Nunca me ha gustado la incertidumbre y, mucho menos, que la provoquen. Por esa razón, me anticipé y decidí arrojar luz a todos los posibles interrogantes que pensaba que la vida podría depararme. Pero una vez que ya había supuesto que tenía todas las respuestas, viniste tú a cambiarme cada una de las preguntas.
No tardé mucho tiempo en percatarme de que siempre te gustaron los interrogantes. Los planteabas y los contestabas sin darte cuenta. Te hacías con todas las áreas de conocimiento posibles y esa pasión por indagar, hacía que los ojos te brillasen. Los míos lo hacían cada vez que me encontraba en los tuyos.
Fueron tus labios carnosos guiados por tu curiosidad inherente los que me desafiaban con cada una de ellas, pero yo me hacía pequeña. Siempre fui insegura de mí misma y, aunque me dabas todas las respuestas, seguían aflorando en mí más preguntas. Supongo que para algunas de ellas nunca habrá respuestas; supongo que para ese día, la tenía.
— ¿Cuál es el océano más grande del mundo? — me preguntaste.
Y nunca había estado tan segura de una respuesta. Lo estaba tanto que no me atreví a compartirla contigo. El océano más grande se escondía en tus ojos. Inmenso y desconocido. Lleno de corrientes y mareas que me atrevería a explorar para conocer esa versión de ti que sólo compartes contigo mismo.
Era paz. Era calma. Era el más grande.
Era el más grande porque nos separaba. Separaba el extremo de mis manos queriendo entregar un corazón del de las tuyas para recibirlo. Un océano de color verde porque en el instante en el que me encontré con tus ojos he deseado pintar cada rincón de su color. Quizá por eso no me atrevía a responder a ninguna de tus preguntas porque en todas y cada una de ellas encontraba la manera de manifestar lo que, a gritos, callaba el corazón. Así que solo me decidí a responder:
— ¿El océano más grande? El Pacífico.
