—Imbécil. —Risas generalizadas—. Sí, sí, te digo a ti. Tienes cara de imbécil. —De nuevo risas—. Ven aquí, hombre. Vamos a ir a la plaza antes de las clases de la tarde. Vente con nosotros.
Carlos accedía, a sabiendas de que sería el objeto de las mofas. Solo quería sentirse parte de algo. Y si eso significaba tener que recibir algún que otro golpe en la nuca o algún insulto podía sacrificarse para sentirse integrado. Solo anhelaba hablar con la gente, para poder ser «normal».
—Carlos, que conste que no nos reímos de ti, sino contigo —decía el cabecilla. Carlos asentía, mientras forzaba una risa incómoda, y oía un susurrado «gordo» de fondo, que venía de alguna parte del grupo formado por unos ocho niños.
—Claro, lo pasamos bien juntos —decía Carlos con voz entrecortada mientras miraba de soslayo el reloj, tratando de contener las lágrimas y deseando que avanzara el minutero.
—¿Te vienes mañana al partido?
—Me gustaría, pero tengo clase de piano. Lo siento, chicos.
—¿Pero qué mariconada es esa? Luego no llores si te ponemos de portero.
—¡Además ocupa mucha portería! —dijo uno que estaba sentado.
—¡Eh, no te pases con mi colega! —le reprendió otro chico con ironía mientras ponía su mano sobre el hombro de Carlos, exhibiendo un falso afecto.
En aquellos tiempos el bullying solo era un anglicismo con un pretexto claro: son bromas de niños.
Hoy, 30 primaveras después, los dedos de Carlos se desplazan como si fueran flores movidas por el viento en el concierto de San Juan, que abre la temporada de música estival del país. Sus manos son fuego, su corazón mantiene heridas abiertas, pero sabe que quemar el bullying en la hoguera es cuestión de todos. Carlos toca por todos los niños que sienten una angustia que no merecen.
Saludos.
Relato muy reivindicativo y lleno de intención...de mucho peso en estos tiempos convulsos.
El giro final es brutal.
Me ha encantado, enhorabuena.
Saludos Insurgentes
Felicidades.
¡Enhorabuena!