Ponte en mi lugar

La decisión de una mujer maltratada

Un libro de Teresa Yusta con el apoyo de 106 mecenas


  • Adelanto editorial

    Actualización #4  · jueves, 28 de enero de 2016 « Volver a la página de campaña
    Oliva y nuestro editor Juan están trabajando ya en los últimos capítulos del libro Ponte en mi lugar. Finalizada la que será la primera revisión del manuscrito, el texto pasará a nuestro compañero Álvaro, que se encargará de maquetarlo.

    Queremos que conozcas un poco más la obra que en unos meses tendrás entre las manos. Por eso encontrarás en esta actualización un documento PDF con uno de los capítulos que formará parte de este título.

    • Ponte en mi lugar - Adelanto editorial

      Actualización #3  · jueves, 28 de enero de 2016 « Volver a la página de campaña
      Hola mecenas:

      Oliva y nuestro editor Juan están trabajando ya en los últimos capítulos del libro Ponte en mi lugar. Finalizada la que será la primera revisión del manuscrito, el texto pasará a nuestro compañero Álvaro, que se encargará de maquetarlo.

      Queremos que conozcas un poco más la obra que en unos meses tendrás entre las manos. Por eso encontrarás en este correo electrónico un documento PDF con uno de los capítulos que formará parte de este título.

      Muchas gracias por hacer posible este libro. Y recuerda, si tienes cualquier duda, contesta a este email y te responderemos lo antes posible. 



      Un saludo, 
      El equipo de Libros.com

    • La importancia del lenguaje

      Actualización #2  · sábado, 2 de enero de 2016 « Volver a la página de campaña
      Hola mecenas, 

      Ayer recibiste un correo de la editorial en el que te contábamos que Ponte en mi lugar de Olivia Roca se iba a publicar al haber recibido el apoyo de 205 mecenas. 

      Debido al enorme volumen de trabajo que tenemos y también por respetar las horas de descanso de nuestro equipo, algunas de las comunicaciones con los y las mecenas están automatizadas, y por eso en el correo de ayer decía "cuando recibamos el manuscrito del autor" y "muro del autor" en lugar de "cuando recibamos el manuscrito de la autora" y "muro de la autora".

      Y ahí precisamente está el problema. En que lo automático sea poner "autor", olvidándonos de la importancia del lenguaje. Si decimos autor, estamos ocultando a Olivia. Por eso os pedimos disculpas. A ella ya se las hemos pedido.

      Sabemos que tenemos muchas cosas que mejorar y una de ellas es el uso de un lenguaje inclusivo en nuestras comunicaciones. 

      Publicar Ponte en mi lugar forma parte de un compromiso que va más allá de la mera labor editorial, y queremos que el libro de Olivia llegue al mayor número de gente posible, porque es una herramienta de lucha contra la desigualdad y la violencia machista. 

      Como veis, sin haberse publicado ya ha empezado a cambiar cosas. 

      Os volvemos a dar las gracias a todas y a todos. 

      Un saludo, 

      Raúl de Libros.com

    • Todo tiene un comienzo, aunque parezca invisible

      Actualización #1  · martes, 15 de diciembre de 2015 « Volver a la página de campaña
      «Mamá, nunca es tarde para contar lo que nos pasó y me gustaría que lo hicieras. Me sentiría orgulloso de ti si escribieras un libro, porque podrías ayudar a otras mujeres».

      Esta frase tiene ya algunos años. Recuerdo que me sorprendió cuando la oí porque surgió de manera tranquila y en medio de una conversación cotidiana y aparentemente intrascendente. Pero algo muy especial debió de ocurrir para que mi hijo Daniel me mirara con tanta fuerza cuando me invitó a cumplir este reto.

      Mi única respuesta fue la sonrisa, en parte porque escribir mi historia suponía remover mis heridas y yo quería olvidar, quería enterrar los durísimos momentos que viví con quien fuera mi marido y padre de mis dos hijos. Yo fui la víctima de sus actos crueles, del maltrato psicológico y físico que ejerció sobre mí durante más de diez años.

