«De reformas»

Como cientos de estresados, demasiado tiempo en casa me hicieron aborrecer cada rincón de casa. Sobre todo la cocina. ¡Que horror de muebles! Aún cuando el pánico nos empujaba a tirar la basura sólo una vez por semana, me armé de valor para salir de mi burbuja protectora antiviral y, bañada el alcohol, guantes, mascarilla FFP7, gafas de buceo me fui a comprar todo lo necesario para hacer de mi cocina un lugar más armonioso.
Mi atención reparó más en esos ojos risueños que me atendieron, que en el color de la pintura que debía escoger para mis muebles.
Amable, mi nuevo asesor de reformas, que me acompañó por todos los pasillos de la tienda acabo ofreciendo ayuda:
- ¡Si necesitas que te eche una mano me avisas!
- ¡Ah, genial! ¿Y cómo lo hago? ¿Te envío señales de humo?
Entre risas escondidas tras mascarillas, extendió su mano para darme un papelito con su número de teléfono. 
Ni siquiera había visto su cara y ese chico me gustó. ¡Me gustó mucho! 
Hablamos y hablamos por teléfono sin tener opciones de enredarnos, sin cervezas en terrazas, sin paseos, sin conocer su sonrisa. No me impidió sentir ese deseo incontrolable que te empuja a querer besar a alguien. Visité esa tienda cada semana hasta agotar mi escaso ERTE y esperé paciente...
Bastó poder cruzar los 11 kilómetros que separaban su casa de la mía para quitarnos las mascarillas, conocer nuestra sonrisa, la que mostraba cierta ilusión y besarnos sin mediar palabra y sin pedir permiso. 
Quizás fue ese beso no dado y tan deseado el que nos hace besarnos cada mañana, cada buenos días y cada buenas noches.