Esperanza Alonso Campos

«Incontinente verbal»

1239 palabras
10 minutos
0 lecturas

Buenos días, me llamo Luis, tengo 44 años y sufro de incontinencia verbal. Dicho así, en voz alta, suena como un mal anuncio de pañales para adultos ¿verdad? No te rías que lo digo totalmente en serio. Lo paso realmente mal. No es ninguna tontería, ni falacia ni engaño.

Es un trastorno que padezco desde siempre, desde que tengo uso de razón. No tengo control de lo que sale por mi boca. Es abrirla y suelto lo primero que se me pasa por la cabeza, sin filtro ni control alguno. En ocasiones, siento cómo la estoy cagando a la vez que verbalizo. Para que te hagas una idea, suelto más mierda por mi boca que por mi culo. Perdón por el símil escatológico. Sé que soy un poquito bestia.

Este trastorno no me ha traído más que problemas, sin exagerar, cientos o miles. Ya he perdido la cuenta. De todo tipo y con todo el mundo. Ni te cuento con las mujeres. ¡Ay las mujeres! La incontinencia verbal me convierte en una persona brutalmente sincera. Sí, brutal y sin ningún atisbo de tacto. De ese tan necesario para no destrozar los sentimientos de cualquier ser humano. No me preguntes qué opino de tu aspecto si no quieres escuchar la verdad, la cruda y dolorosa verdad. Porque será lo primero que pase por mi mente e irá directa a mi boca sin ningún tipo de censura. ¿Quieres saber cómo te sienta ese traje y quieres sinceridad? Yo, soy tu hombre. 

 He conseguido, gracias a la experiencia que te da la vida y el paso de los años, a suavizar la dura realidad para intentar no ofender a nadie. Ahora que hago memoria, recuerdo un día en que mi novia me preguntó: 

- Cari, ¿tú me ves más gorda? – me preguntó embutida en un vestido ajustado que hace unos años le quedaba como un guante, pero ahora parece una morcilla de Burgos. 

- ¿Gorda? Yo diría que ahora te veo mucho mejor – y así fui totalmente sincero. Eso sí, cada cual que saque sus propias conclusiones. Soy el rey de los eufemismos. Pero como es imposible que quede como un auténtico caballero, continué: - Y te salen unos hoyuelos muy graciosos en los muslos y las nalgas – y zas me llevé una bofetada bastante previsible.

Y también me entra la risa floja cada vez que escucho a una mujer decir:

- Yo lo que busco en un hombre es que sea sincero. – Y a mí se me activa una neurona, la incontinente.

- Ese maquillaje te marca más las arrugas y pareces mucho más mayor – le suelto en solo unas décimas de segundo.

- ¿Pero serás capullo? – me dice enojada.

- Yo seré capullo, pero tú eres una tremenda mentirosa – y se queda sorprendida cuando cae en la cuenta de su flagrante contradicción. 

Hay otra frase que dicen las mujeres que es temida por todos los hombres o casi todos. Se trata de la típica “Tenemos que hablar”. No ha habido ni una mujer, ni una, que se haya atrevido nunca a decírmela, no tienen ovarios para eso. Claro que no hace falta que me la digan. Hablo siempre, sin que me lo pidan. Sé la connotación negativa que conlleva esta frase, por supuesto, que no soy tonto, pero a ellas les da mucho más miedo darme pie a que empiece a hablar porque no se sabe cuándo pararé. Si ya no me pregunta nadie ni cómo estoy, ni un triste qué tal, por miedo a lo que pueda durar mi respuesta. Así que cuando quieren cortar conmigo, directamente me dejan sin dar explicaciones porque así es mucho más sencillo. 