      Por muchos motivos fui apartando la idea de escribir. Aunque, sinceramente, siempre lo tuve presente porque un día en la oficina surgió un acontecimiento que me arrancó de mi letargo: varias de mis compañeras criticaban y enjuiciaban a una mujer que había sido asesinada por su pareja sentimental. Esa mujer había ejercido varios cargos de responsabilidad pública y ese día era la protagonista de las portadas en la prensa por las desgraciadas circunstancias de su muerte.

      Dejé de teclear en mi ordenador y me giré en la silla para observarlas. Las tres tenían formación universitaria, rondaban los cuarenta años, estaban bien vestidas y con un sueldo más que digno. Yo las consideraba «buenas personas», pero me asombraba que estuvieran de acuerdo con que la mujer asesinada —también de clase media y con formación— debería haber abandonado mucho antes a su novio y por no hacerlo la calificaban de cobarde… Una cobardía que le había acarreado su propia muerte.

      Eran afirmaciones terribles. Yo no salía de mi asombro, pues aquello me parecía una ausencia total de empatía hacia una mujer que acababa de morir apuñalada por su expareja. Sentía un vacío profundo y también indignación, pero sobre todo una gran tristeza.

      Decidí acercarme a ellas, pero francamente no había pensado qué decirles. Todas nos conocíamos bien, había respeto entre nosotras, aunque nunca habíamos entrado a debatir temas tan comprometidos y profundos como el que tocaba esa mañana. Eran mis compañeras, pero lo que acababa de oír no podía quedar así; tenía que hacer algo.

      Con cautela les pregunté qué ocurría y volví a escuchar de cerca los mismos argumentos. Lo primero que les dije es que sólo conocían los detalles de su vida y muerte a través de lo que se había publicado en los medios de comunicación, y que ninguna de nosotras teníamos ni la facultad ni el poder para juzgar la valentía o la carencia de esta cualidad en una víctima de violencia doméstica o violencia machista. Lo afirmé con rotundidad y aquellas palabras inmediatamente causaron una situación de desconcierto.

      Mientras yo hablaba, ellas escuchaban con los ojos muy abiertos y sin decir palabra. Según pasaban los minutos, sin embargo, yo me sentía mucho más nerviosa, pero sabía que necesitaba seguir tirando del hilo de mis emociones y añadí: «¿Creéis que yo, por mi forma de vestir, por mi personalidad e incluso por mi trabajo encajaría en el perfil que manejáis de una mujer maltratada?». «¿Coincide mi aspecto con la imagen que tenéis de una mujer cobarde que se dejaría, según vosotras, maltratar por su pareja?». Insistí con tono pausado y algo de ironía cuando pronuncié «se dejaría maltratar».

      No les di tiempo a ninguna de ellas a contestarme, porque añadí con un nudo en el estómago y apenas voz: «Miradme bien, porque yo fui una mujer maltratada. Viví con miedo, con escolta policial». Y ante mi propio asombro seguí diciéndoles: «Ahora me siento afortunada porque estoy viva y, sobre todo, porque me siento viva».

      Mis compañeras callaron. Estaban perplejas. Fue en ese momento cuando fui consciente de que había desvelado algo muy profundo. También asumí que posiblemente aquel monólogo traería qué decir, pero algo había cambiado y yo me sentía en paz. Y con total seguridad, con absoluto respeto por mi persona, añadí: «Pensad antes de emitir juicios gratuitos. No olvidéis que somos mujeres y puede pasarle a cualquiera de nosotras, porque las circunstancias de la vida son cambiantes. Podemos suponer que estaremos atentas y por tanto contar con la inteligencia suficiente para rechazar y encarar el maltrato desde el minuto uno, como habéis dicho, pero no pueden aplicarse fórmulas matemáticas a los sentimientos. Todo lo contrario, cada caso tiene sus matices, su ritmo, su resolución». Terminé con estas palabras, que abrieron una herida que suponía cerrada.

