María llevaba dos años escribiendo su primera novela, un texto romántico en el que contaba su propia historia de desamor con personajes a los que había cambiado el nombre.
Por fin la había terminado, eso sí, con dos finales distintos y aún por decidir con cuál se quedaría. En el primero cambiaba muchos detalles de cómo había acabado su historia con el hombre al que aún seguía queriendo con todas sus fuerzas, unos cambios cuyo único propósito tenían que no se identificara a la protagonista del libro con ella. En el segundo final contaba con pelos y señales cómo había sido su ruptura, con conversaciones y detalles tal cual habían sucedido en la realidad; también hablaba de sus sentimientos actuales y confesaba que aún seguía queriéndole y que, incluso, estaba dispuesta a darle una nueva oportunidad.
Con el paso de los días lo tuvo claro, enviaría el borrador con el primer final, no quería que su amado leyera esas líneas en las que desnudaba su corazón y su alma y supiera de sus sentimientos aún vivos y repletos de deseo.
Él era su editor, el hombre al que seguía amando en secreto sería el primero en leer su novela.
Al día siguiente, con los nervios de quien espera respuesta a su propuesta editorial, revisó el correo y, entonces, se dio cuenta que por error había enviado el borrador equivocado, el mismo que la dejaría al descubierto.
El miedo y la vergüenza la invadieron de tal manera que estuvo horas sentada en el sofá sin saber muy bien qué hacer. Al final llegó a una conclusión, quizá había sido una jugarreta del destino para enfrentarse a su realidad, saber si podría volver con él o, por el contrario, debería pasar página. Total, lo peor que podía pasarle era seguir sin él.