—No. No esta vez. Traigo algo diferente, para que me ayudes a publicarlo. Es una novela— dijo bajando la mirada apenado.
—¡Caramba! Bueno, tengo varios números de la revista esquematizados, así que no podría ni siquiera publicarla por entregas. Y no creo que me autoricen publicar un libro. No solo porque sale del presupuesto, sino porque sale de las atribuciones de esta dirección y de la propia Goodyear. Pero, si quieres puedo leerla y recomendarte con alguien.
—Sí, eso podría ser— afirmó Rulfo con la cabeza gacha. Miguel supo leer entre líneas y cuestionó al joven escritor de treinta y cinco años, vestido con su ropa algo desaliñada pero no por ello dando una imagen indecente.
—Me siento mal. Soy un mentiroso y un ladrón.
Miguel acomodó sus manos una sobre otra encima del escritorio y recargó su espalda erguida sobre el respaldo de su sillón ejecutivo, dispuesto como el sacerdote a escuchar la confesión del pecador cristero. En el cenicero, el humo del cigarrillo recién encendido ondeaba en dirección de la nariz de Rulfo quien entrecerró un instante sus ojos olfateando el aroma relajante y expiatorio.
Juan se descosió. Necesitaba contar su felonía de infancia y que lo había perseguido desde entonces. Un hecho que había provocado la reacción virulenta de su tío y tutor, el hermano de su padre Juan Nepomuceno asesinado durante la revolución cristera, que derivó en su encierro en el Internado, en esa suerte de, a sus ojos, correccional infame y cruel. Su pecado: haber extraído esa gruesa carpeta de una cómoda en la casa de su abuela.
Durante el tiempo cuando vivió con ella, el huérfano Juan Rulfo entró en la que fuera la habitación de su padre. La abuela le contó que a su padre le gustaba escribir y que lo hacía, para el gusto de ella, muy bien. Lo sabía porque solo a ella le leía sus cuentos y poemas. Nunca a su padre, porque el hombre consideraba que esa era una costumbre de afeminados. Así que la abuela le sugirió que escondiera sus textos en un cajón falso dentro de una de las gavetas de la cómoda en su recámara. Luego, Juan Nepomuceno se casó, se hizo hombre, tuvo a Juanito y murió asesinado. El secreto de su talento, sin embargo, no murió. Quedó en la memoria de la abuela y después, a modo de legado, en las manos de Juanito que, hurgando en las pertenencias de su padre encontró el escondite. El chico quedó fascinado con el tesoro, en el que vio la oportunidad de ganar unos centavos. Consiguió vender uno a uno los cuentos a distintas revistas donde los publicó como propios. Luego la culpa lo orilló al alcoholismo en plena adolescencia. Una culpa contradictoria. Esos textos eran su herencia y él tenía derecho a usarlos como mejor quisiera. Pero también era torcer la verdad usando su propio nombre. Se justificaba diciéndose que, portando el mismo nombre que su padre, publicar los textos como propios era una manera de honrarlo y extender su memoria. A muy pocos cuentos les metió la mano. Él no era tan hábil con las palabras después de todo.
Miguel miraba serio al joven escritor y trabajador mil usos. Sin saberlo, había llevado a la empresa a publicar en sus páginas corporativas el producto de un hurto, de un plagio, no sabía si torpe o bien urdido. Preguntó sobre la novela que Juan pretendía publicar. Este explicó que era una narración autobiográfica que su padre no pudo terminar a causa de su muerte y él se atrevió a darle un final dándole la vuelta para contar una historia de fantasmas, sus fantasmas.
Homero apagó la grabadora desde donde había estado reproduciendo la entrevista que le hiciera a Miguel sesenta años después de ese suceso. No podía creer lo que escuchaba de boca del anciano amigo de su padre. Juan Rulfo era un fraude literario, pero Miguel optó por callar motivado por el respeto al padre del falso escritor cuyo talento indiscutible ya había llegado a cotas de reconocimiento universal. De alguna forma le parecía honorable dejar correr que, siendo padre e hijo homónimos, la reproducción de su obra equivalía a un homenaje póstumo tan respetable como si en verdad el plagio no hubiera sido tal, sino el talento auténtico de un muchacho confrontado con la vida.
En la cabeza de Homero Núñez resonaban las palabras de Miguel antes de cortar la entrevista: «Esto que te he narrado no es un cuento. Fue real, soy el único testigo sobreviviente. Tu papá lo sabía y también calló, porque su afán era ayudar a Juan a resolver su situación económica y laboral. Pero Pedro Páramo ni nada más sino solo los textos publicitarios y documentos de oficina salieron de la pluma de Juan Rulfo. Es duro y triste reconocerlo, pero quiénes somos tú o yo para derrumbar un prestigio ganado desde una fabulosa mentira tan elusiva como el silencio mismo de Comala. Nunca publiques esto que te confieso y comparto a ti ahora. ¿Lo prometes?». Homero asintió sin mucha convicción. Él mismo como escritor se sentía ofendido en su inteligencia. Descubrir así a Rulfo, como un ídolo con pies de barro extraído de entre las ruinas de un México adolorido, cambiaba por completo su panorama sobre la literatura con que creció y aprendió el oficio.
No obstante redactó estas líneas de ahora dispuesto a la infidencia. Pero, a su vez, pensando en su padre prefirió la discreción. Guardó lo escrito en su propia carpeta de proyectos pendientes, dudando si hacer de ello un capítulo más dentro de su serie de novelas alrededor de la biografía familiar, o mejor, igual que el padre de Rulfo, dejar a las palabras dormir el espectral sueño de los justos en algún catafalco oculto en la propia cómoda de su memoria, o quizás como una publicación en algún blog de esos que parecen navegar a la deriva en la mar de la Internet.