El despertar de la leyenda

El enigma de la espada

Un libro de Sergio Araujo Cruz con el apoyo de 80 mecenas


Capítulo 2-. Una invitación muy especial

Actualización #8  · miércoles, 27 de julio de 2016  · Editar

La mañana siguiente amaneció lluviosa y un tanto fría: aún era mediados de abril y el invierno parecía resistirse a abandonar las cumbres de las montañas.

Edam despertó al escuchar cantar a su gallo. Abrió la ventana de la habitación y recibió en su rostro el fresco aire del nuevo día. Se sentía feliz pero triste a la vez, unos sentimientos opuestos que se peleaban en su corazón; pero ya no podía echarse atrás. Se aseó un poco, desayunó contundente, preparó los últimos detalles del equipaje y enfundó a Gardha. Luego permaneció un rato parado ante la puerta, pensativo. Fue al ir a ponerse su sombrero calañés —que no abandonaba nunca, ni siquiera en días lluviosos— cuando se dio cuenta al fin de que su vida ya no sería igual, volviese sano y salvo o no.

—Supongo que a partir de ahora no lo necesitaré —murmuró, sujetándolo con ambas manos—. Además, no haría buen efecto con la espada. ¿Cuándo se ha visto a un granjero guerrero?

Así que, en un gesto cargado de cierto simbolismo, dejó el sombrero encima de la cómoda que había en la entrada y se dispuso a abandonar el hogar. Pero antes de eso llamó a la puerta el hijo de Unas, que venía a encargarse de la granja. Le indicó dónde se encontraba cada cosa y le entregó una copia de las llaves. Entonces, en el último momento, pensó que quizá sería conveniente llevar la nota que había encontrado en el libro. Así que la guardó bien y ya por fin, luego de una definitiva ojeada a su equipaje, y un último vistazo a la casa, se perdió entre los campos que rodeaban su granja.

La intención de Edam era atravesar todo el sur del reino y cruzar los Montes de Blendia, que se extendían a lo largo de la frontera durante muchos kilómetros. La mañana pasó deprisa. Edam iba mordisqueando una hierba y caminando entre altos pastos y setos. Era aquella una región hermosa y feraz, gracias en parte a las generosas lluvias que solían caer repartidas durante todo el año, aunque con un mínimo de precipitación durante el verano. Había unas pocas granjas y algún que otro molino, y sólo los ladridos de los perros que se escuchaban a lo lejos rompían el silencio reinante.

¡Poca aventura por el momento para nuestro amigo! Pero se acordaría, y mucho, de ese plácido paseo por su país, recorriendo parajes que no visitaba desde niño, cuando solía acercarse por allí con su padre. Hacia el mediodía llegó hasta unas colinas donde había numerosas cañadas por donde solía pasar el ganado de las granjas próximas. Después de comer, continuó su singladura por aquel terreno algo más abrupto. Había dejado ya de llover, y un tímido sol apenas se asomaba entre las grisáceas nubes que ahora eran menos compactas.

A media tarde comenzó a sentir cansancio en las piernas, y tuvo que detenerse un instante para coger algo de resuello y comer. Después de un ligero tentempié, volvió a echarse el equipaje sobre los hombros y continuó ascendiendo por una empinada cuesta. Cuando quedaban ya pocas horas de luz, alcanzó con gran esfuerzo la cúspide de una colina, y al llegar arriba resopló. Unas gruesas gotas de sudor le inundaron la frente.

Pero, si echaba la vista atrás, todavía podía distinguir el humo de las granjas que rodeaban Ébolem, y el sol vespertino iluminar sus torres. Aún estaba cerca de casa, y el olor de la hierba y de las primeras flores de los manzanos y los cerezos le traía nostálgicos recuerdos, pues numerosos de estos árboles crecían en los alrededores de su granja. Se sintió muy triste entonces, pero su futuro, y quizá el sentido mismo de su existencia, se encontraba más allá del horizonte, tras ese sol que ahora rojizo se acercaba a su lecho. Una pequeña lágrima se deslizó por su mejilla, pero antes de que llegara a caer se la secó con la manga de su chaqueta; y con la vista de nuevo al frente continuó su camino.


Descendió entonces de la colina y se internó en un bosque de abetos bastante altos. Más abajo, en una hendidura poco profunda, había abedules que se inclinaban acompasados con cada golpe de brisa, y también podía escucharse el gorgoteo de un arroyo intentando abrirse paso entre las rocas.

—Si no voy mal, debe ser el Álot —dijo, en voz alta.

