Ser una guardiana de historias era un honor.
Eso me repetía cada día mientras caminaba por los polvorientos y abandonados pasillos de la biblioteca. Una que estaba oculta a simple vista, en las profundidades de una ciudad que, de tantos nombres que tenía, se había quedado sin ninguno.
Caminaba día y noche, a la luz de las velas que hacían caer ríos de cera pero que nunca llegaban a consumirse del todo, asegurándome que las historias fueran solo eso; historias.
Las palabras tenían mucho poder, especialmente con el paso del tiempo. A medida que el papel se volvía quebradizo, las ideas que encerraban se volvían más fuertes. A veces, tan fuertes como para salir de sus propios libros.
Caminé con cuidado, pasando por los pasillos antiguos, quizás sino hacía ruido lograba no despertarlos. Habitualmente no me habría importado, los libros estaban vivos y eran lo que me daban vida a mí misma. Pero, ese día, me sentía demasiado atada a la vida real: si un dragón de letras escapara en ese momento, ¿cómo me enfrentaría a él si mi cabeza estaba centrada en pagar las facturas de fin de mes?
Ser una guardiana de historias era un honor, me dije, claro que también podría ser increíblemente molesto. Una no siempre quería luchar con el dragón. A veces solo quería un café. Suspiré mirando el reloj, pronto amanecería, y a la luz del sol, los monstruos antiguos no se atreverían a salir, los personajes estarían demasiado ocupados viviendo sus historias, y yo podría descansar. Puede que pudiese hasta pedirle un Bizum a mamá para pagar el alquiler. Ser una guardiana de historias, era un honor, pero también estaba mal pagado.
Iba a ser una noche, muy larga.
Saludos Insurgentes