José Antonio madrugaba mucho todas las mañanas, y pese a ello, tenía muy buen humor. Recogía el enorme paquete que le dejaban los repartidores de prensa cada noche en la puerta de su librería. Porque su negocio era eso, una librería, y así lo indicaba el letrero, pero había ido teniendo que introducir prensa y material de papelería ya que era lo que realmente daba dinero.
Despachaba con buen humor a todos sus clientes, a quienes ya conocía y llamaba por su nombre, pues solían ser casi siempre los mismos. De vez en cuando venía algún chiquillo del colegio cercano buscando algún mapa físico en blanco o alguna cosa parecida. Siempre les gastaba bromas inocentes con las que los críos reían embobados.
José Antonio era un hombre ya mayor, pero de una edad indeterminada, siempre parecía estar a punto de jubilarse y a la vez se mantenía lo suficientemente joven como para seguirle el rollo a los universitarios que también se dejaban caer por allí por las tardes. Mantenía breves pero intensos debates sobre literatura y filosofía.
—Marx está ya desfasado, solo lo leen los más rebeldes de cada generación.
—No me jodas, tío, pues anda que reverte… ¡pero si es un anticuado!
—Pues a mí me gusta, chico. ¿Qué quieres que te diga? Pienso que es muy bueno.
—Si yo no digo que sea malo, que no lo es, pero pasarán doscientos años y nadie le leerá, sin embargo, a Marx, sí. Incluso aunque pasen doscientos años más.
Lo que ningún joven aspirante a filósofo intuía siquiera era que José Antonio, detrás de esa apariencia de tendencias derechistas moderadas, era un ferviente comunista. Su negocio era una tapadera donde se imprimía la propaganda del partido comunista y de todas las huelgas en las que él sí que participaba.


Saludos Insurgentes