Y hacia aquel suave tintineo se dirigió, cuando el crepúsculo estaba a punto de abrir sus puertas. Allí, bajo uno de esos abedules, se detuvo a pasar la noche.

Fue aquella una madrugada difícil para Edam, que sentía la soledad más amenazante que cualquier peligro; rara vez se escuchaba algo, salvo el canto de una rana o el lastimero y lúgubre ulular del cárabo. Que una cosa es oír al cárabo sentado en tu casa tranquilamente y con las ventanas cerradas, y otra es hacerlo en plena naturaleza a muchos kilómetros de la presencia humana más cercana. Da mucho miedo, os lo aseguro.

Edam se durmió cuando el amanecer estaba próximo, y se levantó a media mañana con mucho sueño y dolor de piernas. Preparó un buen desayuno que consistió en café con leche de cabra, galletas y pan con miel, y se puso de nuevo en marcha.

Atravesó el Álot y se adentró en un terreno salvaje. Se notaba que pocas visitas habían recibido aquellos árboles y aquellas hierbas, pues no había cañadas ni caminos ni estacas que delimitaran los prados, que a menudo estaban invadidos por auténticas florestas de zarzas y brezales. Así que Edam no se detuvo demasiado a contemplar aquel agreste país, y aceleró el paso para salir de allí cuanto antes.

Sin embargo, poco después se internó en un espeso bosque de robles, aunque hacia el interior parecían ser sustituidos por unos abetos majestuosos. El viento comenzó a soplar con más fuerza, y mecía las copas de los árboles, que chirriaban como si fueran las bisagras de una vieja puerta. Edam, temeroso, miraba hacia arriba. Había oído de niño historias que hablaban de árboles malditos que atacaban a la gente porque sentían envidia de su capacidad para desplazarse. Un escalofrío empezó a recorrer su columna vertebral. Casi todos los árboles eran abetos ahora, y en algunos sitios formaban una techumbre tan compacta que impedía la entrada de los rayos del sol, y reinaba por tanto una oscuridad impropia de la hora del día que era.

Algunos de estos abetos tenían un aspecto terrorífico, y parecían querer inclinarse sobre Edam, que veía cómo un muro cada vez más denso de ramas y hojas se estaba formando ante él.

—Este bosque es siniestro —susurró—. He de salir de aquí sin más demora.

¿Salir? Sí, eso sería lo deseable, pero, ¿y por dónde? ¡No había ni un maldito hueco entre los apretujados árboles! Edam desenfundó a Gardha entonces. Comenzó a mirar a su alrededor, buscando algún resquicio de luz, alguna mínima oportunidad para escapar. Sin embargo, el bosque se cerraba cada vez más y más, e incluso parecía que se le aproximaba, envolviéndole en una terrible lobreguez.

Una rama de repente rozó su cabeza. Edam se agachó invadido por el temor. ¡Un bosque embrujado, y nada menos que en Blendia! A muchos esto les hubiese servido ya de argumento para una buena historia que contar delante de la lumbre en una fría tarde de invierno, pero desde luego caer prisionero de unos árboles no parecía la manera más digna de concluir unas aventuras; sus amigos le recibirían con burlas. Ya creía estar oyendo mofarse a Unas Balder: "¿Árboles que atacan? Pues habré de tener cuidado con el nogal que hay enfrente de mi casa, no vaya a darme unos azotes en el culo cuando quiera coger unas nueces".

De ninguna manera podía consentir semejantes burlas. Así que se armó de valor y dirigió una mirada desafiante a los abetos.

—¡No os tengo miedo! —exclamó, apretando el puño.


Obtuvo a continuación un murmullo como respuesta, un eco que parecía provenir de los mismísimos abetos: "ya nos lo tendrás, ya".

Entonces pensó que sólo existía una manera eficaz para lograr asustarlos: haciendo una buena fogata. Todo el mundo sabe que no hay árbol que resista el ardiente calor de un fuego, y mucho menos el humo. Pero el problema era con qué hacerla, pues no tenía a mano nada que pudiera arder. Mientras le daba vueltas a esto, de pronto una nueva rama le intentó atacar. La esquivó hábilmente y con un certero golpe de espada la desgajó del tronco. "Ya tengo combustible", se dijo, y comenzó a cortar las ramas más bajas de aquellos árboles malditos, pues creyó con buen criterio que no habría peor cuña que la de la misma madera. Cuando vio que ya tenía suficientes, las apiló y les prendió fuego.

