«El soporte perfecto»

La piedra y el papel son los dos mejores soportes en los que inmortalizar las historias. A los de nuestra especie nos las escriben a base de golpes. A nuestros compañeros los libros, con la elegancia de la tinta. Nuestra historia es un segmento, delimitado por un principio, la construcción, y un final, la demolición. El resto carece de importancia. La historia de los libros, sin embargo, es un proceso completo, memorable en todas sus fases, desde el prefacio hasta el epílogo.

Los muros fuimos concebidos con objeto de cumplir dos misiones: ocultar y proteger. Contener la enfermedad fuera de los lindes de una poderosa ciudad, resistir los embates del frío o desbaratar la invasión del enemigo. Incluso como mero símbolo de ostentación y hegemonía social. Todos los fines giran en torno a la misma idea: la seguridad. Un espacio en el que el ciudadano pueda respirar hondo y desarrollar su vida sin alteraciones. La solidez de nuestros cimientos permite afianzar esa concepción.

Sin embargo, llega un momento de nuestra longeva trayectoria vital en el que nuestro propósito inicial cae por su propio peso. Los vecinos ya no anhelan un día a día amparado bajo la sombra de la certidumbre. La tranquilidad se traduce en monotonía, la monotonía en tedio, y el tedio, en ansia de tomar la vía rápida.

Es ahí cuando la seguridad que tantos años nos hemos esforzado en proporcionar degenera en libertad. ¿Qué habrá al otro lado? Somos vistos como barreras, obstáculos que levantan fronteras innecesarias. Somos constantemente atacados, vejados, mutilados. Hasta que nos derriban, los dos pueblos rivales se encuentran frente a frente...

Y la libertad se evapora, dando paso al caos. Porque, cuando lo nuevo llama a la puerta, no sabemos cómo reaccionar. ¿Y qué somos los muros sino la antesala de lo desconocido?