Crecí en un lugar en el que había una única farmacia, a la que todos llamábamos «El generador de sueños».
Vivíamos en una época de sentimientos cronometrados, de afectos restringidos, de emociones enjauladas. Por aquel entonces, las personas se sentían más enfermas por dentro que por fuera. La medicina había avanzado, a la par que lo había hecho el organismo humano, siendo este capaz de acortar los plazos de las enfermedades y consiguiendo que tuvieran un carácter efímero y fugaz para la mayoría de los mortales. Pero a aquella farmacia acudían cada vez más personas buscando una receta para sus heridas internas; algunas trataban de explicarlo mediante ligeros golpecitos sobre el área izquierda de su pecho, sin saber cómo hacerlo a través de las palabras.
Roberto era el encargado de esparcir cuidadosamente los sentimientos humanos sobre el mostrador, para realizar un diagnóstico preciso pero entusiasta. Sabía que lo que más angustiaba a los visitantes era que sus dolencias no se pudieran medir, y que nadie los compadeciera, al no poder baremar su dolor.
Cuando la noche ya caía sobre la austera farmacia, Roberto bajaba la persiana mientras lanzaba una mirada de soslayo a los pocos comercios que aún estaban abiertos. Fidel, el dueño de la tienda de «revelado de recuerdos y arrepentimientos», y Laura, la encargada del supermercado de «productos para la nostalgia avanzada», eran los dos únicos que tenían permiso para cerrar más tarde que él. Las últimas parejas de adolescentes desenlazaban sus manos antes del toque de queda de emociones, que censuraba SENTIR a partir de determinadas horas. La neblina nocturna ya descansaba sobre los bancos de madera, mientras Roberto buscaba nuevas formas de hacer ver que la vulnerabilidad era una de las más auténticas expresiones humanas, por muy resistentes que fueran los cuerpos en aquella época.
La medicina no puede luchar contra los sentimientos, así que me da que ese farmacéutico tendrá el trabajo asegurado para siempre.
Buen relato.
Saludos Insurgentes