Por fin llegaba el condenado tren. No veía el momento de abandonar esa horrible ciudad. Regresaba a casa de mis padres, pero en esos momentos, me daba igual. Dejaba atrás la ciudad dónde los sueños morían, repleta de personas que habían matado al niño grande que era cuando llegué y la tortura de huir del momento en el que más inhumano me sentí. Aún así esperaba hacerlo con dignidad, salir por la puerta grande, como los toreros.
Esperé a que el andén se hubiera vaciado para entrar. Mi asiento era el número 18. Observé los números “27, 27, 27…”. No podía ser, el maldito recordatorio del momento más vergonzoso de mi existencia. Repetí la operación en sentido contrario “27,27,27… “, quizá tenía alguna explicación, cambié de vagón ante la miradas de extrañeza de los ocupantes. El siguiente tampoco, ni el otro, me topé con la cabina del conductor y con la mirada torva de la azafata.
– ¿Está bien?
Me pasé la mano por la cara, susurrando el número imitando la elódica cantinela de una oración.
–Ella… Ella tenía 27 años.
Sus ojos asomaron en mi cabeza. Paré un momento. Respiré hondo y metí la mano en el bolsillo de mi cazadora, ante la mirada horrorizada de la azafata, marqué el 091.
– Quiero denunciar un asesinato - relaté con la calma y la seguridad que me habían sido esquivas hasta entonces.
Saludos Insurgentes
¿Fue el perpetrador o testigo del asesinato?