– Rosario… –la anciana levantó la mirada– Usted sabe cosas sobre el pinar...
            Rosario terminó de masticar.
– Yo sé bastante.
            La joven apretó los labios.
– Ayúdeme entonces.
– No puedo –volvió a mirar con ojos tristes.
– ¿Por qué?
– No me lo perdonarían.
– ¿Quién? –Jimena empezaba a irritarse.
– La gente.
            Silencio.
– ¿Por qué? –la periodista se encogió de hombros.
– Yo quiero ayudarte, pero no puedo. –Hubo unos segundos de silencio– Si me prometes que no dirás nada…
– ¡Claro! –exclamó Jimena.
– Puedes hablar con mi hija. Vive en Valencia. Ella te puede contar.
– Ya, pero… No puedo ir ahora hasta Valencia –explicó–. ¿No puede adelantarme algo?
            Rosario negó con la cabeza.
– Ella sabe más que yo. Ella le vio. Y dijo que no era malo.
– ¿Quién?
            La mujer se calló.
– Él.
– ¿Quién es él, Rosario? Ayúdeme –pidió Jimena–. Sólo quiero solucionar esto.
– No tiene solución, joven. Es así y así ha sido siempre.
– ¿El qué? –Jimena empezó a impacientarse.