«El demonio centenario»

«Solo quiero ese relicario centenario. Me pertenece...» Ese era mi pensamiento cuando crucé el umbral de su humilde comercio. Faltaban quince minutos para las nueve de la noche. A punto de cerrar, sorprendí a su dueño ya inventariando. Temblaba como un flan recién sacado de su envoltorio. Resbalaban varias gotas por su frente como lo haría el caramelo. Reacción lógica si tienes un calibre treinta y ocho apuntándote directamente al entrecejo.

—¡Por favor se lo pido! Le daré todo el dinero de la caja. ¡Es todo suyo! Pero por Dios, tengo familia...
—No me interesa su asqueroso dinero. Usted tiene algo mucho más valioso que esa calderilla de mierda ¡y lo sabe!

Bueno, hasta aquí todo bien, pero me sorprendió por detrás su nieto, que era policía. Fue sigiloso. Sin embargo, ya en calabozos, me pusieron junto a un tío de lo más extraño. Rostro cuajado de cicatrices. Llevaba un parche y a pesar de ello, tuve la sensación de que me radiografíaba.
Pegó una carcajada en cuanto me vio entrar. 

—Eres un aficionado, Alfredo.
—¿Y cómo demonios sabe mi nombre?
—¿Quieres ese relicario o no?

¿Habría hecho brujería? De repente, me encontraba de nuevo en el callejón, a quince minutos del cierre del anticuario. Esta vez, me colé por la puerta trasera. Ya dentro, fui más sutil: por la espalda, le cubrí la cara al anciano con un paño empapado en cloroformo. No busqué demasiado. El relicario lo tenía escondido en un cajón del mostrador.

Una vez en mis manos, la puerta se abrió de golpe. Ante mí, el del parche...

—Gracias por nombrar a mis congéneres en aquel calabozo y por el relicario, huelga decir. Siempre fue mío, aunque es una lástima que tropezaras con la misma piedra.

Me susurró, sarcástico, al oído mientras me desangraba. Se esfumó.
Lo último que vi, las luces de la ambulancia y... al nieto policía.