Al despacho oficial de Javier Guerrero acudió cierta mañana un empresario hotelero de la Sierra Norte de Sevilla, que necesitaba acometer una reforma en el complejo turístico del que es copropietario en El Pedroso y no tenía liquidez para afrontar la obra. Una tarde de domingo que el entonces alto cargo apareció por el restaurante tras la hora del almuerzo, el empresario le contó que tenía que desmontar y volver a montar el tejado para impermeabilizarlo adecuadamente a fin de solucionar el problema de goteras que tenía. El coste de la reparación se había presupuestado en unos 36.000 euros y la constructora que había hecho la obra inicialmente, radicada en la localidad sevillana de Villamanrique de la Condesa, se había esfumado y no había quien diera la cara para arreglar los desperfectos.
—Javier, tenemos este problema. ¿Cómo podríamos solucionarlo? —preguntó el empresario.
—Pásate por mi despacho, en Sevilla, y gestionamos una ayuda —respondió Guerrero, sintiéndose en aquellos años revestido por el hábito de un amo del mundo.
Dispuesto a impresionar a su interlocutor y a convencerlo con sólidos argumentos, el empresario acudió a la cita convenida con una carpeta en la que incluyó certificados acreditativos de estar al corriente con la Seguridad Social y Hacienda, las escrituras de constitución de la empresa, un presupuesto y una foto aérea para que pudiera apreciar con detalle la situación de la techumbre, el motivo que le había llevado hasta ese despacho en el populoso barrio del Cerro del Águila. Una deficiente impermeabilización había provocado goteras, problema que tenía que solucionar antes de que el deterioro alcanzara el interior del edificio y se agravara la situación.
En un determinado momento, mientras le iba exponiendo con todo lujo de detalles el proyecto para el que le pedía la ayuda, Guerrero interrumpió al empresario y llamó a sus secretarias.
—Venid a ver lo que tenemos en mi pueblo —dijo orgulloso alzando la voz, que se podía escuchar por los pasillos de la planta en que estaba ubicada la Dirección General de Trabajo y Seguridad Social.
Sobre la marcha, el alto cargo comprometió la ayuda.
—Nada, no te preocupes. Se te van a dar los 36.000 euros —le dijo al empresario sin pedirle que le presentara más presupuestos para comparar precios ni más documentación.
—Y estos fondos, ¿a través de qué línea vienen? ¿Leader, Proder…? —citó el empresario, al que le sonaban de oídas los nombres de los programas europeos de subvenciones que habían financiado algunos proyectos en la comarca.
No terminó de formular la pregunta cuando Javier Guerrero le cortó en seco.
—Pormisco —señaló sin titubear el director general.
—¿Pormisco? —inquirió el interlocutor, extrañado por la respuesta y falto de reflejos en ese momento.
Por un momento pensó que se trataba del acrónimo de una línea de ayudas reciente que él desconocía y que algún burócrata de Bruselas con ínfulas literarias habría bautizado con ese nombre. Pronto salió de dudas.
—Por mis cojones te van a dar el dinero. ¿Entendido? —zanjó Guerrero entre risas.
Al industrial le quedó clarísimo tras esa experiencia cómo se gestionaban en Andalucía fondos públicos. Aquello no le olía nada bien y, tras un par de llamadas a personas de su confianza, terminó convenciéndose de que muy legal no podía ser esa forma de actuar y no llegó nunca a formalizar la petición de la subvención.
Al cabo de unos meses se encontró a Javier Guerrero en El Cruce, un conocido bar de El Pedroso, quien le preguntó qué había pasado con aquello.
—Al final no me hizo falta la ayuda, porque lo arreglamos con la constructora —mintió el empresario, que no ha terminado aún de dar las gracias a sus asesores de confianza, porque de haber aceptado la ayuda Pormisco hoy tal vez estaría inmerso en un grave problema.