Jing tenía 11 años. Su nombre significaba paz pero era una niña revoltosa y traviesa cuya mente no descansaba ni un solo minuto. Estaba constantemente ideando su próximo movimiento. Tramaba y urdía tantos planes como su imaginación le permitía. Siempre soñando. Volando entre las nubes a la velocidad de la luz. Se miró en el espejo y le fascinó lo que vio. Por fin podía llevar el vestido rojo que había ido a comprar con su madre dos meses atrás. Le sentaba genial. Inmediatamente agarró con fuerza el bote de jabón y, como si de un micrófono se tratara, fingió ser una estrella de la música a nivel mundial. Incluso se atrevió a guiñar un ojo como si una horda de fans estuvieran apelotonados frente a ella.
- ¡Jing! Cariño, ¿dónde estás? Vamos tarde y aún no te he peinado.
Acto seguido, un potente e interminable “¡aquííííííí!” se escapó del baño y se adueñó de todas las estancias de la casa, incluídas las del piso de abajo, desvelando las coordenadas exactas de su posición a su madre.
Se emocionó al ver a su hija con ese vestido pero antepuso la premura de la situación a sus sentimientos. Cogió un cepillo del cajón y, con una sonrisa protagonizada por su tembloroso labio inferior, le susurró:
- “Este es tu año. El año del conejo. Pronto cumplirás 12 y ya no serás una niña. Esta vez no llevarás dos coletas. Puedes llevar el pelo suelto como a ti te gusta”
Lixin tenía muchas cosas en común con Jing. Al igual que ella, tenía 11 años y su signo zodiacal era el conejo. También tenía que vestirse de rojo ese día y acudiría al mismo evento que ella. Su madre era la socia cofundadora junto con el padre de Jing del imperio Mao Dian, la mayor empresa del sector en Asia, inmensa como el mar aunque tradicional y estática como las propias anclas que fabricaba.
Irónicamente, Lixin tampoco hacía honor a su nombre: grandioso amanecer. Siempre se le quedaban las sábanas pegadas. Su padre estaba agotado de tener que sacarle cada mañana de la cama para ir al colegio.
- ¿Todavía dormido? Tu madre ya está allí. Tenía que hablar de negocios con el padre de Jing antes del almuerzo. Vamos, hijo. Además Jing estará allí y sé que tú y ella… Un avergonzado Lixin le lanzó su almohada para evitar que terminara la frase.
Las miradas eran constantes. Se hacían muecas graciosas para que el otro se atragantara. Jing fue la que lo consiguió abriendo la boca de par en par y mostrando una bola semimasticada de tallarines que hizo que Lixin escupiera al plato su comida. La mirada de desaprobación fue simultánea por parte de sus padres, al menos de los involucrados en la fabricación de anclas.
“Uno, dos y tres” pronunciaron sin emitir sonido ambos niños dejando caer uno de sus palillos al suelo al tiempo con la excusa de reunirse debajo del mantel y huír de aquel mundo que no comprendían.
Saludos Insurgentes