Otis corrió hasta el callejón. Dos vándalos le perseguían tras haberle robado el almuerzo en el recreo. Ahora, su única salida era una librería de rótulo antiguo y un escaparate con telarañas tan oscuro como todo lo que la rodeaba.
Cuando abrió la desvencijada puerta, una campanilla tintineó. La lámpara de mesa iluminaba casi toda la estancia, pero las estanterías permanecían en penumbra.
—¿Hola?
Nadie respondió y Otis se asomó al escaparate para comprobar, tras los cristales empañados, que no le seguían. Aliviado, olfateó el aire que le evocó imágenes borrosas. Una mano acariciándole. El frufrú de un vestido rosa. Entre los estrechos pasillos acarició los lomos agrietados de aquellos libros viejos. Cuentos de hadas, aventuras, amor… Extrajo uno con cuidado. Sus páginas crujieron e inhaló su fragancia. Una mujer y una chimenea…
—Es mi favorito.
Un anciano con bigote, gafas y diminutos ojos azules, le sonreía.
—Espadas, piratas, mujeres guerreras… Secretos, traiciones… Mágicas ilustraciones…
—¡¡¡EUREKA!!!
El anciano interrumpió su entusiasmado discurso. Al fondo de la librería una puerta se abrió de par en par.
—Es Mina. Vamos. Mi nieta es librera, pero también una intrépida científica.
Curioso, le siguió hasta un laboratorio donde una joven de moño castaño, gafas y los ojos de su abuelo, vertía el líquido ambarino de una probeta en el interior de un frasco de perfume antiguo. No le extrañó su presencia. Tan solo pellizcó la perilla del frasco perfumando la mano de Otis y del librero. El niño miraba las montañas de libros troceados por todas partes… Aquella librera había logrado algo inimaginable. Y, aunque su madre se había marchado tan pronto que la estaba olvidando, sí la recordó en su biblioteca olfateando un libro: «Habría que embotellarlo».
A Otis se le escapó una lágrima.
—Así olía mamá.
Mina sonrió y dejó el frasco entre sus manos.
—Ahora estará siempre contigo.
Saludos Insurgentes