Cuando leyeron el testamento se quedó sorprendido. A todos los sobrinos le había dejado sus pertenencias menos a él. La vieja casona de la Calle en Medio, la finca de olivos centenarios en la Bicuerca, el chalet en el Hontanar, las huertas del Río Molino y a su padre tan solo una caja llena de libros.
Al llegar a casa explicó lo que había pasado. Todos se quedaron boquiabiertos, no lo podían creer, cinco años cuidándolo en casa y solo le había dejado una tosca caja de libros.
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Sofía se sentó en la vieja alfombra de su habitación, abrió la caja y contempló diferentes libros. Unos eran de tapas gruesas, de 1870. Otros hablaban de la razón y los números. Había otros de bolsillo que cabían en la palma de la mano. Otros de los años noventa. Era una colección sin sentido, dispar. Los libros no tenían nada en común, salvo que eran libros. Un papel escrito a mano, escondido entre las páginas de un libro le llamó la atención y comenzó a leerlo.
—Papá, ven, corre, mira lo que pone aquí—
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El sábado por la mañana se acercaron a la dirección que estaba anotada en aquel viejo papel. Subieron la pesada persiana, abrieron las viejas puertas de madera y con ayuda de la linterna del móvil observaron asombrados lo que se escondía en aquel local que había estado cerrado toda la vida.
Libros y libros, se agolpaban en las viejas estanterías. Todas las paredes guardaban libros llenos de historia, de filosofía, de saber. Una colección de las Obras de Blasco Ibáñez censurada en la posguerra, unos códices perdidos Dios sabe cuándo, tratados sobre plantas, un evangelio escrito en el 1230, Shakespeare , Cervantes, Quevedo, y una libreta pequeña con el diario de guerra de su tío Miguel.