El misterio se hizo palabrería. La palabrería, rumor. El rumor desembocó en leyenda y, esta, pronto se convirtió en esperanza. El secreto disfrazado de ilusión fue transmitiéndose de generación en generación como si de un apellido se tratara.
Los últimos 3737 libros en papel sobre la faz de la Tierra habían aguardado ocultos durante siglos en una clandestina galería subterránea que pertenecía a lo que antaño recorría el metro, un medio de transporte un tanto primitivo pero que gozó de popularidad en su época.Los ancianos, despojados de toda tecnología existente en un alarde de imitar tiempos remotos, iluminaban las penumbras del lugar antorcha en mano, haciendo que las sombras reflejadas en las desgastadas paredes bailotearan alrededor de los que les seguían.
Daba comienzo el año 3737 y el momento había llegado. Todos los conocimientos compartidos durante casi dos milenios, las hipótesis y teorías barajadas y, especialmente, la ilusión de averiguar qué pasaría, les habían llevado hasta allí. Abrieron la corroída puerta y, distribuyendo el fuego que portaban por el interior del lugar, consiguieron ver claramente el tesoro literario que les rodeaba.Ansiosos comenzaron a abrir cada uno de los libros por la página 37 hasta que quedó solo uno. Se dieron las manos formando un círculo. Estaban inquietos. Se miraban entre ellos sin saber qué estaban a punto de presenciar. El más anciano alzó el último libro y lo abrió por la misma página por la que habían sido abiertas el resto de reliquias.
Nada. Ni un sonido. Ni un resplandor. No sucedió nada.La realidad es que el último librero que existió hizo acopio de todos los libros que tenía y creó él mismo la leyenda con el único objetivo de preservar todo el tiempo posible los últimos ejemplares literarios en papel después de que la digitalización los hubiera prácticamente extinguido: misión cumplida.
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