El tren será muy moderno, pero las vías las han debido hacer a saltos, porque el traqueteo es terrible. No sé cómo consigo dormirme con tanto meneo, pero el sopor me cerca, y yo me dejo llevar. Lo último que veo son ráfagas verdes y marrones fundiéndose a negro.
Cuando abro los ojos, el tren está vacío. Me sobresalto, no sé dónde estoy. Luego me enfado mucho con todo el mundo, por dejarme aquí tirada. Aplasto la frente contra la ventana y respiro tranquila: es mi estación. Cojo mi equipaje y salgo del tren. No hay nadie más que yo en el andén. El quiosco y la cafetería están cerrados. Qué raro, son las once de la mañana... Me percato ahora del brillo que envuelve el edificio de la estación. Es cegador. Pienso que habrán pulido los azulejos y, sin darle más importancia, trato de atravesar la puerta. Trato, porque no puedo. El brillo tiene cuerpo y densidad, y lo cubre todo, incluso la salida. El brillo es la gelatina más dura que he tocado nunca. Ni puñetazos, ni patadas, ni mordiscos. Nada puede con ella.
La voz del conductor me asusta. Creía que estaba sola.
—¿No han venido a por ti?
—No…
Entonces, una mano emerge a través de la gelatina, agarra al conductor del brazo y tira de él. Desaparece de mi vista en un segundo. Ahora sí estoy sola.
Tengo hambre, así que asalto el vagón restaurante. Luego leo una revista, me paseo de coche en coche… Pasan horas y me desespero. ¿¡Dónde está mi mano!? Por fin, cuando me convenzo de que voy a morir aquí si no me echo al monte, una mano larga, larguísima, destroza la gelatina y tira de mí.
—¡Despierta! ¡Vas a perder el tren!
Era un sueño. Y aún es posible.
Los sueños, sueños son.
Me ha gustado.
Saludos Insurgentes
Muy buen relato Lorena!