Habían caído tan lentamente ante mis ojos que me dio tiempo, mientras volaban sobre la arena y se abrían paso entre el borboteo de las llamas, a arrepentirme dos veces de haberlas lanzado. Y, claro, a convencerme tres más de que aquello era lo mejor.
La playa era eterna a ambos lados, y la luna nueva jugaba al escondite con los parpadeos naranjas del fuego; a mis espaldas se alzaba la mística arboleda, tropical, extraña y acogedora, y más allá de ella se veían penumbras, entre las que se escondían, torpemente, las antorchas de quienes la habitaban.
Frente a mis ojos, los más azules de la isla, se podía ver el mar en calma.
Mi vestido parecía antiguo: roído, rasgado y sucio. Me lo puse con decoro aquel primero de Junio, cuando fuí al puerto y embarqué, con dulces pasos que querían deslumbrar más que las llamas de San Juan.
—Que tontería… —me dije, alumbrada por la hoguera.
Del fuego brotaron luces, se elevaron por encima de mi y volaron hacia el mar, danzando despacio para no molestar a la marea, entonadas con el baile de las hojas, acompasadas al viento y a las llamas, y a la arena que bailaba con la brisa.
Las escrituras del piso de Baltimore perdieron su valor mucho antes de envolverse en el calor de la hoguera, y me reconocí al otro lado de las llamas, vestida y maquillada con decoro, ligera de equipaje por cargar mis manierismos. Me dio frío y me acerqué al fuego, buscando su calor.
Vi, agachada ante la hoguera, la silueta de los isleños. La niña que me encontró en la cala tres semanas atrás me saludaba, ella vestía su sonrisa.
Suspiré aliviada, agarrando mi voluntad, y la saludé, despidiéndome de mi pasado en aquel último San Juan.