—¿Y es necesario que vaya? Podemos contactar con quien haga falta, hacer una videoreunión, intercambiar ficheros, documentos…, no sé, todo.
El jefe meneó la cabeza.
—Es cierto lo que dices, pero también nos tienen que ver. Todos necesitamos vernos directamente, mirarnos a los ojos. Seguramente será más fructífero, te enterarás de más cosas —y añadió con cierta sorna—: y por una vez que nos vean en diez años tampoco va a pasar nada…
Horacio entendió que no había mucho más que hacer.
—¿Y cuándo tengo que empezar…? —preguntó.
—La semana que viene —respondió el jefe—. Tienes ya disponible un dosier con todo: lo que se planificó y ejecutó hace diez años, datos sobre el territorio, recursos, infraestructuras, personas de contacto, experiencias… Estudia ese dosier esta semana y planifica el recorrido. Puedes calcular unos quince días para recorrer la zona. Luego esperamos tu informe.
Las imágenes proyectadas en el aire de la habitación se desvanecieron. Horacio entendió que la reunión había finalizado. Se levantó, saludó al jefe y se fue.
—«Teruel, territorio de ciencia ficción…» —pensaba escéptico, mientras volvía a su despacho.
Desde la ventana del despacho, el cruce de Castellana tenía un tinte extraño, casi de decorado. A pesar de que el tráfico rodado había sido prohibido hacía más de diez años, seguía haciéndose raro ver casi vacía una avenida concebida en su día para canalizar ríos de coches. La gente iba de un lado para otro, pero iba a sus quehaceres, iba con un destino, no paseaba; seguía moviéndose por esa calle como quien se mueve por un entorno hostil: rápido y procurando no llamar la atención y acabar pronto. Sin embargo, el silencio, que a nivel de calle resultaba casi embarazoso, en la cuarta planta del edificio ministerial se convertía en un ambiente reconfortante, que permitía incluso abrir la ventana mientras se trabajaba.
Horacio García miró la comunicación interna: «Reunión en mi despacho a las 13:00». Lo firmaba el jefe. Como de costumbre, el mensaje era corto, más bien cortante: ni un saludo, ni una opción a un posible cambio de horario, ni una mención a la posibilidad de si esa hora le venía mal a alguno de los convocados… Durante un tiempo, Horacio había pensado que esta falta de amabilidad en las comunicaciones era simplemente eso, falta de amabilidad, de educación, de urbanidad. Después, había llegado a la conclusión de que tenía que ver con la falta de empatía, la falta de inteligencia emocional tan propia de quienes ocupan cargos de responsabilidad o, simplemente, saben mucho de un tema y en función de dicho conocimiento se permiten aplicar sobre los demás una cierta superioridad.
Miró el reloj del ordenador: las doce y media. No le daba tiempo a bajar a la cafetería y comer. Hacía tiempo que España había adoptado definitivamente el horario europeo: se empezaba a trabajar entre las ocho y media y las nueve de la mañana; se paraba a comer algo rápido entre las doce y la una, y se continuaba el trabajo hasta las cinco, aproximadamente. Horacio, sin embargo, tendía a concentrarse en su trabajo y muchas veces se le pasaba la hora de comer; cuando el hambre le apretaba el estómago ya era tarde, la cafetería estaba cerrada y debía conformarse con un sándwich de la máquina expendedora o cualquier solución parecida. Hoy, sencillamente, no le daba tiempo porque le habían puesto la reunión con muy poca antelación. Buscó en los cajones de su mesa hasta que encontró un snack, vio que le quedaba también una chocolatina de verdad, pero decidió guardársela. El chocolate era un verdadero objeto de lujo, esa chocolatina le había costado un ojo de la cara y no estaba dispuesto a comérsela deprisa y corriendo, sin saborearla ni disfrutarla.
