Los hospitales me ponen de muy mal humor, ir de revisión con mi madre solo suma puntos a este sentimiento. No soporto al médico que la atiende, no aguanto el ambiente del hospital, me enfado con rapidez... Ella, mi madre, no soporta que no soporte nada o que la deje en evidencia cuando cuenta mentiras al médico. Como no podía ser de otra manera, acabamos discutiendo.
Este año decidí que iba a ser distinto. Pero claro, todo cambio requiere de un plan. Decidí que para cumplir con mi propósito lo primero que tenía que hacer era hablar con una amiga.
—Dime que lo voy a hacer bien y que no voy a discutir.
—Millerciana, lo vas a hacer estupendamente, no vas a discutir. No te olvides de llamarme luego y contarme cómo ha ido.
El segundo paso de mi plan requería hacer algo con mi madre, así crearía un buen ambiente. Pensé en qué podríamos hacer las dos y de inmediato me vino a la cabeza la idea de cocinar. Mi madre es una cocinera estupenda y hay recetas familiares que solo sabe hacer ella como, por ejemplo, las patatas a lo pobre.
Último paso: repetirme cinco millones de veces “no discutiré”. Puse una de mis mejores sonrisas y me subí al coche. Mirándome en uno de los espejos del vehículo vi que mi cara guardaba cierto parecido con una de las chicas que pintó Picasso, pero no de su época azul sino de las del Guernica.
Cuando llegué mi madre ya estaba allí. Llevaba como media hora esperándome y me sentí culpable de haber tenido a una jubilada al sol. Esto hubiera propiciado la primera discusión, pero no, decidí que era mejor buscar la consulta. Encontrar en La Paz la sala donde tienes la cita con el médico es una empresa que resultaría difícil a la mismísima Dora la exploradora. Pero realmente el problema venía ahora: la doctora no era el doctor del año pasado, que tampoco era la doctora del anterior.
—Buenos días.
—Buenos días. A ver, señora Millerciana madre, enferma de Alzheimer… ¿cómo se encuentra?
—Estupendamente, fíjese si estoy bien que hace poco iba yo con mi amiga Mari de paseo y me encontré a uno de mi pueblo. Y ahí estuvimos hablando un montón de rato de gente que conocíamos en común. Mire qué memoria tengo.
Estaba atónita tras las palabras de mi madre, pero preferí callarme. “No discutiré, no discutiré.”
—Ah, muy bien. ¿Y qué más?, ¿va a los talleres de memoria?, ¿hace ejercicio?
—No, los talleres de memoria los he dejado este año, no me valen para nada
Iba a explotar de un momento a otro, pero no, no podía hacerlo. “No discutiré, no discutiré.”
—No me mires así —me dijo—. Fui al ayuntamiento, el chico que estaba en Información me comentó que él, que está acostumbrado a tratar mucho con abuelos, me aseguraba que ese taller no me hacía falta.
—¿Cómo?
—No me mires así —repitió—. Esto es una sorpresa que tenía que darte.
¿Sorpresa? Vamos, esto no era una sorpresa; una sorpresa es un reloj debajo de la almohada, una piruleta de corazón un lunes por la tarde o un libro en el cajón de la mesa de la oficina a las ocho. Que tu madre deje los talleres de memoria —básicos para que recuerde su nombre— y se apunte a Tai-Chi no es una sorpresa, es un tratamiento de choque.
La doctora me preguntó sobre el estado de mi madre. Antes de eso, para evitar problemas con mi madre y que escuchara mi relato, la acompañó a salir de la consulta. Luego repitió el proceso pero a la inversa. La última frase de mi madre antes salir de la consulta fue: “estoy mejor, me estoy curando”. La alegría de mi madre contrastaba con mi estado. Mi enfado crecía a cada segundo que pasaba y solo era capaz de preguntarme una y otra vez por qué pago por un servicio médico que cada año cambia al doctor y, encima, pone a médicos en prácticas a atender solos a los pacientes. Pero el día no había acabado.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó con el mismo tono de aquel anuncio que decía: "y el Madrid qué, ¿otra vez campeón de Europa?
—Vamos a cocinar, mamá.
—Ah, sí…
—¿Por qué sacas un cuaderno? —dijo sorprendida mi madre.
—Dadas las circunstancias, madre, me parece necesario. No quiero perder esta receta y tú estás por olvidarla, así que algo habrá que hacer.
—Estoy estupendamente, ya has oído a la doctora.
—Oye, mamá, abramos una botellita de Protos, que esto de las patatas así es más divertido.
Y así, poco a poco, gracias al Ribera del Duero, recuperé el control de la situación, cocinamos patatas a lo pobre, apunté la receta, no discutí con mi madre y volví a mi casa relajada y tranquila. Todo, sin haber pasado por el centro comercial más cercano a ahogar mis penas en bolsas de Zara, Benetton o Geox, algo que agradeció mi Visa y sobre todo la salud de mi cuenta bancaria.
Estimado Protos, una vez más, gracias… sin ti, no lo hubiera conseguido.