      Retrocedí y, sentada frente a mi ordenador, me sentí muy sola. Era un sentimiento de vacío casi tan potente como el que me acompañó cuando presenté mi primera denuncia, un malestar que quería y aún quiero olvidar. Nadie me pidió disculpas, pero francamente tampoco me importó. El agravio se lo habían infringido a la mujer apuñalada, que era la protagonista de todos los informativos.

      Retomé mi trabajo. Recuerdo que me costó concentrarme. Me preguntaba qué estaba ocurriendo en nuestra sociedad. No hacía más que darle vueltas al hecho de que en un entorno con un aceptable nivel cultural un grupo de mujeres hubiera tenido la osadía de utilizar la palabra de manera tan cruel contra otra mujer. Después seguí pensando (lo hago ahora) que era urgente un cambio profundo de valores. Entre todos debemos profundizar, debatir y comprometernos, más allá del reproche a nuestro sistema político por no garantizar seguridad de una mujer cuya pareja la ha amenazado de muerte. Definitivamente, es necesaria una implicación más profunda, más consciente, más generosa y sincera para transformar la convivencia entre los sexos.

      Fue en ese momento cuando tomé la decisión de escribir este libro que estás leyendo para demostrar que es posible salir del círculo de la violencia machista, aunque nadie ha dicho que sea fácil.

      Creo que en ocasiones este objetivo no se consigue por falta de colaboración, pues es imprescindible que pidamos a las familias, grupos de amigos, compañeros de trabajo y vecinos que colaboren, ya que siempre hay detalles que alertan de la existencia de una relación de maltrato: la víctima puede perder peso de manera brutal, abandono físico, mirada triste o actitud aislada. Algunos de estos síntomas son comunes en muchos casos, porque ellas quedan atrapadas en una doble espiral por la que se sienten obligadas a satisfacer a su maltratador y a ocultar lo que realmente les ocurre. Por eso es fundamental la ayuda externa, el apoyo y consejo de los más allegados a la víctima. La mujer tiene que sentirse acompañada y comprendida cuando deba dirigirse a la policía y a sus abogados. También las víctimas esperamos que los fiscales y los jueces no desperdicien una sola oportunidad para devolvernos la dignidad. Necesitamos ser rescatadas, salvadas; nosotras solas no podemos hacerlo.

      Puedo asegurar que en el instante en el que decidimos plantar cara hemos dado el paso más difícil; el resto del camino debería ser fácil y rápido. Sin embargo no es así. Este libro no pretende ser un diario, aunque en cierto modo desvelará detalles que tal vez hubiese escrito en uno. Un diario se escribe con frescura, sin sopesar las palabras, y así pretendo narrar estas líneas.

      Mi primer diario fue un regalo, durante mi adolescencia. Para mí suponía un pasaporte directo al recordatorio casi mágico de imágenes y sensaciones que deseaba mantener para siempre. Pero la magia me abandonó cuando cumplí los treinta años porque la convivencia con mi marido había ensombrecido mi carácter. Me sentía tan amargada que decidí quemar mi primer diario porque muchas de las expectativas que había narrado en él sobre el amor no se habían cumplido. Así que opté por el camino más fácil: lo arrojé a una de las hogueras de San Juan. «Si no hay testimonio, no hay dolor», pensé.

      Qué diferentes pensamientos me acompañan en estos momentos: ahora no tengo vergüenza de mí misma. Creo que merezco ser feliz y mantengo el empeño diario por conseguirlo.

      Quien dice que una relación de maltrato en pareja es de un día para otro, que se produce de la noche a la mañana miente por interés o por puro desconocimiento.

      En mi caso, me presentaron a mi exmarido cuando yo tenía diecinueve años, él acababa de cumplir veintitrés. Desde el primer momento me supo ganar con su inteligencia. Lo veía y sentía de manera distinta. Me habían gustado otros chicos pero él tenía algo… ese algo que hace que nos dejemos llevar, sin pensar.

