Nuestras miradas se han cruzado.
De lejos.
Dos veces.
Entre nosotros se interponía la danza del dragón, donde unos bailarines se contoneaban de manera ondulante, dando movimiento a la figura alargada de un dragón de color verde, rojo y dorado. Los colores se colaban en las pupilas de las cientos de personas, acariciando el verde como muestra de esperanza; enlazándose el rojo con la buena suerte y el dorado abrazando la prosperidad de este nuevo año lunar. Sin embargo, mis ojos solo eran capaces de distinguir el verde, ahora apagado, de sus ojos; el rojo de sus pómulos cuando cruzamos nuestras primeras miradas y el dorado castaño de cada mechón de pelo que caía por su frente.
Y en su mano, unos dedos entrelazándose, prometiéndose las mismas palabras que también me prometió a mí.
Desde el corazón de la calle apareció un gran conejo de madera pintado de color amarillo, ornamentado por flores azules de pincel. Misericordia. Elegancia. Belleza. Iniciaba el año del conejo de agua que traía grandes cambios. Pese a ello, el único cambio que anhelaba era el retorno. Es triste querer que las cosas sean como antes y sepas que no van a volver a serlo. Es triste no querer quitarte la tirita. Es triste saber que la has puesto para tapar la herida y no para curarla.
Dragón tras dragón y, entre linternas de papel sakura rojo, no volvimos a coincidir. Nos despidieron las últimas notas musicales que también dieron por finalizado el festival.
Me perdí entre los fideos fritos con verduras y soja que preparó mi abuela. Se quedaban en suspensión desde mis labios y, cuando los absorbía, sólo quedaba la nada. El champán burbujeaba esperando a ser brindado con la culminación y plenitud de la luna de este día.
¡Chín - chín!
Todos brindaron por salud, dinero y… Amor. Fui la única que brindó en silencio. Desde que se fue intenté florecer; intenté que mi corazón volviese a latir tranquilo; intenté buscarle en otras personas, sin éxito. ¿Por qué seguir así? La vida seguía y yo seguía con ella y, por mucho que mi corazón latiera por su esmeralda, mi alma vibraba por y para mí. Sabía que no le olvidaría, pero aprendería a vivir con su recuerdo.
La abuela sirvió una galleta de la fortuna a cada miembro de la familia. Era ella misma quien las elaboraba y nos escribía un mensaje y, las abuelas, tienen magia. Doblé la galleta ligeramente, partiéndola por la mitad y dejando caer el mensaje a mis pies desnudos. Me agaché para leer las palabras que necesitaba:
“Las historias de amor propio, también son historias de amor”.
La mía empezaba ahora.
Me ha encantado!
Saludos Insurgentes