En cualquier caso, el snack que se comió como alternativa estaba muy conseguido. Era de algarroba. Siempre le llamaba la atención aquella historia: hacía unos diez o quince años, los algarrobos casi habían desaparecido, ya no había por las plazas o a la vera de los caminos. Por entonces, unos jóvenes investigadores de bromatología habían oído a algunas señoras mayores, que recordaban haber comido en su infancia las algarrobas como un sucedáneo del chocolate. Dichos jóvenes habían comenzado un proyecto de investigación, consiguiendo un snack de bastante buen sabor y textura. Al coincidir su salida al mercado con la crisis mundial del cacao, el éxito había sido rotundo. Pero a pesar de ello, los algarrobos no habían vuelto a las plazas o a la vera de los caminos. Se criaban en plantaciones específicas, en algunos rincones de Castilla y del valle del Ebro.
Apurando las migajas y bebiendo un trago de agua, se dirigió a la sala de reuniones. Era la una en punto. Sin embargo, la sala estaba vacía. Para variar, pensó. La puntualidad sigue siendo un problema en este país. Pero no pudo reflexionar mucho más sobre los tópicos patrios porque el jefe entró en ese momento.
—Hola, García, buenos días. Siéntate, que te comento. Iremos rápido.
—¿No viene nadie más? —preguntó Horacio extrañado, mirando a su alrededor mientras se sentaba.
—No, no, nadie. Es un tema muy concreto que te quiero plantear.
Horacio se sorprendió un poco y se puso un tanto alerta. No sabía por dónde iba a salir el jefe, si sería algo bueno o malo… o tal vez nada particular, no sería la primera vez.
—A ver, una pregunta, Horacio, por asegurarme —comenzó el jefe—. Tú naciste en Teruel, ¿verdad?
La pregunta pilló de sopetón a Horacio. Tuvo que pararse a pensar un momento. Teruel. Suspiró ligeramente. Era como si estuviera evocando un lugar lejanísimo, la Patagonia o la China.
—Yo nací en Alcañiz —respondió—. Es una ciudad pequeña, o un pueblo grande, según se mire, entonces formaba parte de la provincia de Teruel. Lo que pasa es que ahora ya no hay provincias. Alcañiz es la capital del distrito del Bajo Aragón. Lo que es la ciudad de Teruel es cabeza de otro distrito —hizo una pausa y prosiguió—. Pero salí de allí siendo muy pequeño. No me acuerdo apenas, casi solo por lo que me han contado mis padres —remató, y finalmente inquirió—: ¿A qué viene eso?
—Es cierto, ahora son dos distritos distintos, pero tampoco hace tantos años que eran una sola provincia —asintió el jefe, aunque sin responder de momento a la pregunta de Horacio—. Veamos.
Alzó la mano, y al instante un mapa interactivo se proyectó en el aire de la sala: Teruel, Alcañiz, los límites administrativos, las vías de comunicación, los ríos, las montañas…, ahí estaba todo. El jefe no había tenido que pulsar ningún botón ni teclear nada, sus gafas llevaban incorporado un sensor de pensamiento, le había bastado pensar en un mapa de Teruel para que el ordenador lo interpretase y lo proyectase en el ambiente de la sala de reuniones según la indicación de su mano.
—Mira —dijo, sin apartar la vista del mapa—. Esto es más o menos la antigua provincia de Teruel. Vienen a ser cerca de quince mil kilómetros cuadrados. Y con los últimos datos, en estos momentos viven en ella… —apuró la respuesta mientras recababa a través de las gafas el dato exacto—: 132.756 habitantes.
Horacio hizo una cuenta rápida. Ciento treinta y dos mil, quince mil…
—Eso no son ni nueve habitantes por kilómetro cuadrado —resolvió en voz alta—. Un desierto.
—Eso es —asintió el jefe—. Pero si no se hubiera hecho nada, aún serían menos. O al menos eso creemos.
—¿A qué te refieres, con eso de «si no se hubiera hecho nada»? —preguntó Horacio—. ¿Se ha hecho algo…? —y añadió, un poco sorprendido—: Y, además, ¿es que había que hacer algo?
El jefe seguía de pie. Lo miró desde arriba.
—Horacio, se supone que trabajas en el Ministerio X. Algo deberías saber de esto. —El reproche era real, bajo un tono de cierta socarronería. Horacio lamentó haber hecho la pregunta en lugar de haberse callado, esperando que el jefe dijera finalmente lo que quería.