      Recordándolo ahora, puedo asegurar que su actitud conmigo estaba muy medida, calculada. Su comportamiento buscaba una relación dependiente y se empeñó a fondo arrojando sobre mí la dosis idónea de control que disfrazaba de amor romántico y de sentimientos contradictorios. Ahora soy consciente de ello. «¿No te diste cuenta de que era un maltratador?», esta pregunta me la han formulado muchas personas. Lo han hecho desde la curiosidad, desde la indignación, desde la vergüenza ajena. Claro que no, cuando éramos novios él estaba muy pendiente de mí. Se preocupaba por mis estudios, me daba consejos para que mejorara mi aspecto físico. Yo me sentía incluso protegida al principio.

      Hay un detalle que ahora me produce pánico: la extraordinaria curiosidad que él tenía por conocer mi vida. Quería conocer al detalle la relación que tenía con mis padres y hermanos, con todas las personas que de una manera u otra tenían alguna influencia sobre mí. Quería saberlo todo sobre mis amigas, amigos, sus sueños, sus desvelos, todo. Realmente me impacta escribirlo ahora.

      Yo siempre buscaba una justificación positiva a la conducta de Manuel (así se llama), y la relacionaba con su intención de conocerme mejor porque me quería más que a nadie. Él, además, se encargaba de recordármelo una y otra vez. Fue esa misma curiosidad la que más adelante se convirtió en un arma de fuerte control. Por el contrario, él se mostraba reservado conmigo y yo, como era prudente por educación, respetaba sus silencios. No veía nada raro en sus respuestas esquivas, aunque con el paso del tiempo no las pude soportar.

      Quiero insistir en que no supe darme cuenta que yo era cada día más transparente con él, o al menos no era consciente del peligro que podría acarrear el hecho de que él fuera el destinatario de mis confidencias e incluso de las que mis amigas me hacían a mí. Aún no se había inventado la telefonía móvil, pero estoy segura de que le habría facilitado el total control de mis datos tal y como oigo que ocurre hoy con muchas jovencitas. «¡Hasta qué punto entregamos nuestro poder a quien creemos que nos ama!».

      Él conocía mis sueños. Censuraba incluso algo que yo en aquel momento valoraba de manera especial: mis poesías, poesías que yo dedicaba al amor y la luna, lo recuerdo muy bien. Los versos iban surgiendo y encadenándose a borbotones, sin filtro; a veces solía compartirlos con varias amigas que estudiaban Filología y Literatura y creo que no estaban del todo mal; pero cuando Manuel entró en mi vida consideró que todo eso era una pérdida de tiempo. Insistía constantemente para que dejara de escribir, y yo me rendí porque estaba convencida de que él era más inteligente que yo. Esta conclusión llegué a interiorizarla como mía, pero fue él quien con destreza supo imponérmela argumentando que su formación académica en ciencias le otorgaba un mejor criterio para valorar lo que más me convenía en términos de rentabilidad, creatividad y tiempo invertido.

      Aunque me resulta muy difícil admitirlo, debo reconocer que estos argumentos calaron en mí y así Manuel logró que yo no escribiera más. De hecho no lo he vuelto a hacer. Este cambio fue un ejemplo más de cómo y poco a poco se anuló mi capacidad analítica. Por tanto cedí, me sometí a sus deseos.

      Se estaba tejiendo una red y quedé atrapada en mi propia autocensura. Se había instalado en mí un resorte automático que saltaba antes de que Manuel me dijera que debía activarlo. Todo en marcha: cuánto más feliz estaba él dominándome, más triste y fea me sentía yo.

      Poco a poco el sutil hilo del maltrato se estaba tejiendo. Este es un detalle común, los primeros cimientos que dan forma a los casos de maltrato tal y como muchos años después me explicó un médico forense. El enmascarado y silencioso hilo del maltrato que las víctimas somos incapaces de detectar y, aún peor, del que será tremendamente complicado desprendernos. En el momento en que nos rendimos a su control caemos en un pozo cada vez más profundo. Sólo mantenemos nuestro nombre, pues el resto se transforma porque le entregamos el poder como un acto de amor.

