En el invierno de 2013 vi por primera vez Los siete samuráis, uno de los Everest del maestro japonés Akira Kurosawa. Sin importar la localización, ni el contexto (las infinitas guerras feudales del Japón medieval), me atrajo la historia de Kurosawa por ser, como todas las suyas, universal: una historia de resistencia y rebelión, de tomar decisiones. Pelear y posiblemente, morir, o arrodillarse y seguramente, vivir. En aquel tiempo, a la vez, estaba yo leyendo uno de los grandes manuales de la Guerra Civil española, el que escribió Hugh Thomas, reconocido historiador e hispanista británico. En paralelo, me fascinó la historia de los samuráis de Kurosawa tanto como uno de los epígrafes de La Guerra civil española: el que contaba la historia de los núcleos rurales que, principalmente en Aragón, establecieron, por la fuerza algunos, de otros modos menos violentos, otros, el llamado comunismo libertario o, básicamente, un modelo de autogestión igualitaria en sus pequeñas sociedades agrícolas. Algunas de estas aldeas incluso cursaron su propia moneda, y, haciendo su propia revolución social mientras toda España ardía, mantuvieron su autonomía mientras los frentes de batalla permanecieron alejados. A partir de 1937, la capitulación de todos estos experimentos sociales vendría precedida por algunos baños de sangre, en medio de una reestructuración general del poder gubernamental en la República, impulsada por el Partido Comunista en su conjunto con objeto de alcanzar el gran objetivo: ganar la guerra.
Las dos historias me parecieron maravillosamente conectadas.
"Un buen fuerte necesita una brecha para que el enemigo se meta en la boca del lobo", dice Kanbei, el líder de los samuráis, en un momento de la película.
Pero dentro de la guerra, hubo muchas guerras. Entonces se me ocurrió inventarme una aldea, llamarla Munda, y llenarla de hombres armados. Pero eso os lo contaré la semana que viene.