—Hace diez años —comenzó al fin—, el anterior Gobierno puso en marcha el proyecto Términus. Era un proyecto para un experimento social en Teruel. —Horacio miraba al jefe sin terminar de entender. El jefe debió de leer la mirada de incomprensión de Horacio, porque cambió el tono a otro más didáctico, casi de paciencia de maestro de escuela—. A ver… —dijo—, Teruel, y Soria, y Cuenca, y Zamora y algunas zonas más del interior de la península están casi vacías. ¿No acabas de hacer la cuenta? Toda la población de Teruel cabe en medio distrito de Madrid. Y la cosa era cada año peor… si consideramos peor que cada año se vaciase más y más. Digo esto porque durante decenios se estuvieron vaciando, sin que se hiciesen apenas cosas para cambiar la tendencia. De hecho, no era ninguna prioridad política a nivel estatal, pero tampoco social. Nadie se preocupaba del tema. Pasaba y ya está.
Mientras hablaba, se proyectaban imágenes en blanco y negro —del Archivo, seguro—, ancianos con prendas de vestir de hacía más de cien años, locomotoras de vapor y pueblos abandonados; manifestaciones, fotos de políticos firmando acuerdos… Con este telón de fondo continuó, mientras Horacio miraba simultáneamente al jefe y a las imágenes.
—Hace diez años cambiaron muchas cosas, ya lo sabes. Una de ellas fue la visión que se tenía de todos estos territorios vacíos. De alguna manera, se decidió que era inaceptable que la mitad de la superficie del país estuviera vacía, mientras la población y la riqueza se concentraban en la costa y en dos o tres ciudades más. Un país solo podía progresar y ser algo si estaba equilibrado territorialmente.
El jefe prosiguió.
—El Gobierno dio un mandato al equipo ministerial que empezábamos entonces. Ya te puedes imaginar: muchas ideas, muchas ganas, todo eso… Y una cosa que vimos es que había que hacer algo distinto. No teníamos muy claro el qué, pero revisando lo que se había hecho durante los cien años anteriores, vimos que había sido más o menos siempre lo mismo: carreteras, edificios, obras públicas enormes que no servían para nada o casi nada, turismo de fin de semana… —Mientras decía esto, algunas imágenes de autopistas vacías ilustraban el discurso—. Así que pensamos en otro enfoque. Y por eso nos vino a la cabeza lo de Términus.
Horacio siguió mirando al jefe. Este suspiró con impaciencia.
—Ya veo que no te suena —dijo, con un amago de enfado—. Yo no sé qué narices habéis leído o estudiado. Joder, tenéis más acceso a la información y a la cultura que nunca en la historia, y qué poco se os nota… —Dicho esto, en el aire se proyectó la imagen de un señor algo grueso, con gafas de pasta y grandes patillas blancas—. Este es Isaac Asimov —explicó—, fue un científico y novelista del siglo xx. Tenía una mente extraordinaria, y como era científico escribió novelas de ciencia ficción que fueron una referencia en su tiempo. Términus es el nombre de un planeta que aparece en una serie suya de novelas, la trilogía Fundación. En ella, unos científicos deciden que el futuro de la galaxia pasa por crear dos fundaciones; una de ellas se ubica en un extremo de la galaxia, en un planeta vacío y solitario llamado Términus. Allí se instala una comunidad de científicos, los cuales aprenden a dominar la energía atómica. El dominio de esa energía les permitirá dominar toda la galaxia, y eso que habían empezado en un planeta vacío y apartado… Esto nos dio la idea.
—¿La idea para qué? ¿Qué idea? —preguntó Horacio, ahora sinceramente intrigado. La mención a la ciencia ficción le había gustado.
