Me resultaría difícil poner en palabras la amalgama de sentimientos que recorrió mi cuerpo durante aquellos segundos. La vista era desoladora. Un amante del fútbol como yo no podía evitar sentirse compungido ante aquello. La maleza, la suciedad, la falta de cuidado y el paso del tiempo eran los factores de la ecuación que proporcionaban aquel resultado tan desalentador. Los matojos y malas hierbas crecían salvajemente por toda la extensión de terreno. Eso incluía las gradas, que ahora no eran más que bloques de cemento que descendían hacia el terreno de juego en no más de diez filas. Carcomidas por el moho, el musgo y otras especies de flora autóctona, formaban un óvalo alrededor de lo que, otrora, fue un césped de cien metros de largo y casi setenta de ancho. En ese momento, el rectángulo de juego no era más que arena blanca, piedras y tupida vegetación. El contraste de emociones negativas se balanceaba con la belleza arquitectónica del único resquicio de estadio que parecía mantenerse en aceptables condiciones, casi sempiterno. Una colosal balaustrada se erguía altanera frente a mis ojos. Dominaba el terreno de juego con sus cuatro columnas blancas y sus puertas y ventanas en la parte inferior, que le otorgaban un aspecto de anfiteatro romano. Me imaginé que, en sus tiempos, aquello haría las veces de palco de autoridades. Presidentes de naciones, clubes patrios, federaciones… Puede que incluso hasta el mismísimo Tito se hubiera sentado allí, aunque era poco probable que la antigua Yugoslavia deseara jugar en Eslovenia contando con estadios mucho más grandes y modernos en Belgrado o Zagreb.
Me separé un poco de la verja para tomar un poco de oxígeno y descansar la vista, pero movido por lo hipnótico de aquella estampa pronto volví a posar la mirada en aquella ranura. Por la cabeza se me pasaba la estúpida idea de buscar algún punto por el que pudiera acceder a aquellas ruinas. En la valla me sentía como un prisionero que anhela la libertad y, llegados hasta ese punto, yo quería el pack completo de la visita. Di una pequeña vuelta al recinto para comprobar que, efectivamente, aquello estaba completamente parapetado. La única vía posible de entrada pasaba por saltar una tapia y acceder a una propiedad que, ahora, era privada. La visión de cometer un delito en un país que no era el mío y de dar con mis huesos en un calabozo esloveno por semejante nimiedad, refrenó mis delictivos impulsos y di por concluida mi efímera estancia en el entorno del Bežigrad. Mientras echaba un último vistazo, se me acercó un hombre mayor y me espetó algo en esloveno que, obviamente, no entendí. Aunque sí que comprendí su cruce enérgico de antebrazos al aire, en señal de que, o bien me olvidara de la idea de entrar ahí, o bien que cualquier tipo de actividad en ese lugar había cesado. Alcé mi dedo pulgar en señal de aprobación y el anciano pareció satisfecho.