«Chin Wú»

Chin Wú permanecía atenta a la puerta. Sentada en una banqueta, movía sus pequeñas piernas que colgaban. Deseaba con fuerza que entrara algún cliente. Un hombre apareció e hizo sonar la campanilla que colgaba de la puerta. Chin corrió hacia él pero justo cuando iba a llegar, su padre se cruzó en su camino.

—No molestes Chin por favor. —dijo con severidad.

Chin los siguió por toda la tienda. Recorrieron los pasillos repletos de productos. El hombre llevaba una lista que fue tachando a medida que añadía los productos a su carrito. Chin se imaginó atendiéndolo ella. En mitad de la ensoñación sonó la campanilla de nuevo. El hombre salió por la puerta con una bolsa bien cargada en la mano.

—¿Cuándo me dejarás atender papá?

—Cuando tengas unos años más cariño. No tengas prisa en crecer, mi pequeña conejita.


Pasados unos días, el padre de Chin le dijo:

—Cariño, tengo que salir un momento, no tardaré.

Chin saltó de su pupitre. Se colocó tras en mostrador, con los brazos apoyados en el cristal subida en una banqueta. Una mujer asiática bien vestida cruzó la puerta y le dijo.

—Hola pequeña. Necesito una olla de hierro fundido para hacer mi Huo Guo. Pronto vendrán unos familiares a visitarme y la mía está a punto de romperse.

—Sí, justo tenemos lo que busca.

Con orgullo, Chin condujo a la señora entre los pasillos. Señaló una olla. La mujer la inspeccionó con mucho cuidado.

—Si, creo que me la llevaré. Cada comienzo de año cocino mi famoso Huo Guo para mi familia. ¿Sabes? Si me disculpas, pequeña, tengo un poco de prisa. Me queda un largo camino por delante. —dijo la mujer antes de dejar algunas monedas en el mostrador y marcharse.


Unos días mas tarde, la familia cerró la tienda para celebrar la entrada del año nuevo. Era la primera vez que Chin viajaba a China. Después de dos aviones y un tren, llegaron a casa de su abuela, a quien solo conocía por teléfono. Hangzhou le parecía otro mundo. Farolillos por todas partes, edificios imponentes, parques con casetas de tejado puntiagudo. La casa estaba decorada de manera tradicional. Una foto en blanco y negro presidía la pared del salón. En ella posaban una pareja con una niña. Chin quedó ensimismada al verla.

—¿Quién es esta señora, abuela? Es la que atendí el otro día en la tienda.

—¡Qué cosas tienes conejita! Es tu bisabuela. Y esa pequeña es tu abuela. —respondió su padre sin darle importancia.

Chin estaba segura de que era ella, pero decidió no darle más vueltas al tema pues no quería que la tomaran por tonta. Cenaron un Huo Guo, entre otras cosas, y hablaron animadamente hasta que fueron a dormir.


Unos días después, de regreso en Zaragoza, Chin estaba sentada en su banqueta como todas las tardes. Su padre miró, extrañado, unas monedas en la caja. Parecían antiguas.

—Papá, con esas monedas, pagó mi bisabuela cuando compró la olla. Te lo dije, pero nunca me escuchas.