UN RALLY AL GUSTO DE HOLLYWOOD
Los rallys nunca han sido un tema al que el cine le haya dedicado mucha atención. Más allá de una película de la Paramount, filmada a finales de los 60 con el rally de Montecarlo de los años 20 como ‘excusa’ para desarrollar una típica comedia americana a la medida de Tony Curtis, pocas veces han aparecido en la gran pantalla. De hecho, probablemente la única que vez que se les trató medianamente en serio fue en algunas escenas, también del rally de Montecarlo, que aparecían en la romantiquísima Un hombre y una mujer de Claude Lelouch, recordada mucho más por el pegadiza ‘da da da dadá’ de su melodía que por las andanzas del actor-piloto Jean Louis Trintignant al volante de un Ford Mustang por los nevados tramos monegascos a mediados de los sesenta.Y, sin embargo, si lo pensamos un poco, los rallys tienen un enorme potencial para generar historias de esas que les gustan a los guionistas de Hollywood, en las que se pueden mezclar numerosos ingredientes para conseguir un argumento en el que haya desde suspense hasta drama, y en el que se pueda pasar, en un momento, de la tristeza a la alegría, de la tensión al éxtasis. Un poco de todo esto, y hasta algo más, tuvo un rally que viví en directo hace unos años, cuyo desenlace me pareció digno de esos mil veces vistos en tantas ‘pelis’ americanas con el deporte de fondo, desde cualquiera de los muchos ‘Rocky’ hasta las muchas y buenas que hay de béisbol o futbol americano.¿Qué no os lo creéis? Pues a ver si os convence este guión para una película sobre rallys, basado, libremente, en algunos de los protagonistas de cierta prueba cuyo nombre no voy a desvelaros hasta el final de la trama, para añadirle así también un toque de suspense muy cinematográfico… Aunque seguro que, lo mismo que ocurre a veces en los ‘thrillers’ de la gran y pequeña pantalla, habrá quien sea capaz de adivinar el misterio y saber de cuál se trata y quiénes son sus personajes antes de que la palabra FIN aparezca.
Para empezar esta imaginaria película, suena una música con algún que otro toque de eso que ahora se llama ‘étnico’ mientras la gran pantalla se llena con los exuberantes verdes de un paisaje típicamente rural. Sobre las colinas aparecen dispersas un buen número de pequeñas poblaciones con casas bajas y, sobre una de ellas, con el cartel de escuela encima de la puerta, se va cerrando el plano mientras la música inicial va perdiendo volumen y sobre ella se empieza a imponer la voz de la profesora, tratando de inculcar una lección cualquiera al grupo de chavales de 10-12 años que ocupan los gastados pupitres. En uno de ellos, un crío espigado, con mirada tan seria como despierta, está atento, pero no a la lección, sino a aprovechar cada vez que la profesora se da la vuelta para escribir en la pizarra, momento en el que echa la enésima mirada furtiva a la revista escondida bajo una libreta en la que no hay margen que no esté ocupado por el dibujo de un coche, una rueda, un casco. La revista cuenta las hazañas de los pilotos de rallys que el próximo fin de semana van a venir de todo el país para enfrentarse en las estrechas carreteras de la zona, esas por las que cada día va y viene de casa al colegio, del colegio a casa. Tan ensimismado está estudiando el mapa de los tramos por los que transcurrirá el rally, que el timbre de final de la clase le hace dar un respingo, golpeándose la rodilla contra la cajonera y no pudiendo evitar que se le caiga al suelo la revista mientras se le escapa un ‘ay’ que resuena como un trueno en las paredes de la pequeña aula, causando la risa de sus compañeros y la reprimenda de la profesora.
Pasado el mal trago, el chaval se dirige a casa, todavía cojeando un poco a causa del golpe con el pupitre pero con la cabeza funcionando ya a mil por hora, pensando en el sábado, cuando se acerque a esa zona que ya ha identificado en el mapa como la ideal para ver pasar de cerca los coches de rallys. Y el sábado llega, por fin, amaneciendo con una bruma espesa y cielo cubierto, incluso con algo de fina lluvia mojando el roto asfalto de la curva sobre la que se acerca la cámara y en la que, en primera fila, claramente identificable por su camiseta amarilla, se encuentra nuestro protagonista. Se suceden entonces las imágenes, en planos cortos, de los coches pasando a escasos centímetros y de las expresiones de júbilo del joven espectador y de sus compañeros de cuneta. Es un espectáculo breve pero intenso, que se termina enseguida pero que deja en el chico una huella indeleble. De vuelta a casa en su mente no hay más que un pensamiento: “Un día yo seré uno de esos pilotos.”
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