Llevaban años ahí guardadas, convirtiéndose en viejas hojas que amarilleaban con el paso de los años y cuyo olor a tinta desaparecía para convertirse en olor a polvo.
Habían pasado doce años desde que nos dejó, cuando decidió que tener una hija había sido una equivocación, doce años desde aquel portazo con el que nos dejó atrás. Ni siquiera se despidió, ni una palabra, ni un gesto de cariño hacia mí y, lo que era peor, hacia mi hija, que también era la suya.
Viena había crecido mucho, no sólo físicamente, interiormente se había convertido en toda una mujercita que había sabido llevar el paso de los años sin una figura paterna como referencia. Años en los que, muchas veces, era ella la que tiraba de mí.
Por culpa de mi dolor se había perdido muchas cosas de las que debería haber disfrutado como cualquier otra niña pero esa noche estaba dispuesta a cambiarlo, a devolverle a mi hija todo lo que se había dejado en el camino. Y allí estábamos, mirando por la ventana en la noche de San Juan, contemplando las hogueras que ya estaban encendidas en la playa que hay frente a nuestra casa. Me alejé por un instante de ella para ir al armario donde guardaba algunas viejas cosas sin uso y cogí la vieja caja de zapatos donde guardaba sus cartas, esas cartas llenas de reproches y dolor donde le pedía explicaciones y que nunca se enviaron.
Regresé junto a Viena, la cogí fuerte de la mano y la llevé conmigo a la playa, no tardamos en encontrar la hoguera de nuestra familia. Allí, sin pensarlo, arrojé la caja con las cartas al fuego.