Y, claro, tengo muy pocos amigos. Apenas mi propia familia me aguanta. Y nadie me llama nunca por teléfono, ni siquiera los del banco o de la compañía de teléfonos. ¡Cobardes! Fundo los minutos del mes en un día. Hablo mucho, incluso pienso en voz alta y, para colmo, también hablo en sueños. No descanso ni dormido. Hay días que me levanto con la boca seca y con un poco de afonía, aunque eso no me impide seguir conversando durante el resto del día. Vale, vale, ya sé que no se le puede llamar conversación a lo que prácticamente es un monólogo.

También he aprendido a adornar mi verborrea con coletillas, muletillas, latiguillos o ripios, como quieras llamarlos. Palabras o frases totalmente innecesarias con las que soy incapaz de vivir. ¿Me entiendes?

Y, para más inri, padezco de miedo escénico. ¡Hay que joderse! Cada vez que tengo que hablar delante de público lo paso fatal. Comienzo a sudar, sufro de taquicardias y me entran náuseas. Eso sí, en vez de quedarme callado hablo mucho más rápido. La última vez hablé tan rápido que no fui consciente de que tenía que coger aire, para respirar más que nada, y acabé desmayado. Caí de bruces y me golpeé la cabeza. Cuando desperté tenía un gran dolor en la sien y me costó un buen rato poder articular palabra. Llegué a creer que me había curado. Craso error.

- ¡Milagro! – grité. Y continué con cinco minutos de lamentos y maldiciones por el dolor.  

En ocasiones, creo que llegará un día en el que me sea imposible parar y muera de sobredosis verbal. ¿Eso existe? ¿Ha muerto alguien así? Seguro que con la cantidad de muertes estúpidas que ha habido en toda la historia, alguien lo hizo. ¿No? He leído mucho sobre el tema, sobre las muertes ridículas, y todavía no he encontrado a nadie que muriera hablando. Eso sí, he leído cada historia, de lo más pintoresca. Por ejemplo, la muerte de Esquilo, que para quien no lo conozca fue el creador de la tragedia griega. ¿Sí? Ahora seguro que ya caes de quién es, claro, ese que escribió más de 90 obras. Volviendo al tema del perecimiento (gran palabra), te cuento su historia. Estaba el hombre tan tranquilamente cuando un águila confundió su calva (la de Esquilo) con una roca. Así que dejó caer la tortuga que llevaba en su pico para partirla sobre la aparente roca. Así que, por resumir, el águila se quedó con las ganas de zamparse la tortuga porque lo único que consiguió partir fue el cráneo del desdichado. ¿Quieres más? Pues te cuento otro.

El del Papa Adriano IV también fue un deceso peculiar. El buen hombre se encontraba sediento después de soltar un sermón de la hostia y se acercó a una fuente pública. Mientras se hidrataba, una mosca entró por su boca y quedó atrapada en la garganta. Nadie pudo extraerla y el desgraciado murió asfixiado. Di lo que quieras, pero yo prefiero tener la mosca detrás de la oreja que dentro de la boca. ¿No crees?

Y, otra más, la de Maximiliano I. Este monarca germánico murió por un empacho de melones. Me refiero a que fue por comer melones, claro. Para que luego digan que comer fruta es sano, aunque, claro, nadie especifica qué tamaño deben tener las cinco piezas diarias que recomiendan. Y otro dato curioso es que fue enterrado en el ataúd que siempre llevaba consigo. Por lo visto, ya intuía que tenía los días contados y que era un tío raro de cojones. ¡Ya ves!

Y podría seguir con esto todo el día, conozco decenas de este tipo de historias…

Disculpe caballero. Cuando le pregunté si tenía algo que declarar no me refería a esto – Y de esta manera, el Agente de Aduanas puso fin a este surrealista monólogo.
Esperanza Alonso Campos
Desde pequeña me he sentido atraída por la lectura y la escritura. No me atreví a publicar con…
Miembro desde hace 1 año.
2 historias publicadas.

Para dejar un comentario, inicie sesión
No hay comentarios en esta publicación.
No hay coincidencias
Recompensa
+ XP
Acumulas XP y estás en nivel
¡Gracias!