En apenas unos instantes, una densa humareda se coló entre los árboles, y las llamas de la hoguera alcanzaron tal altura que la techumbre del bosque se abrió de súbito y dejó penetrar los rayos del sol; pues aquella madera, al parecer, y por causas que desconocía, tenía un poder de combustión muy elevado. Enseguida los enmarañados y nudosos árboles embrujados fueron apartándose paulatinamente del calor que desprendían sus propias ramas, y después de un profundo silencio dejaron expedito el camino.


Tras el ataque de los árboles, Edam se sintió henchido de su propio valor, aunque eso no le impidió seguir caminando con un cierto recelo, desenfundando su arma al menor movimiento de una rama. No obstante, el aspecto de los árboles actuales era mucho menos agresivo, y la luz se colaba a borbotones entre los grandes espacios vacíos que dejaban las ramas. 

Tomó un verde sendero, que apenas aparecía marcado en el suelo, y pronto se dio cuenta de que el terreno ascendía pronunciadamente. Tenía las montañas cada vez más cerca, y notó de repente un viento frío que soplaba procedente de los heleros que aún subsistían en las cimas más altas. La hierba ondulaba como un mar verde, y en él nadaban muchas clases de flores, de muy variados y vivos colores. Había margaritas, con su corazón amarillo sonriendo al sol, y amapolas de un rojo intenso al borde del camino; también violetas y verónicas de un azul pálido, y numerosos dientes de león y tusílagos, y satiriones de color púrpura que atraían a muchos abejorros que con su zumbido animaban los silencios de la tarde.

Cuando llegó la anochecida, el cielo se cubrió de repente, y un fuerte viento comenzó a rugir como si fuera una bestia endemoniada. Edam buscó donde guarecerse, pero las ráfagas eran muy violentas, y apenas si podía ver dónde ponía los pies.

Entonces, entre el ulular del viento, creyó escuchar una melodía, suave y dulce, que identificó como el sonido de una flauta. Al principio, esa melodía, esa música, se dilataba en las ráfagas de aire, pero al cabo de un rato pudo oírla con total claridad. Alguien, no sabía quién, y desde luego tampoco conocía la causa de por qué se encontraba allí y en medio de semejante ventisca, le estaba indicando un camino, un camino para no perderse. Así que se dirigió hacia el lugar de donde provenían las notas.

El sonido de la flauta cada vez lo escuchaba más nítido, y el de la tormenta, más lejano. Pasado un tiempo, y luego de que la ventisca hubiese quedado atrás definitivamente, la melodía cesó. Edam, no obstante, se sentía en deuda con su benefactor.

—¡Muchas gracias por haberme ayudado a salir de la tormenta, quien quiera que hayas sido! —exclamó, haciéndose con las manos una especie de altavoz.

Nadie contestó. Sin embargo, a escasos metros de distancia, junto al tronco de un castaño, observó a un ¿hombre? alto y esbelto, de cara pálida y alargada, los ojos hundidos y negros como una noche sin luna, barba extensa y enmarañada, pelo alborotado y orejas puntiagudas. Llevaba una especie de sombrero hecho de hojas secas. Los brazos eran muy largos, tanto que al caminar casi debía rozar el suelo con los nudillos. Vestía una zamarra hecha como de musgo viejo y gris, con un zurrón de piel de animal que le colgaba del hombro. Los pies de aquel ser también tenían un tamaño considerable, y calzaba unas raras chátaras* que le protegían sólo las plantas y los dedos, y que a buen seguro habría confeccionado él mismo, pues encontrar zapatos de su número debía suponerle una ardua tarea. En su mano derecha sujetaba una flauta que, sin ninguna duda, era la que había hecho sonar para librarle de la tormenta. No se trataba, por tanto, de una criatura malvada y torva, sino de un ser noble y bueno. Aun así, Edam se echó hacia atrás un poco asustado.
—Por tu cara de sorpresa me parece que nunca has visto a un musgosu —dijo, con una voz ronca y cansada—. Me llamo Gosu, y soy el único musgosu que queda en los bosques de Blendia, salvo que las cosas hayan cambiado últimamente, lo cual parece improbable ¿no?

Edam estaba tan nervioso que apenas era capaz de articular palabra alguna. 

—Sí —fue su lacónica respuesta.

—¿Sí qué? —dijo el musgosu—. ¿Te refieres a que han cambiado las cosas o a que ya habías visto a un musgosu antes?

—Quería decir no, en realidad —titubeó.

—Vaya, es la primera vez que escucho a alguien contestar sí, y lo que de verdad deseaba decir era lo contrario, salvo que seas un embustero que busca engañarme. Pero eres humano, y los humanos sois muy raros. Y ese no, pues, ¿a cuál de mis preguntas contesta?

