Cada día duermo para ayudar a las palabras que oprimen mis sienes por las noches a liberarse de ser escritas a la mañana siguiente. Escribo en mi silencio juntando ideas. Me siento debajo de la luz de una farola y todavía me persigue la oscuridad.
Un vacío anda por allí y por aquí e imperiosamente trata de ser llenado, atiborrado de flujos de letras, palabras frías, imágenes, música, hastío y alguna cosa más.
Hoy empieza el verano y mientras tanto pienso en los meses fríos para sobrellevar este calor. Pienso en la poda en febrero con el lloro de la vid, pienso en las hojas cayendo en otoño llenando el suelo de un manto hermoso. Pienso en ese cierzo tan molesto que nos azota la cara y nos despeina en primavera. Pienso en que empieza el invierno en Valparaíso.
Odio estos días con todo lo que ello conlleva, es época de cerezas...benditas heladas. Una vez más me reconforto pensando en el frio y sus rigores. Pronto llegarán los tambores, el fuego y el vino que emulaban algún rito pagano, al que yo no estaba preparado espiritualmente para participar. Quemar lo malo del año y abrazar lo bueno en la noche más corta del año.
Siempre me decía a mí mismo que volver al interior me cambiaba. Como si fuese poseído por algún espectro barrial inamovible que solo aparecía cuando regresaba. Fantasma que dormía, atento, con un ojo abierto, nunca amaestrado y salía cuando volvía a casa. Porque pocos lugares puedo llamarlos casa. Pocos lugares hay, donde uno puede volver y mirarse desde otro lado. Desde los otros que te han visto crecer, aquellos que juran conocerte de toda la vida.

