El traqueteo del tren y la incomodidad del asiento hacían presagiar que las diez horas de trayecto serían un auténtico suplicio. El compartimiento estaba ocupado por ocho personas y un bebé, que dormía sobre las mullidas carnes maternas.
Sin embargo, una hora más tarde, la criatura se despertó, y la ternura desapareció. Mostraba desasosiego y comenzó a llorar. Era un ruido agudo; tan intenso que mis tímpanos amenazaban con colapsar. Noté que mis pensamientos se perdían por el desagüe del troncoencéfalo y mi cerebro reptiliano asumió el mando. Si no cesaba el ruido, habría una tragedia conmigo asumiendo el protagonismo.
Me levanté y salí al pasillo, dejando atrás al resto de rostros desencajados del compartimiento. Buscaba huir a toda costa de aquel momento; era la misma necesidad de escape que durante la celebración de la matanza del cerdo, en el pueblo. Este alarido desgarrador se asemejaba.
De camino a la cafetería, me hice a un lado para ceder el paso al revisor, que se dirigía con decisión hacia el epicentro del terremoto. A mi altura, pinzó la visera de la gorra saludando con un gesto de dominio.
Ya en la cafetería me tomé tres tilas y conseguí apaciguarme hasta que apareció otro niño andando que lloraba desconsolado. Maldije mi suerte. Carrot, carrot, carrot, repetía sin descanso. Su peluche había desaparecido. Salí escopetado antes de averiguar más cosas.
De vuelta al vagón, ¡reinaba el silencio! ¡Aleluya! Los ásperos campos de trigo ahora parecían hermosas extensiones de lavanda; el sol había recuperado vigor y el tren se deslizaba con suavidad.
En el compartimiento, todos dormían, plácidos; todos menos el bebé, que estrujaba ensimismado un muñeco en forma de zanahoria. Sentándome despacio me sumé a la felicidad generalizada.
Giré el rostro y, a través de la puerta encristalada, el revisor sonreía con orgullo.
Uff. Cuando un pequeño llora te taladra los oídos. Menos mal que encontró su peluchito
Buen relato José, lleno de empatía y amor.
Saludos Insurgentes