—A las dos. Nunca he visto a un musgosu, y las cosas no han cambiado en los últimos tiempos, me temo.

—Bueno, al fin has hilado dos frases seguidas. ¿Y cuál es tu nombre?

—Me llamo Edam y soy de Ébolem... Quiero decir, no de Ébolem mismo, sino que vivo en una granja a las afueras.

—Veo que lo tienes todo muy claro... ¿Y qué te ha traído hasta aquí, tan lejos de tu hogar? Pues esta es una región poco visitada.

De pronto, Edam cayó en la cuenta de que no había pensado qué responder en caso de que le formularan preguntas indiscretas sobre su viaje. Y claro, si no contestaba con rapidez y seguridad al mismo tiempo, el musgosu podía impacientarse y mostrarse demasiado interesado en el tema. Pero no era éste un ser curioso en exceso, de modo que perdonó enseguida la tardanza de Edam.

—No tienes por qué darme ninguna explicación —dijo—. Sólo tú eres dueño de tus silencios, así que no insistiré si no deseas contármelo.

—Oh, gracias —respondió—. Preferiría no hablar demasiado, por si meto la pata. Verás, no estoy acostumbrado a los viajes, y me resulta tan... tan... —y se dio cuenta entonces de que acababa de contradecir su deseo anterior, y el musgosu no pudo más que dejar escapar una sonrisa, que se parecía más bien a un bufido; pero no quiso seguir poniéndole en un brete.

—Está a punto de caer la noche cerrada, y caminar por este lugar bajo la oscuridad puede ser peligroso —le aconsejó el musgosu—. Si quieres te invito a cenar a mi casa, y ya mañana, con la claridad de un nuevo día, te mostraré un camino seguro, si es que te diriges hacia el sur, hacia las montañas.

—Oh, estaría encantado de acompañarte, pero no sé si me conviene. No conozco mucho los gustos culinarios de los musgosus. En realidad, conozco muy poco sobre los musgosus.

—Pues entonces con más motivo has de aceptar mi invitación, ¿no te parece? ¡Vamos! Mi casa no está muy lejos.

Se vio entonces, casi sin darse cuenta, caminando detrás de Gosu, que de vez en cuando miraba hacia atrás para ver si su acompañante no perdía su paso. Edam se percató de que habían girado hacia el este, hacia un oscuro bosque de castaños. La noche pronto les alcanzó, y una luna blanca y redonda como un ojo de buey apareció detrás de las nubes y entre las hojas de los árboles. Después de caminar en silencio durante media hora o así, llegaron hasta el enorme tronco de un roble, el único que se veía por aquel lugar, aunque estaba seco. Tenía una amplia abertura por la que se introdujeron, y continuaron luego descendiendo por una especie de escaleras, aunque Edam apenas podía ver dónde pisaba, pues la oscuridad era casi total. Al fin dejaron de bajar y siguieron avanzando por un estrecho túnel en cuyo extremo se adivinaba un leve haz de luz, que a medida que se aproximaban iba agrandándose. Algunos pasos después salieron a una vasta habitación.


Había una mesa en medio de la estancia, y sobre ella un candil, de donde obviamente procedía la luz que les había guiado a través del túnel. Pero no desprendía demasiada luminosidad, y Gosu tuvo que incrementar la llama para que se viera mejor. Entonces Edam pudo comprobar que aquella era una habitación confortable, tanto como cualquiera de las que tenía él en su casa, o las que podemos tener nosotros en nuestros hogares. Había, aparte de la mesa y sus correspondientes sillas, una chimenea, y sobre la repisa una vajilla entera decorada con motivos florales. Más al fondo había una cama, hecha al parecer de hojas, como su sombrero, pero estaban tan bien entrelazadas que Edam creyó en un principio que se trataba de un suave edredón estampado. Tenía el musgosu también un estante con libros, y un despertador sobre la mesita de noche, y alfombras por toda la estancia, y un armario grande —aunque Edam se preguntó qué demonios guardaría en él, pues, aparte de la zamarra de musgo, no parecía usar mucha ropa—, y cazuelas colgando de una raíz que sobresalía en el techo, y vasos y jarras de barro decoradas con muy buen gusto.

—Y ahora, con tu permiso, voy a hacer la cena —dijo el musgosu.

