Ayer por la tarde se consiguió: 100 mecenas. Y luego, 101. Después, 102. 103. Sin darme cuenta, 104. La escalada final fue prodigiosa. Hacía sólo 11 días que había empezado este crowdfunding. Sólo puedo darles las gracias a todos aquellos que han puesto su dinero y su tiempo para que "Hombres armados" vea la luz. Mentiría si dijese que una parte de mí, donde anida la vanidad, no está especialmente contenta: todo el que firma algo y lo hace público quiere ver satisfecha esa necesidad irracional y absolutamente prescindible. Pero hay que tener controlado a ese peligroso animal, la vanidad; si se desmanda, el perjudicado es uno mismo. Tampoco diría la verdad si no reconociera que estoy más agradecido que satisfecho: es uno de los más detestables lugares comunes, pero "Hombres armados" es, literalmente, tan mío como de esos 104 mecenas, sin los cuales quizá también se hubiera publicado, el año que viene, dentro de dos, tres, diez años, o más, pero no ahora. No así. No de esta manera. 

Como les soltó Napoleón en Fontainebleau a sus muchachos de la Vieja Guardia, antes de partir hacia la isla de Elba, no puedo abrazaros a todos, pero les dejo aquí mi gazmoñería en prenda de mi agradecimiento. Tendrán que perdonármelo: quise ser sobrio y circunspecto, pero he leído demasiado a Victor Hugo, me temo. Tengo poco remedio.

Ahora somos un par de pelotones, armados hasta los dientes, en los tejados de Munda, en sus trincheras. Pero, ¿y si hacemos una compañía? ¿Y si llegamos a 150? Como la Easy en Normandía, como la Nueve en París, ¿por qué no se vienen conmigo a seguir siendo audaces?

El otro día, hablando de los samuráis de Kurosawa y de la impresión que me causó la película precisamente en los días en los que germinaba en mí la idea de escribir esta novela, mencioné Munda. Munda es, naturalmente, el lugar donde transcurre la acción principal de "Hombres armados". Digamos, el epicentro. El núcleo irradiador, cof, cof. Varias personas me han preguntado ya si Munda es mi Macondo, cosa que me halaga por la altura inconmensurable de la comparación -que el Gabo les perdone- y por mi vieja afición a las novelas de García Márquez. No obstante, más allá de la sonoridad, de que sean topónimos parónimos (Topónimos Parónimos, me acabo de inventar un grupo indie), Munda sólo guarda relación con Macondo en cuanto que es un no-lugar, un sitio que sólo existe en mi imaginación. Puesto a trasladar el fenómeno de las colectividades agrarias anarquistas desde Aragón (realidad histórica) a una frontera, a un No Man´s Land (el frente de Córdoba, uno de los más tranquilos durante la guerra a partir del verano del 36, relativamente), decidí que mi aldea, a fuer de inventada, debía tener un nombre propio. Por algún tipo de asociación neuronal indirecta, me brotó el nombre de Munda. 

Porque Munda, como sabrán los amantes de lo clásico, fue el lugar donde se libró la última y decisiva batalla de otra guerra civil: la que terminó con la República romana, la guerra entre César y Pompeyo, en el siglo I ante de Cristo. En un lugar aún impreciso entre Sevilla y Córdoba, probablemente entre Osuna y el río Genil, César batió en una apuradísima batalla campal a los restos del ejército pompeyano, al mando ya de sus dos hijos, Cneo y Sexto. La victoria, trabajada, dejó todo el poder de Roma en las manos de César, y liquidó el sistema republicano que la había engrandecido. Pero eso está en los libros de Historia.

El "campus Mundensis" no estaba en medio de Sierra Morena, ni perdida al norte de la provincia cordobesa, sino mucho más al sur. Pero como decía Baroja, la novela es un cajón de sastre donde caben muchas cosas, y yo no he pretendido escribir una novela histórica, sino una novela inspirada en la Historia, tomándome al pie de la letra la libertad creativa sin perder la perspectiva de la verosimilitud (no desenfunden todavía). Munda simbolizó el final de muchas cosas, entre ellas el de la libertad, la vieja libertad cívica, política, orgullo de la República que conquistó el Mediterráneo. No es un mal nombre para ubicar el lugar en el que contar una historia como la que yo quiero contarles a ustedes, ¿no creen?

En el invierno de 2013 vi por primera vez Los siete samuráis, uno de los Everest del maestro japonés Akira Kurosawa. Sin importar la localización, ni el contexto (las infinitas guerras feudales del Japón medieval), me atrajo la historia de Kurosawa por ser, como todas las suyas, universal: una historia de resistencia y rebelión, de tomar decisiones. Pelear y posiblemente, morir, o arrodillarse y seguramente, vivir. En aquel tiempo, a la vez, estaba yo leyendo uno de los grandes manuales de la Guerra Civil española, el que escribió Hugh Thomas, reconocido historiador e hispanista británico. En paralelo, me fascinó la historia de los samuráis de Kurosawa tanto como uno de los epígrafes de La Guerra civil española: el que contaba la historia de los núcleos rurales que, principalmente en Aragón, establecieron, por la fuerza algunos, de otros modos menos violentos, otros, el llamado comunismo libertario o, básicamente, un modelo de autogestión igualitaria en sus pequeñas sociedades agrícolas. Algunas de estas aldeas incluso cursaron su propia moneda, y, haciendo su propia revolución social mientras toda España ardía, mantuvieron su autonomía mientras los frentes de batalla permanecieron alejados. A partir de 1937, la capitulación de todos estos experimentos sociales vendría precedida por algunos baños de sangre, en medio de una reestructuración general del poder gubernamental en la República, impulsada por el Partido Comunista en su conjunto con objeto de alcanzar el gran objetivo: ganar la guerra. 

"Un buen fuerte necesita una brecha para que el enemigo se meta en la boca del lobo", dice Kanbei, el líder de los samuráis, en un momento de la película. 

Pero dentro de la guerra, hubo muchas guerras. Entonces se me ocurrió inventarme una aldea, llamarla Munda, y llenarla de hombres armados. Pero eso os lo contaré la semana que viene.