      Este es el primer escalón que nos conduce al maltrato. Muchas mujeres que hemos pasado por esta situación nos hemos preguntado cómo empezó todo. Fue, sin embargo, por nuestro propio permiso, aunque nos duela decirlo, escribirlo, leerlo: fue con nuestro permiso. Creo que si somos capaces de reconocer esta situación podremos dar un paso adelante para acabar con la violencia machista.

      La relación de maltrato representada en una cuerda fina y sutil —en sus comienzos— llega a convertirse en una gruesa soga que nos acompaña día y noche, cada vez más pesada, cada vez más tensa. Ahoga, deja marcas, huellas y cicatrices que costará cerrar, huellas que inexplicablemente en público nadie ve a pesar de ser cada vez más evidentes.

      Manuel me fue apartando de mi círculo de amigos. «Nos tienen envidia», decía. Esta era su frase más socorrida hasta que llegué a creérmela ciegamente. También recuerdo que algunas y algunos de mis mejores amigos estaban muy pendientes de mí, pero yo no les escuchaba. Sólo anhelaba gustarle a Manuel y tenía la sensación de que no era lo suficientemente buena para él. También es cierto que se encargaba de recordármelo continuamente. Me reprochaba que no le quería lo suficiente y me pedía que pasara más tiempo con él. De esta manera dejé de ir a las discotecas o a la playa con mis amigas. «Nos tienen envidia porque estamos muy bien juntos, porque somos felices. No necesitamos a nadie», me repetía con un rostro melancólico y voz muy suave, y a mí aquello me parecía romántico.

      En su afán por aislarme, llegó incluso a provocar situaciones muy desagradables, que a mí me producían vergüenza ajena pero a las que era incapaz de hacerles frente. En su afán por poner todo mi entorno en mi contra, Manuel calificaba a mis mejores amigos de vagos, poco ambiciosos o soñadores sin futuro: «Tu amiga me mira mal y por eso le he retirado el saludo», me decía, o «tu amigo no es amable conmigo porque creo que tú le gustas, tendremos que coincidir menos con él para que tenga las cosas claras». Ese fue otro de los argumentos que yo creí, y este me apartó de una persona maravillosa a la que no he vuelto a ver.

      Manuel me manejaba a su antojo: con palabras y hechos, y yo no lo veía. Solos, dejamos de atender a las invitaciones. Nos aislamos, otro de los condicionantes esenciales para mantener el maltrato. Con el tiempo aquellos amigos que se preocupaban por mí pasaron a un segundo plano como consecuencia de mi actitud. Me llegaron a pedir que si quedaba con ellos lo hiciera sola: «No nos gusta Manuel, es un prepotente, no te conviene; esta historia no acabará bien. Olivia, te estás apagando, no eres la misma». Sus palabras me dolían tanto, me sentía tan sola, tan triste… Entonces recordé las palabras de Manuel: «Nos tienen envidia». Y me pregunté, «¿y si él tiene razón?».

      A la par comencé a sentirme a gusto en mi relación de sumisión. En opinión de los médicos forenses este placer es otro de los síntomas que va de la mano en el maltrato en pareja. Desde fuera, desde el papel del observador, del amigo o del confidente no es fácil de entender ni de digerir, pero siempre es reprochable.

      La realidad, sin embargo, se distorsiona para nosotras, que justificamos y llegamos a normalizar estas actitudes abominables. En este punto descansa el matiz de placer al que me refería antes: «He cumplido hoy con las expectativas de Manuel, no me he equivocado. Me ha dicho que me quiere». Sobre estos pilares se gesta la relación de violencia machista: críticas sutiles que se convertirán en descaradas.

      Ante nuestro dolor él mostrará arrepentimiento, y le perdonaremos porque nos ha prometido que cambiará y que aquello no volverá a ocurrir. Después llega la reconciliación. Hasta que pasa de nuevo. Y luego vuelta a empezar. Un juego muy peligroso, cuyas reglas sólo conocía Manuel, pues las podía cambiar a su antojo

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