—Pensamos: ¿por qué no convertir Teruel en una especie de Términus? ¿Por qué no trasladar allí una comunidad de científicos, que puedan aprovechar los recursos del lugar con los medios y la inteligencia de nuestra época…? En otras palabras, si queríamos «desarrollar» Teruel, tenía que ser con un progreso del año 2030, no con las mismas ideas y los mismos planteamientos del siglo xix, de cuando los colonos franceses o ingleses iban a África a «desarrollar» a los pobres indígenas de por allí…
—¿Y se ha hecho? ¿Se ha llevado allí a científicos…? —preguntó Horacio; el jefe asintió—. Y, y… ¿cómo lo hicisteis? ¿Habéis mandado gente de la Complutense a Teruel, a ese desierto, me estás diciendo? —La incredulidad se percibía claramente en la voz de Horacio, pero continuó preguntando—. Además, esos de la novela manejaban la energía atómica, ¿qué energía o qué tecnología han dominado los de Teruel…? No he oído nunca que hayan creado nada nuevo por allí. De hecho, si no me los llegas a nombrar, ni me acuerdo de ellos…
—Obviamente, no se trataba de que crearan una tecnología nueva o se hiciera nadie el amo del universo… —repuso el jefe, de nuevo con paciencia de maestro de escuela—. Se trataba simplemente —y nada menos— que de utilizar las tecnologías actuales para aplicarlas a los recursos que hay allí. Ya te he dicho, un desarrollo del siglo xxi, no del xix. —El jefe cambió de repente el tono, como si la última frase hubiese sido el colofón de su discurso, y adoptó un tono neutro, objetivo, funcionarial y a la vez con autoridad—. A lo que vamos, ese proyecto empezó hace diez años, se facilitaron medios, se aportó dinero, gente… y al mismo tiempo allí han seguido pasando cosas. Digamos que hemos iniciado un gran experimento, pero no hemos estado midiendo ni controlando las diferentes variables que podían influir en el resultado. Por eso tenemos que saber bien qué ha pasado y qué está pasando. Y ese va a ser tu trabajo.
—¿Cómo? —preguntó Horacio, un tanto sobresaltado. Con el relato, casi se le había olvidado que estaba en la sala porque el jefe se lo había ordenado.
El jefe continuó.
—Te desplazarás a toda esa zona, los distritos de Teruel y Bajo Aragón. No están lejos, a unos trescientos, cuatrocientos kilómetros. Recorrerás los diferentes enclaves de los dos distritos, hablarás con todo el mundo, recogerás lo que funciona y lo que no, lo que nos puede servir para una planificación del futuro de este país y lo que no. En realidad, como lo que nos habíamos planteado era un experimento, también pensamos que era interesante no observarlo, porque entonces podíamos modificar su comportamiento. Era como la aplicación del principio de incertidumbre a la experimentación social. Además, ya sabes lo que ha ido pasando: problemas internacionales, bloqueos, crisis… Al final nos pasamos la vida apagando fuegos —prosiguió—. En resumen, una vez transcurrido el tiempo, nos interesa tener datos de cómo están allí ahora las cosas para poder aplicarlos en otros territorios de la península.
Horacio se mostró algo reticente.
—¿Y es necesario que vaya? Podemos contactar con quien haga falta, hacer una videoreunión, intercambiar ficheros, documentos…, no sé, todo.
El jefe meneó la cabeza.
—Es cierto lo que dices, pero también nos tienen que ver. Todos necesitamos vernos directamente, mirarnos a los ojos. Seguramente será más fructífero, te enterarás de más cosas —y añadió con cierta sorna—: y por una vez que nos vean en diez años tampoco va a pasar nada…
Horacio entendió que no había mucho más que hacer.
—¿Y cuándo tengo que empezar…? —preguntó.
—La semana que viene —respondió el jefe—. Tienes ya disponible un dosier con todo: lo que se planificó y ejecutó hace diez años, datos sobre el territorio, recursos, infraestructuras, personas de contacto, experiencias… Estudia ese dosier esta semana y planifica el recorrido. Puedes calcular unos quince días para recorrer la zona. Luego esperamos tu informe.
Las imágenes proyectadas en el aire de la habitación se desvanecieron. Horacio entendió que la reunión había finalizado. Se levantó, saludó al jefe y se fue.
—«Teruel, territorio de ciencia ficción…» —pensaba escéptico, mientras volvía a su despacho.