A continuación encendió la chimenea, y junto a ella preparó un guiso de verduras que debía estar exquisito —pues el olor que inundaba la sala no dejaba lugar a dudas—; luego en un santiamén puso la mesa —no consintió que su invitado le ayudase en nada, pues para eso era invitado—, partió dos pedazos de pan, sacó de un armario pequeño un bote de miel —que a Edam le volvía loco—, una cuña de queso, huevos de codorniz cocidos y, para rematar, un excelente vino elaborado en las Tierras Altas, al este de Blendia.

Cenaron muy bien y muy a gusto, y Edam sintió que el estómago le pesaba más que otros días; y se notó entonces soñoliento, pues había abusado del vino. Además, se encontraba bastante cansado después de dos días de viaje ininterrumpido, y casi sin darse cuenta se quedó dormido sobre la mesa.


Al día siguiente abrió los ojos de súbito, como si acabase de despertar de un sueño. Tenía el cuerpo dolorido, y se le había pegado el cuchillo de untar la miel a la mejilla derecha. Miró a su alrededor, pero al parecer se encontraba solo. Sin embargo, no tuvo que esperar demasiado, pues casi al instante escuchó unos pasos que provenían del túnel de entrada.

—¡Buenos días! —exclamó Edam alegre al ver asomarse al musgosu en el umbral de la puerta.

—¿Buenos días? —repitió Gosu, irónico—. Querrás decir buenas tardes, perezoso. Ni los lirones duermen tanto.

—¿Tan tarde es? —se extrañó Edam—. ¿Ya ha pasado la hora de comer?
Gosu sonrió.

—Pues depende de la hora que suelas comer —dijo—. Pero aún no. He ido a coger más miel, y mira qué raíces más apetitosas he encontrado. Las haré guisadas y te chuparás los dedos.

Edam le comentó que no sabría si serían apetitosas, pues nunca había probado las raíces; pero cuando lo hizo, repitió. Después de comer, decidió que ya era hora de marcharse.

—Se me ha hecho muy tarde —dijo Edam, recogiendo apresuradamente sus cosas—. He perdido toda una mañana de camino, y ahora tendré que esforzarme el doble para atravesar esas montañas, que las veo como un muro infranqueable.

—No tanto como crees —contestó el musgosu—. Como te dije ayer, conozco un paso seguro a través de las montañas. Ven conmigo y te lo mostraré.

Salieron de la cueva y abandonaron el bosque de castaños. El día era claro y soplaba un ligero viento del oeste no muy frío. Al fondo se divisaban las cumbres de los Montes de Blendia, que tampoco eran en sí demasiado elevadas; pero el problema radicaba en la ausencia de caminos y en la peligrosidad de los pocos que había: si le daba por tomar uno equivocado, podía acabar con sus huesos en lo profundo de un barranco o una sima.

Ascendieron hasta la cúspide de una colina. Desde aquella altura, las montañas se veían mucho más cerca, y Edam casi sentía que podía acariciarlas con las yemas de sus dedos.

—Bien, allí, entre aquellas dos cumbres moteadas de nieve, está el paso que te he comentado —señaló Gosu—. Ten cuidado, pues las paredes rugen con el viento, y algunos guijarros suelen desprenderse a menudo. Más allá no puedo asegurarte qué es lo que encontrarás. Pero pase lo que pase, ten mucha suerte, y hazme una visita cuando regreses de ese viaje que guardas tan en secreto. Ahora he de irme. ¡Adiós!

Edam observó el paso con detenimiento, y luego, al tratar de despedirse de Gosu, vio que había desaparecido como llevado por el viento.

—¡Adiós, amigo, donde quiera que estés! —gritó.


Descendió entonces de la colina, a paso rápido, y luego tomó un sendero apenas perceptible que ascendía progresivamente en zigzag hasta el paso. Pronto había ganado una considerable altura, y allí el viento aullaba con fuerza. Más lejos, y tras rodear una profunda garganta, el sendero se perdía entre la inmensidad de unas paredes frías y verticales. En ese momento, una espesa niebla cayó de repente sobre la cordillera.

—¡Vaya fastidio! —pensó Edam—. Ahora habré de caminar casi a ciegas.

Siguió andando sin desviarse un solo metro de la senda. Pero ahora el desnivel que salvaba era menos pronunciado, y pronto comprobó que estaba caminando junto a unas rocas peladas y grandes acumulaciones de guijarros. Eso significaba que, o bien estaba cerca del paso, o ya se encontraba en él precisamente, y entonces ya sólo le quedaría ir cuesta abajo, hacia las verdes praderas de la vasta y llana región de Tótherem.

*Especie de sandalia rudimentaria propia del Valle del Pas, en Cantabria.
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