La brillante luz del delta del Nilo iluminaba a los dos personajes que hablaban en el pequeño y ordenado despacho del librero de la gran biblioteca. Allí se gestionaban los pedidos de aquellos clientes que querían adquirir una copia de alguno de los miles de ejemplares custodiados en el nuevo edificio.
Mientras intentaba asimilar sus palabras, el aprendiz no podía dejar de observar el ajado rostro del maestro librero, buscando en él algún signo de falsedad o locura.
—Fui egoísta lo sé, —continúo narrando el anciano ante el atónito silencio del joven —y mi egoísmo causó dolor a mucha gente: mi madre, mi esposa, mi amante, mis hijos. Ellos fueron el precio de mi libertad. —un velo de dolor cubrió sus aún vivaces ojos.
—Pero tienes que entender que estaba cansado, extremadamente cansado —suspiró —cansado de pelear, y sobre todo cansado de guardar mis espaldas de las conspiraciones de los que consideraba mis amigos, mis hermanos, harto de sus mezquinos juegos de poder.
—No fue fácil fingir mi muerte, el bebedizo era peligroso ya que debía mantener el equilibrio entre parecer muerto y estarlo realmente. La confianza en uno de mis mejores y más cabales amigos, que a la postre fue bien recompensado por aquello, fue también una apuesta arriesgada, pero, ya sabes —dijo torciendo la boca en una irónica sonrisa —la fortuna favorece a los audaces.
—He sido feliz estos años aquí, en la ciudad que lleva mi nombre, oculto a plena vista entre los libros a los que amo, un amor inculcado por mi maestro Aristóteles y que siempre me ha acompañado, pero —concluyó el anciano entregando al joven unos rollos de papiro—mi final se acerca y ahora serás tú el custodio de mi historia, no la del rey, no la del Dios, sólo la del hombre.
Enhorabuena
Saludos Insurgentes