—¿Cómo? ¿Estás segura? Ha tenido que tratarse de un error. Si hablé con ella ayer mismo y no noté signos de debilidad en su voz...
Alejandro no daba crédito. Aún extrañado ante semejante noticia, hizo gala de sus nervios de acero. Respiró profundo tres veces. Acto seguido, reaccionó a los reclamos de su interlocutora rumiando todavía la noticia:
—Sí... Sí, sí, estoy aquí...
—Entiendo cómo te estás sintiendo, Alejandro. Tú estabas más unido a ella; eras su "niño preferido", no me dirás que no. Al margen de eso, habría que acercarse a la residencia y pedir más detalles acerca de lo sucedido. ¿No crees? Y luego está el papeleo...
—Bueno, bueno, bueno, no quieras correr. Cada cosa a su tiempo, Daniela. Quiero cerciorarme, no me acaba de cuadrar todo esto. Hablaremos directamente con los responsables del centro... ¿Y de qué te dijeron que falleció? Porque hasta donde yo sé, estaba como una rosa.
—¿Dudas acaso de lo que me dijeron? ¿O de mi palabra?
—No una cosa ni la otra, Daniela. Solo quiero estar seguro. ¿No tengo derecho?
Al día siguiente, en "Alegría de vivir":
—Por favor, somos los hijos de doña Rocío Saavedra Santos y quisiéramos conocer más en detalle lo ocurrido. Para empezar, ¿dónde está su cuidadora? Porque hasta donde yo sé, la atención aquí es personalizada precisamente para evitar sustos. Nos merecemos una mínima explicación, ¿no cree?
—Alejandro, calma. Me extraña viniendo de ti; tú que eres más frío que un témpano de hielo. Además, esta señora no tiene la culpa.
«Eso ya lo veremos», pensó Alejandro.
Tras un tiempo prudencial, acudió a recepción el máximo responsable del centro. Sus mejillas hablaban por sí solas.
Carraspeo previo:
—Son ustedes los hijos de doña Rocío Saavedra he de suponer.
—Los mismos. Exijimos una explicación al respecto. ¿Qué ha ocurrido exactamente? ¿Dónde está nuestra madre?
—Le aconsejo que se tranquilice –dijo a Alejandro, que hervía bajo esa capa gélida–. Vayamos por partes. Primero transmitirles nuestras más sinceras disculpas. Efectivamente, justo ayer falleció Rocío Saavedra Santos, pero la cuestión es que hay otra señora con las mismas señas. La recepcionista que se comunicó con su hermana confundió los expedientes y claro, como son tocayas de nombre y apellido... Así hemos llegado a esta situación dantesca. Reitero lo dicho. Por otra parte, su propia madre me pidió encarecidamente que no les dijera nada acerca de esta confusión porque quería ponerles a prueba.
—¿Cómo que ponernos a prueba? –dijo Daniela, adelantándose esta vez.
Contra pronóstico, se alzó una voz que les resultó más que familiar:
—Has acertado, mi queridísima hija. A prueba, y desde luego que tú precisamente no la has pasado. En cambio tu hermano siempre se ha preocupado por mí y mi bienestar.
—¿Pero por qué dices eso, madre, si a mi también me importas?
—Los teléfonos los tenéis pinchados y gracias a ello escuché vuestra última conversación. Por fortuna, en su día fui de las primeras mujeres en formar parte de las Fuerzas de Seguridad del Estado. Y ahora sé que tu único interés es llevarte la mayor parte del pastel si no es entero. Y no, ahórrate las falsas disculpas porque lo tuyo, Daniela, es de no creer.
«De no creer»
530 palabras
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Historia publicada para el ejercicio propuesto por LIBROS.COM
Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo:
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Patricia Zamorano Granados
26 oct, 12:38 h
Vaya sorpresa con la señora Rocío! Me gusta mucho el giro que le has dado al final de la historia.
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